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Un obligado descanso

jueves 4 de mayo de 2023
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Un obligado descanso, por Vicente Adelantado Soriano
Pedí a todos los dioses del Olimpo, y los dioses conocidos y por conocer, que preservaran a Higueras, y a aquella magnífica sierra, de incendios y de desechos humanos.
Para Amelia y Ricardo
Afirma Teofrasto (…) que las faltas cometidas por concupiscencia son más graves que las cometidas por ira. Porque el hombre que monta en cólera parece desviarse de la razón con cierta pena y congoja interior, mientras que la persona que yerra por concupiscencia, derrotado por el placer, se muestra más flojo y afeminado en sus faltas.1
Marco Aurelio, Meditaciones.

Comenzaba a preocuparme tanta insistencia, en todos los medios de comunicación, sobre la ola de calor que se nos viene encima. En mi pequeña libreta tengo apuntados muchos nombres de pueblos y rutas. Hay viajes para llenar varios veranos e inviernos. El calor, sin embargo, no lo soporto. Decidí, pues, escoger una de aquellas rutas, y despedirme de mis aficiones de caminante solitario. Encerrado en casa, cuando apretara el sol, esperaría, pacientemente, la llegada del invierno para volver a salir.

La ruta era un tanto exigente. Pero me pareció perfecta para despedir el curso. Quería hacerlo con nota. Me preparé, pues, la mochila con varios bocadillos y, sobre todo, con tres botellas de agua, crema para los brazos y la cara, y un amplio sombrero.

No salía el tren tan pronto como hubiera deseado. Iba a empezar a caminar un poco tarde para mi gusto. Cabía esperar que en aquellos pueblos no hiciese tanto calor como en la capital. Bajé del tren, pues, en Caudiel a las nueve de la mañana. Y sin pérdida de tiempo me puse en marcha. Era un sábado. Imaginé, por lo tanto, que habría un cierto tráfico por la carretera de Higueras. No obstante, no era mi intención hacer autostop, ni subir a ningún coche. Quería caminar.

Tal vez hubiera algún camino de herradura que, a través de la sierra Espadán, me llevara a mi destino.

Estuve buscando rutas alternativas para ir de Caudiel a Higueras sin patear la carretera. Tal vez hubiera algún camino de herradura que, a través de la sierra Espadán, me llevara a mi destino. No me fie, sin embargo, de mapas y planos, no porque éstos pudieran estar equivocados, sino por mi ausencia total del sentido de la orientación. Era mejor ir por la carretera. No había pérdida por ella. Aun así metí en la mochila un espray con el que suelo señalar piedras y árboles para no perderme, cuando el camino de ida y vuelta es el mismo y hay posibles alternativas.

La excursión era pesada por cuanto discurría por una carretera asfaltada. De Caudiel a Higueras hay unos nueve kilómetros de distancia o más. Llegaría, pues, si no tenía ningún percance, a la hora de comer. Pero iba a resultar imposible regresar para coger el tren de la tarde. Salía muy pronto. Podía hacerlo apresurándome. Pero en ese caso la excursión se iba a convertir en un tormento, en una carrera contra reloj. No deseaba finalizar de ese modo el año excursionista. Llamé por teléfono antes de salir y reservé una habitación, para una noche, en la tasca de Higueras.

No hacía calor cuando bajé del tren. No obstante, el día prometía no ser frío. Me puse a caminar sin pérdida de tiempo: subí la cuesta de la estación, bebí agua de la fuente, de un caño, junto a la antigua escuela, y no tardé nada en desembocar en la carretera. Ya no tenía que preocuparme por nada: línea recta hacia el desvío, perfectamente señalizado, para ir a Higueras. La carretera es más estrecha que un silbido. Cuando se cruzan dos coches, ambos aminoran la velocidad, se arriman al monte todo cuanto pueden, y se separan saludándose. Yo caminaba por mi izquierda con una camiseta de un color tan chillón que la hubieran oído hasta los sordos. En ningún momento corrí peligro. Y sí, pasaron coches, motos y ciclistas. Nadie se detuvo, por supuesto. Algunos conductores, no obstante, me saludaban, o me decían cualquier tontería de la que apenas entendía algo.

Prefiero caminar por el monte. El asfalto me calienta los pies de un modo horrible. Por el monte, además, hay pinos, enormes algunos, lanzando una enternecedora sombra sobre el camino. Es un alivio llegar a ella, despojarse de la mochila, beber agua y descansar unos minutos. A veces hasta hay alguna roca, más o menos lisa, sobre la cual poder sentarse. La carretera es inhumana. Está hecha para los vehículos: ni sombra, ni lugar donde reposar. No obstante, me desvié un par de veces, me metí en el monte, y disfruté de la sombra de los pinos de la sierra Espadán. Es ingente la masa de pinos de esa sierra. No dejaba de admirarlos y alegrarme por tanto árbol y tanto verde. Y es un verdadero milagro, tal como están los tiempos y los montes, que todavía no hayan ardido tan espléndidos ejemplares. Pude observar, también, el enorme descuido de los montes: llenos de hierbas secas, ramas, piñas, y adornada con botellas de plástico, cajetillas de tabaco, colillas y algún que otro desecho humanoide.

A veces los meteorólogos se parecen a quienes predican o predicen lo peor a fin de que todo el mundo esté alerta y prevenido.

Lo peor del descanso es volver a cargar la mochila: el sudor se ha enfriado en la camiseta, y al entrar en contacto de nuevo con la piel, por mor de la presión de la mochila, siempre se produce un ligero escalofrío. No tardé nada en volver a sudar. No obstante, el día no estaba resultando tan pesado como anunciaron. A veces los meteorólogos se parecen a quienes predican o predicen lo peor a fin de que todo el mundo esté alerta y prevenido. Y ya se sabe: vale más sudar que estornudar.

Iba a buen ritmo. Mejor del esperado. No había cogido el bastón. No era necesario en la carretera. Pero no sé a santo de qué me dio por recordar los primeros versos de la Ilíada. Me los repetí de forma machacona durante unos largos minutos. El bastón me hubiera servido para marcar el ritmo.

Poco antes de llegar a Higueras, rodeado siempre de extensos y bellos pinares, hay un parque con mesas y banquitos de madera. Allí descansé y me comí un bocadillo. Y tras vaciar una botella de agua, me puse de nuevo en marcha. No tardé nada en llegar a la tasca El Ruyo. Me recibieron con toda la amabilidad del mundo. Les pregunté si podía ducharme y descansar un rato antes de comer. Muy amables me condujeron a una habitación. Me sorprendió ver un hotelito tan bien cuidado y elegante. No sé por qué siempre espera uno ver hoteles cochambrosos en los pueblos. Otra falsa opinión. Desde la ventana vi la amplia sierra llena a rebosar de pinos. Se me ensancharon los ánimos. El viaje había valido la pena.

Refrescado y animado por la ducha, bajé a comer. Un excelente plato de alcachofas con jamón, un buen vino y una magnífica ensalada repusieron mis fuerzas. Pero apenas me había llevado la primera alcachofa a la boca cuando entró en la tasca una cuadrilla de vociferantes senderistas. La típica manada aburrida con ganas de demostrar a todo el mundo cuánto se han aburrido: entran gritando, riéndose desaforadamente, y metiéndose, con la mochila en las espaldas, por donde no caben. Así uno de aquellos gañanes a punto estuvo de derramar mi botella de vino empujándola con su mochila, sin fijarse por dónde iba ni quién estaba allí. El otro, a pocos metros de mí, se metió en el aseo y salió dejando la luz encendida y la puerta abierta. El de más allá, cuando había pedido yo un poco de pan, se puso delante de mí pidiendo a grito pelado cuanto le apetecía en la barra. Estallé ante tanta muestra de imbecilidad y mala educación. Me levanté, lo aparté de un empujón, y le dije al de la mochila que, como me volviera a empujar, le metía la botella de vino por donde salvas sean las partes. Me sorprendí, muy mucho, de mi reacción. Amelia, la dueña de la tasca, trató de tranquilizarme. Los senderistas se fueron a la terraza a continuar con sus gritos y sus falsas risas. Luego, solos en el bar, tanto Amelia como Ricardo, los dueños, me dieron la razón: ellos, más que nadie, están hartos de sufrir las faltas de respeto y educación de muchas de estas personas, nada jóvenes, por otra parte.

—Siempre —les dije— me ha dado miedo tener algún trabajo como el vuestro, camarero, panadero, hostelero… el contacto con la gente. No puedo soportar la pretendida superioridad de algunos. Te toman por una especie de siervo sin derecho a replicar.

Asintieron.

—Y algunos hasta se llevan los cacaos de las otras mesas, o los entremeses…

—No es cierto —dijo ella— que el cliente siempre tenga razón.

—Por supuesto que no —le contesté—. Pero hemos llegado a un punto en el que no tenemos nada que envidiar a los animales. En la capital, por ejemplo, entras en cualquier establecimiento, dices “buenos días”, y ni te contestan. Y gracias si no te miran como si estuvieras loco.

Levantamos los manteles y me fui a pasear.

Una pena que toda aquella inmensa pinada, tan preciosa y llena de vida, esté amenazada por la desidia humana.

Con toda la tarde libre, me dediqué a recorrer las afueras del pueblo. Ahora sí, ahora por la montaña. Sin oír ni una voz, ni una risa desaforada. Disfruté de las piedras, de los caminos y de los árboles de la sierra Espadán. Me sentó de maravilla el largo paseo vespertino. Una pena que toda aquella inmensa pinada, tan preciosa y llena de vida, esté amenazada por la desidia humana. Regresé al cabo de unas largas horas, cené y, tras una breve charla, miedo a los incendios, ya habían tenido uno, me metí en la cama. Al día siguiente, haría el camino inverso. Le pregunté a Amelia si podía ponerme un bocadillo para llevar. Era mi intención comer en medio del monte. También me puso un par de botellas de agua. Me despedí de tan amables personas, y cerré la temporada de viajes hasta la llegada del frío, las ansiadas lluvias y, tal vez, la nieve. Entonces aquellos magníficos pinos no correrían peligro. Al término del viaje, en la estación de Caudiel, pedí a todos los dioses del Olimpo, y los dioses conocidos y por conocer, que preservaran a Higueras, y a aquella magnífica sierra, de incendios y de desechos humanos. De algunos senderistas ya me ocupo yo.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Marco Aurelio, Meditaciones, II, 10, Barcelona, 2008. Traducción de Ramón Bach Pellicer.
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