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Pasos

jueves 1 de junio de 2023
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Pasos, por Vicente Adelantado Soriano
Me gusta caminar por donde nadie pueda interrumpir mis pensamientos. El silencio siempre me resulta gratificante.
Toda la noche caminando.
Anduvo vacío y sin sangre
por los montes todos los rumbos,
todas las flores por los valles,
por los prados todas las hierbas,
todas las hojas por los árboles.
Gerardo Diego, Ángel de Rocío.

Me guardé muy bien, cuando me preguntaron amigos y compañeros cómo y dónde había pasado las vacaciones, de nombrar mis escapadas solitarias por montes, valles y ríos. No tengo ningunas ganas de morirme, por supuesto. Pero cada día me atraen más y más estas escapadas en solitario. Para mis conocidos supone un potencial peligro el que salga solo, y sin indicar a nadie por dónde voy. Tienen razón. No obstante, aquí estoy. De nuevo en el camino.

Me gusta caminar por donde nadie pueda interrumpir mis pensamientos. El silencio siempre me resulta gratificante.

—Es la ventaja de hacerse mayor —me dijo un hombre en el tren—. Te quitas los audífonos —se los quitó mientras me lo decía— y el mundo deja de existir. Los ruidos por lo menos.

No le dije nada: intuí que también mi voz tendría la consideración de ruido. Si llegaba a oírla.

Y ciertamente, varios asientos más allá, una pareja de personas estaba teniendo una animada conversación. Con un tono de voz situado en los antípodas del susurro. En una de las paradas, donde no me apeteció bajar del tren, lo hizo el señor de los audífonos. Se disculpó en cuanto se levantó para coger su breve maleta:

—No se lo tome como una grosería —me dijo tendiéndome la mano—. Es que no soporto las voces ni los gritos.

—No me lo he tomado a mal. Ni mucho menos —respondí apretando su mano—. Feliz viaje.

Nos despedimos.

A la mínima dificultad, me vuelvo por donde he llegado. Es difícil, por lo tanto, que me caiga o me suceda cualquier desgracia.

Fue aquella la única conversación que mantuve durante tres o cuatro días. No se puede llamar conversación a la petición del menú en un restaurante. Tengo suerte con estos establecimientos: casi siempre están vacíos. Tal como los caminos por donde transito. Me gustan solitarios y sin dificultades. Salgo a caminar porque me gusta. No tengo ninguna pretensión. Ni de senderista ni, mucho menos, de escalador. A la mínima dificultad, me vuelvo por donde he llegado. Es difícil, por lo tanto, que me caiga o me suceda cualquier desgracia. Por supuesto, me puede dar un desmayo o puedo sufrir un ataque al corazón en algún inhóspito lugar. Pero si uno piensa en todos los riesgos que conlleva la más mínima acción, seguramente ni se movería de casa. Y aun allí estaría en peligro: tal vez un vecino pueda intentar suicidarse abriendo la cocina de gas. Y si alguien enciende un cigarrillo en esos momentos, ya estamos el resto de la comunidad volando por los aires con el buen suicida.

Por eso mismo me hicieron gracia, cierta vez, los argumentos de un conocido sobre las ventajas de tener un hospital cerca de casa. Un día, en una charla informal sobre el desprecio de la ciudad y la alabanza de la aldea, oí a una persona hacer todo lo contrario: para él era mucho mejor vivir en la ciudad que en el pueblo. Justificaba su preferencia de una forma muy sencilla: del pueblo al hospital más cercano, en caso de cualquier urgencia, tenía una hora y pico de camino, en coche o en la ambulancia. De su casa, en la ciudad, al ambulatorio lo separaban cinco minutos yendo a pie. Igual distancia temporal tenía al hospital más cercano.

—Pero no nos pongamos en lo peor —dijo—. La ciudad —siguió con entusiasmo— está llena de cines, de bares, de restaurantes, de librerías, de grandes supermercados… En el pueblo no hay nada de esto. Si me hace falta algo un poco especial, me veo obligado a coger el coche o el tren, si lo hay… No, no —concluyó— es más práctico vivir en la ciudad.

No intervine en la conversación: no me gusta polemizar. Es una de las tantas tareas inútiles de esta vida. Me callé pensando que es una tontería vivir en la ciudad por la proximidad de las librerías y de los hospitales. Tal excusa encierra, pensé, un enorme miedo a la muerte. Y de ésta no se escapan ni pueblerinos ni ciudadanos. ¿Qué más da morir en un bancal, sin ayuda de nadie, que hacerlo en un frío hospital en tanto van y vienen enfermeras y médicos? Yo prefiero el bancal. Caer en medio de unos hierbajos teniendo el ancho cielo sobre mi cabeza. Tal vez viendo algún caracol, o una hormiga, moviéndose lentamente por allí.

Soy una persona de costumbres, y me he acostumbrado mucho a mi casa.

Por lo demás, con una buena televisión ya no hacen falta los cines. Y los libros se pueden conseguir por Internet. Todo eso le podía haber dicho a aquel conocido. Pero me callé. Entre otras cosas porque no estoy dispuesto a irme a vivir a ningún pueblo. Tampoco me iría a vivir a una gran ciudad como París o Londres, pongamos por caso. Soy una persona de costumbres, y me he acostumbrado mucho a mi casa. Estoy muy bien en ella. No es una maravilla, ni es la casa ideal. Pero es la mía. Otras muchas personas pensarán lo mismo de las suyas. Como dijo no recuerdo quién, cada uno defiende su patria no porque sea la mejor sino porque es la suya.

Posiblemente, pues, y teniendo en cuenta que vivo solo, si hubiese edificado mi vida en un pueblo no me movería de él. Los ladrillos de una casa no serían diferentes a los de otra. Y tendría la ventaja, eso sí, de contar con infinidad de caminos de montaña para mis paseos solitarios. Ahora bien, viviendo en la capital como vivo, tengo que reconocer que es un verdadero placer ir a la estación, subir a cualquier tren, y bajarme donde me apetece. A ser posible sin ver a nadie. Me gustan las estaciones de trenes y la soledad. Y como no llevo audífonos, camino solo y en silencio.

Estos días pasados estuve viendo un programa en la televisión. Me gustó. Contaba las andanzas de dos vulcanólogos, Katia y Maurice Krafft. Si no recuerdo mal, en una entrevista, Maurice vino a decir que prefería los volcanes a las personas: éstas —explicó— son excesivamente egoístas, necias, perversas y malvadas. O indiferentes. No le gustaba la compañía de sus semejantes. Yo tampoco me vuelvo loco por ella. El hombre, al parecer, se encontraba mucho mejor con Katia junto a los peligrosos volcanes. Me puso los pelos de punta verlos a ambos acercarse al cráter en el momento de la erupción. Lo hicieron en repetidas ocasiones. El peligro era evidente. Maurice, además, quería navegar, no sé con qué medio, y si eso es posible, por la lava de un volcán. Katia se negó en redondo. Aun así, perecieron los dos engullidos por un volcán. Sí, tal vez sea cierto aquello de que quien ama el peligro perecerá en él. Pero no es eso lo importante. Lo importante es si ambos fueron felices o no mientras pudieron hacer lo que más deseaban: estar lejos de los hombres y cerca de los volcanes. Yo lo soy caminando por sendas y caminos solitarios, y entrando a comer en restaurantes donde nadie me conoce y nadie me da conversación.

Alejarse de la civilización no supone menospreciar o despreciar a nadie.

Viendo el documental me quedó claro algo de sobras conocido: alejarse de la civilización no supone menospreciar o despreciar a nadie. Gracias a Katia y Maurice se salvaron muchas personas: avisaron de la peligrosidad de un volcán en Filipinas. Dieron la voz de alarma, y se desalojaron varias ciudades, creo recordar. Con ello me vinieron a la memoria algunas cosas de mi juventud.

El gran problema del hombre es el tiempo. Leí un par de libros de este autor, pero no entendí nada, y lo dejé. No obstante, se me quedó grabada aquella frase. Era, según el profesor de filosofía, de Kant. Volví a recordarla viendo el documental. De haber sabido, por ejemplo, los habitantes de Pompeya, cuanto se les venía encima, también hubieran podido evacuar la ciudad y ponerse a salvo. Por desgracia no estaba allí esta pareja de vulcanólogos, Katia y Maurice.

Una variante de la frase de Kant la oí muy a menudo, de pequeño, en mi casa: “Si las cosas se supieran, nada se haría mal”. Era una frase optimista. Con ella se trataba de paliar la triste situación del momento. Y sí, tenía razón Kant: el problema del hombre es el tiempo. Pues yo, ahora, en mi situación, hubiera podido remediar aquella triste situación. Pero entonces nada pude hacer. Y tuvieron que pasar muchos años para poder ir por sendas y caminos sin necesidad de molestar a nadie, ni precisar la compañía de nadie. Alguien, no obstante, dijo que no es bueno que el hombre esté solo. Tampoco es malo. Y como estamos dotados de libre albedrío, escoja cada cual aquello que mejor le cuadre.

Vicente Adelantado Soriano
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