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Una última cena (una de tantas)

jueves 18 de mayo de 2023
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Una última cena (una de tantas), por Vicente Adelantado Soriano
La mayoría de las historias son exaltaciones o mentiras, o ambas cosas a la vez. No obstante, hay gente honrada y buenos libros de historia. Debemos tenerlos en cuenta.
Porque muchas veces se muestra más el buen corazón en las cosas pequeñas que en las grandes.1
Baltasar de Castiglione, El cortesano.

Ni me gustan las reuniones tumultuosas, ni, en consecuencia, había quedado en ir a ningún local o casa particular para celebrar la entrada en el año nuevo. Costumbre moderna que ha impuesto la necesidad de divertirse e ir disfrazado. Por no hablar de las comilonas y el abuso de bebidas alcohólicas. Gustando, pues, de la soledad y de la tranquilidad, bajé a hablar con mi vecino. Y a llevarle un pequeño regalo: varios libros, convenientemente dedicados. Imaginaba que le gustarían. Eso esperaba al menos. Con dos de ellos el éxito estaba asegurado.

Como tiene por norma, sacó enseguida una buena botella de vino. Me propuso, en tanto la descorchaba, quedarme a cenar con él. Lo esperaba. Acepté de mil amores. Él, como no sabía qué libros regalarme, me obsequió con un par de buenas botellas de vino. Dimos cuenta de ellas en el paso de un año a otro. Juró y prometió regalarme otras de repuesto.

Yo, como he dicho, le llevé varios libros. Le había hablado de dos de ellos. De las horas felices pasadas leyéndolos. Y de su pérdida en algún traslado de casa. Uno era Dersú Uzalá, de Vladimir Arséniev. Otro, Cumbres borrascosas, de Emily Brontë. Por desgracia no pude llevarle ediciones de lujo y con letra grande. Lo compensé con otros de un tamaño pasable. Al ver los dos libros citados se emocionó tanto que, me pareció, estuvo el borde de las lágrimas. A fin de no delatarse, por algún quiebro de la voz, se enfrascó en un largo trago de vino. Demorándose en él cobró fortaleza.

—Es curioso —me dijo un tanto recobrado— cómo todas las cosas, libros, calles, películas, todo en fin, se va cargando de un significado que va más allá de su propia misión o mensaje. ¿Me entiende lo que quiero decir? —preguntó temiendo haberse expresado mal—. Quiero decir…

A lo largo de la vida nos vamos llenando de recuerdos. La relectura de un libro, si lo he entendido bien, nos puede llevar a nuestra infancia.

—Creo que sí —lo interrumpí—. A lo largo de la vida nos vamos llenando de recuerdos. La relectura de un libro, si lo he entendido bien, nos puede llevar a nuestra infancia. Al momento de su gozoso conocimiento, como es el caso.

Por eso, precisamente, le había regalado Cumbres borrascosas. Me habló, en varias ocasiones, de cuán feliz fue leyéndolo allá en la adolescencia.

—Sí, eso es —corroboró emocionado—, y el libro nos gusta no sólo ya por él mismo sino por los recuerdos que nos despierta… Es curioso.

—Sí. Es muy curioso, desde luego. Pero lo que acaba de decir usted plantea otro problema: ¿qué sucede si se tiene un buen recuerdo de algo, y al volver a ello se descubre que era una opinión infundada? ¿Está la bondad o no de un libro o de una película en el recuerdo?

—No. Por supuesto que no. Imagino que también usted, como casi todo el mundo, habrá experimentado que aquello que nos gustó o nos complació en la juventud, ahora, en una edad bien adulta, nos parece insulso o carente de interés. No por ello dejó de ser importante para nosotros en un momento determinado.

—Como los biberones —dije sonriendo—. Alimentan en una etapa de la vida, pero ya no sirven para la otra… Estuve mucho tiempo sin volver al pueblo donde nací —le conté—. Mi casa estaba frente a una plaza en la cual jugaba de niño. Cuando regresé, al cabo de muchos años, aquella plaza, que en mi recuerdo era enorme, era, en realidad, un exiguo espacio… Y, sin embargo, allí pasé horas y horas jugando. Felizmente.

—Me hace mucha ilusión —confesó levantando el libro— volver a leerlo. Igual se me hace pequeño, como su plaza, o grande. Ya veremos. En la biblioteca de mi abuelo había una vieja edición. Comencé a leerlo instigado por él. Pero un día, mi madre pasó por mi lado, vio la impresión de Cumbres borrascosas, y cuando se fue a comprar, regresó con un volumen nuevo, muy bonito, y con una letra apreciable. Por su tamaño. ¿Sabe qué hice? Leí las dos ediciones, una detrás de otra. Y me quedé con la del abuelo.

—Pues yo —le respondí sonriendo— ni de lejos me quedé con la plaza de mi pueblo. Salí de allí pensando que cualquier tiempo pasado, pasado fue. A veces, y digo a veces, la memoria nos engaña. Lo grande no lo era tanto. Ni tal vez lo importante. Salvo en aquellos momentos.

—¿Y no es eso la melancolía? Por regla general las cosas que vivimos nunca fueron tan poéticas como las recordamos. Ni, seguramente, tan dramáticas. Pero las recordamos con cariño. Algunas. Y deformadas, sin duda.

—No sé qué decirle. A menudo tengo la impresión, pese al recuerdo de la plaza, de recordar cosas y hechos con bastante exactitud.

De nada vale recordar el pasado si no sirve para hacernos mejores. Esto lo leí en alguna novela, pero no recuerdo en cuál.

—Sea como fuere —dijo cada vez más animado por la conversación—, de nada vale recordar el pasado si no sirve para hacernos mejores. Esto lo leí en alguna novela, pero no recuerdo en cuál. Y no tengo ganas de comenzar a buscar citas.

—No se preocupe. También a lo largo del tiempo vamos haciendo nuestras, interiorizándolas, opiniones y frases que no lo son… A veces me sorprendo sirviéndome no de citas sino de ideas de Heródoto, Platón, Séneca, Montaigne, o de cualquiera de éstos y de otros autores. Y las planto como si fueran mías.

—Y tal vez lo sean. Si las recordamos es porque coincidimos con ellas. Ellas expresan claramente algo que nosotros sentíamos de forma confusa. El autor en cuestión pasa a formar parte de nuestra vida, a ser uno con nosotros. Y, al mismo tiempo, ya no es el mismo autor. Todo se renueva en esta vida.

—El recuerdo y del olvido.

—Efectivamente. Juntos forman una amalgama que, e insisto en ello, no permanece inalterable. Nada queda inmune.

—No obstante —repliqué— hay cosas, por lo menos es mi caso, que siempre las recuerdo igual. El recuerdo, entonces, se puede convertir, en ocasiones, en la peor de las penitencias que podía haber impuesto el más cruel de los inquisidores. Si se pudiera modificar…

—Por eso le he dicho que no sirve de nada recordar si eso no nos hace mejores. Y tal vez esa dura penitencia ha hecho de usted el hombre que es ahora. Hay más cosas, por supuesto. Pero recuerde: tenemos mucha tendencia, no sé porqué, a recordar más lo malo que lo bueno. Y tal vez ni una cosa ni otra fueron en su momento como las recordamos.

—No estoy tan seguro de eso. La marca que se le hace a un animal, con un hierro al rojo vivo, ¿permanece siempre igual, hasta el momento de la muerte? Debe de ser así, pues no se renuevan las marcas cada cierto tiempo. En otras palabras: soy capaz de llevarlo a lugares por donde transcurrió mi infancia. Los recuerdo perfectamente. ¿Por qué no los hechos?

—Y dígame —preguntó astutamente—, esos lugares, ¿permanecen tal como los recordaba usted? Hace poco ha nombrado las dimensiones de una plaza… Tal vez engrandecemos las cosas, o las disminuimos. Sí, las cosas son, quizás, como las recordamos. Pero el recuerdo no es inmutable.

—Entonces no es posible la objetividad.

—En algunas cuestiones, no. ¿Cree usted que la literatura realista es realista? No, no lo es. El realismo, querido amigo, es una forma de escribir. Nada más. Verá, a mí me hacía mucha gracia, cuando leía alguna novela negra, ambientada en alguna ciudad de Estados Unidos, la facilidad con la que los personajes se encuentran unos a otros en urbes tan enormes… Yo salía a caminar por aquí, por esta ciudad no excesivamente grande ni poblada, durante horas y horas, sin tropezarme con nadie conocido.

La mayoría de las historias son exaltaciones o mentiras, o ambas cosas a la vez. No obstante, hay gente honrada y buenos libros de historia.

—Sí. Bueno. Yo también me he planteado eso en más de una ocasión leyendo a los historiadores. Es de locos pensar que son objetivos y verídicos. La mayoría de las historias son exaltaciones o mentiras, o ambas cosas a la vez. No obstante, hay gente honrada y buenos libros de historia. Debemos tenerlos en cuenta.

—Y releerlos. Volver a ellos una y otra vez.

—Verá, yo no soy muy partidario de hacer esas cosas. He releído muy pocos libros en mi vida. Siempre he preferido dejar las cosas tal y como están.

—¿Nunca segundas partes fueron buenas?

—Mis trabajos, que no se van a publicar, los corrijo hasta la saciedad, hasta el aburrimiento. Pero cuando decido abandonarlos es para siempre: jamás los vuelvo a revisar. Haya o no haya errores. Lo mismo me sucede con las personas.

—Tal vez así se evite desengaños.

—Es posible.

—No obstante, a mí me apetece mucho volver a leer los libros que me ha traído.

—Es un riesgo.

—No me importa. Pero, querido amigo, es hora de hacer la cena. No se levante. Está todo preparado. Cenamos y seguimos hablando. Sin las doce campanadas y demás historias.

—Sin campanadas ni zarandajas.

—Sea.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Baltasar de Castiglione, El cortesano. Espasa-Calpe. Colección Austral, Madrid, 1984. Traducción de Juan Boscán.
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