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Solo y sin compañía

jueves 25 de mayo de 2023
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Solo y sin compañía, por Vicente Adelantado Soriano
Había amanecido hacía poco. Fue un amanecer como otro cualquiera, sin nada especial. Auguraba, no obstante, un espléndido día.
El sol, el cielo azul, los verdes campos, los bosques sombríos, las frescas fuentes, la mansa brisa, todos esos lugares comunes de la naturaleza se han hecho para los hombres menos vulgares. Los tratamientos, las cruces, los títulos, las ceremonias, la apoteosis, todas las distinciones se han hecho para el vulgo. Cualquiera sirve para rey; casi nadie para solitario.
Clarín, Solos de Clarín.

Tuve la precaución, antes de salir de casa, de desconectar el móvil. Pese a las advertencias de algunos amigos y conocidos. Es una temeridad —me dicen— lo de ir a caminar solo y sin avisar a nadie de por dónde voy a moverme. Últimamente hago este tipo de escapadas con cierta regularidad. Provisto de una pequeña mochila, un bocadillo, algo de fruta, un espray y una botella de agua, me lanzo a recorrer caminos de montaña. Prefiero las sendas y caminos por donde no transiten ni las cabras. Ni los cabreros. Siempre he pensado —dando la razón a deudos y parientes— que si me diera un desmayo o me rompiera una pierna por alguno de aquellos parajes, no sobreviviría más allá de dos o tres días. No me parece excesivo tan poco tiempo de sufrimiento para dejar este mundo. Es asumible. Además, no podría hacer otra cosa sino esperar. Ni, tal vez, me apeteciera.

No había salido de casa durante todas las vacaciones de Navidad. Me olvidé del viejo consejo délfico: nada en demasía. Olvidado que fue el precepto, y sin otra perspectiva ni compañía, pasé días y días entre libros y libretas. Hasta que no pude más. Una tarde, agotado, los dejé y me lancé a la calle cuando ya estaba anocheciendo. Debía descansar. Me levanté pues al día siguiente, ya en los inicios del año nuevo, dispuesto a marcharme a donde fuera. Llené la mochila, y me encaminé a la estación. Todavía era de noche. No me apetecía conducir. Nunca me apetece. Como siempre, saqué un billete de largo recorrido para bajarme del tren donde me pareciera bien. Lo hice en cuanto vi, amaneciendo, que no lejos de la estación, ni recuerdo el nombre del pueblo, había una buena y apetecible montaña. Hacia ella me dirigí.

Tardé algún tiempo en dar con algunas señales, nombres grabados sobre maderas en forma de flechas, mirando al cielo. Indicaban también la distancia entre poblaciones. Un detalle. Una vez localizados, saqué un espray de la mochila y dibujé varios signos sobre unas piedras. Sabría así por dónde regresar. Caí entonces en la cuenta de que no había preguntado a nadie a qué hora salía el tren para la ciudad. Volví sobre mis pasos. Pregunté en la estación. El último tren pasaba a las ocho de la noche. Tenía todo un día por delante. Otra persona me informó, sin decirle yo nada, de la existencia de un camino, sin muchas dificultades, que llevaba a la próxima población, unos dieciséis kilómetros de caminata. Me indicó cómo llegar a él. Me puse en camino tras asegurarme de que podría comer en aquella población. Hay un buen restaurante —me dijo la misma persona.

Me gusta salir a caminar en invierno porque me siento, allá donde vaya, más acompañado que en verano. No es una tontería. El gorro de lana me lo hizo mi madre.

Me mostró la dirección a seguir. Era la que había tomado yo anteriormente. Llegado de nuevo a las señales, la flecha de madera indicaba un par de kilómetros más de los sostenidos por mi espontáneo informante. Aun así tenía tiempo de sobras para ir y volver. Y muchas ganas de caminar. Hacía frío. Había salido bien equipado: llevaba un gorro de lana y un par de guantes, amén de una camiseta térmica y un buen anorak a prueba de tormentas. Y, por supuesto, iba calzado con unas formidables botas.

Me gusta salir a caminar en invierno porque me siento, allá donde vaya, más acompañado que en verano. No es una tontería. El gorro de lana me lo hizo mi madre. Debe de tener unos cuarenta años de edad, semana arriba, semana abajo. Los guantes fueron un regalo de una persona que me fue muy querida mientras permaneció en este mundo. Son algo más jóvenes que el gorro. De ambas personas también conservo un par de jerséis. Una lo hizo, y la otra lo compró. Rara vez me visto con esas prendas: me da pánico ensuciarlas o estropearlas. Sería una pérdida irreemplazable. No obstante, a veces, cuando me muevo por la ciudad, llevo uno u otro. Para mí jamás pasan de moda. Nunca me los pongo cuando voy a comer fuera, a cualquier bar o restaurante.

El sol comenzaba a asomarse por entre las ramas de los altos pinos. Había amanecido hacía poco. Fue un amanecer como otro cualquiera, sin nada especial. Auguraba, no obstante, un espléndido día. Seguramente, a no tardar mucho, debería comenzar a despojarme de ropa. Caminaba a buen ritmo por un camino en pendiente. Iba ascendiendo hacia la montaña. En algún momento, imaginé, debería descender, salvo que la población estuviera en la parte más alta de la montaña. Me pareció un tanto improbable. Los pinos y las revueltas del camino me impedían averiguarlo. Nadie pasaba por allí, además. El silencio era total. Maravilloso. La tierra del camino, ancho y capaz, tenía un color rojizo, propio del barro o del rodeno. Éste, sin embargo, no abundaba mucho. Y no había charcos ni agua por ninguna parte. A mi izquierda o a mi derecha, conforme avanzaba, aparecían campos trabajados, labrados. Solitarios. En otros crecían las hierbas. Campos de almendros y olivos. Por las laderas de las montañas se elevaban altos pinos. Hierbas y florecillas crecían por doquier. Olía muy bien.

Pese al sol en ningún momento me molestó el gorro de lana ni los guantes. Lo agradecí.

Caminaba a buen ritmo. Y pese al sol en ningún momento me molestó el gorro de lana ni los guantes. Lo agradecí. No tengo ropa de verano con la cual sentirme acompañado. Hace tiempo tenía un mechero de mi padre. Dejé de fumar a los pocos años de haberme iniciado en el tabaco. Me costó dejar el vicio, pero lo conseguí. El mechero debe de estar en el fondo de algún cajón.

Hace años también comencé a ser capaz de comer sin mancharme las camisas o los jerséis. Tenía, y tengo, cierta predisposición a levantarme de la mesa con un par de lamparones, máxime si me sirven lechuga o ensalada. Una vez me invitaron a participar en un simposio. Duró una semana. Coincidí, en repetidas ocasiones, con un viejo profesor, y con su mujer. En uno de los restaurantes donde podíamos ir a comer, pues en ellos pagaba la organización. Sentados frente a mí, pero en otra mesa, en todas las ocasiones, la mujer se manchó sus vestidos como si le hubieran arrojado parte de la comida en la pechera. Yo tengo tendencia a sentarme muy separado de la mesa. No sé por qué. La mujer del viejo profesor en ningún momento pareció molesta. Me llamó la atención.

Al cabo de unas tres horas de andadura, el camino comenzó a descender. Al fondo, a lo lejos, apareció el campanario de la iglesia del pueblo. Era un campanario moderno. A sus pies imaginé una iglesia de poco o escaso valor. Seguramente tampoco habría museos ni lugares en los cuales distraer el tiempo hasta la hora de comer. No obstante habría calles y plazas. Y afueras. Siempre suelen ser agradables de visitar.

El camino, poco después de descender, se bifurcaba. No había ninguna indicación. Saqué el espray e hice varios signos sobre una piedra al comienzo de la bifurcación. Me adentré por ella. No se distinguía en nada del camino seguido hasta ese momento. A lo lejos, en la linde de un campo, apareció una casa, más bien un refugio, en ruinas. Me acerqué. Las paredes estaban repletas de yedra, el tejado en el suelo, y las estancias, dos nada más, llenas de yerbajos y de desechos del techo: tejas y maderas diversas caídas por aquí y por allá. No entré: tuve miedo de que algunas de aquellas maderas conservaran sus clavos herrumbrosos, y de herirme con alguno de ellos. Mis botas son buenas, fuertes y resistentes pero, como dijo alguien, evita la ocasión y evitarás el peligro. Seguí caminando por la senda. Al fondo se veían las altas montañas llenas de pinos. Una liebre, en un momento determinado, pasó por mi lado dando unos saltos formidables. En menos de un segundo desapareció de mi vista. Me pareció imposible cazar a un animal tan ágil y veloz. Pero claro, el cazador cuenta con perros, con escopeta, y con unos cartuchos cuyo plomo se disgrega en un amplio abanico.

Me ofrecieron un plato de cocido bien caliente con todos sus aditamentos: carne, patatas, carlota, garbanzos y hasta un trozo de cardo. Me levantó los ánimos.

Volví sobre mis pasos en busca de mis señales. Las encontré al cabo de un tiempo. Comencé a descender hacia el pueblo. Hacía mucho frío. Nadie por las calles. La iglesia, sin mucho valor, al menos exteriormente, estaba cerrada. Y ni había museos ni nada que visitar. Di un par de vueltas por las calles, salí a las afueras, volví sobre mis pasos, y me metí en el restaurante. Era pronto. Estaba vacío. Comí solo y en silencio. Me ofrecieron un plato de cocido bien caliente con todos sus aditamentos: carne, patatas, carlota, garbanzos y hasta un trozo de cardo. Me levantó los ánimos. Demoré la comida cuanto pude. Es una delicia comer lentamente y en silencio.

Cuando salí, dispuesto a volver al camino, una pareja joven, delante del restaurante, estaba teniendo una fuerte discusión. Se cruzaron gruesas palabras. Como consecuencia de ellas cada uno, gritando, tiró por su lado. Me acordé de Clarín: el matrimonio se celebra al revés. Debería dejarse para el último día de la vida, como el saber si uno ha sido feliz o no —añadido mío—, y previa declaración de los contrayentes, a fin de determinar si lo suyo fue un matrimonio o un infierno.

Me puse el gorro y los guantes. Hacía mucho frío. Y no tardaría en anochecer. El dichoso cambio horario. Llevaba también una linterna. No me hizo falta. Caminando sin pausas y sin prisas, contemplando el ocaso, cuando los pinos me dejaban, llegué a la estación mucho antes de lo previsto. La sala de espera era gélida y fea. Me fui a caminar por el pueblo. Cuando faltaba poco para la llegada del tren regresé a la estación. Luego me arrellané en un cómodo asiento, me despojé de gorro, guantes y anorak, y me puse a leer. Preparándome para la tarea del día siguiente. Esta había sido una buena jornada. Ningún mensaje en el móvil.

Vicente Adelantado Soriano
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