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Imperium

jueves 31 de agosto de 2023
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Imperium, por Vicente Adelantado Soriano
El poder lleva muy mal la pérdida de prerrogativas.
No pueden ejercer bien el mando, como afirma Platón, quienes anteriormente no han servido con rectitud.1
Plutarco, Obras morales y de costumbres.

—No es mi intención —le dije nada más verlo— hablarte de política, o de las elecciones que hemos pasado recientemente aquí en Hispania.

—Puedes hablar de lo que quieras —me contestó—. No tengo prejuicios al respecto. Siempre y cuando —añadió sonriendo— la conversación sea mínimamente inteligente.

—Difícil me lo pones: puedo hablar de política, nada más fácil; ahora, que la conversación sea inteligente tal vez sea pedir peras al olmo.

—Bueno. Habla y que los dioses decidan. Al fin y al cabo, tampoco soy yo quién para juzgarte.

Tras la cena paso largas horas leyendo. Es una maravilla: hay un gran silencio.

—Estos días —comencé a explicarle—, entre las venidas a Itálica y las vueltas a Sevilla, he leído mucho. Creo, sin ánimo de fantasear, que he visto lo más importante de la ciudad. El hotel, además, es muy confortable. Así que tras la cena paso largas horas leyendo. Es una maravilla: hay un gran silencio. Y nadie me molesta.

—Me alegro. ¿Y qué estás leyendo?

—Poco antes de salir de casa, me pasé por la librería. Soy cliente de casi toda la vida.

—La fidelidad está muy bien.

—En esta librería hay una mesa enorme. Allí se exponen libros que han sido descatalogados. Los venden a precios risibles.

—¿Y son buenos, valen la pena?

—Buenos, no, magníficos. Así conseguí muchas obras de Luciano el Samósata, Cicerón, Ovidio…, bilingües, además, y, últimamente, una buena colección de historias sobre Grecia y Roma.

—Pues se os debería caer la cara de vergüenza…

—Un profesor me decía que le entraban ganas de llorar cuando veía esos libros, muy buenos, con traducciones excelentes, con prólogos inmejorables, muy bien encuadernados, además, vendidos a precios de ganga. Los autores, desconocidos la mayoría, no son unos ignorantes: saben perfectamente de lo que hablan.

—Pues —repitió con cara de pena— debería resultaros doblemente vergonzoso.

—Si te contara la cantidad de cursillos que he visto anulados, en la universidad, por falta de personal. Y se necesitaban diez personas para activarlos: derecho romano, escultura griega, transmisión cultural de la Ilíada, urbanismo romano… Infinidad de cursillos. Al final, hartos, dejaron de convocarlos. Y eso que los ponentes se ofrecieron a darlos gratuitamente.

—Vergonzoso —repitió irritado.

—No es que quiera justificarme, pero yo no me enteré de la existencia de esos libros, sobre Grecia y Roma, cuando se editaron. Te aseguro que me los hubiera comprado. La editorial me merece toda la confianza del mundo, y las encuadernaciones están muy bien. Pero no conozco a ninguno de los autores. Es lo de menos: no me han defraudado. Ni uno solo. Y una vez más me he alegrado muchísimo de que haya tanta gente dedicada a estudiar, a escribir y a investigar. Los libros no tienen desperdicio.

—Bueno, por lo menos te han servido a ti.

—Sí. Me los llevé, como vulgarmente se dice, a puñados. Y los he leído con verdadera fruición.

—¿Tantos había? ¡Por Júpiter! Háblame de alguno. Dime de qué tratan.

—Hay sobre muchos temas. Pero me he mostrado especialmente sensible hacia aquellos que han tocado la posible locura o imbecilidad de Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón, por poner unos cuantos ejemplos.

—Recuerda lo que ya dije en mis Meditaciones, como lo han traducido por ahí: todo es opinión.

Me llamó la atención la actitud de los senadores cuando los Graco intentaron una reforma agraria.

—Sí. Lo recuerdo. Ya me llamó la atención la actitud de los senadores cuando los Graco intentaron una reforma agraria, y fueron masacrados por estos mismos.

—El poder lleva muy mal la pérdida de prerrogativas. Los Graco intentaron hacer una sociedad más justa, más equitativa, pero chocaron con los poderosos. Y con sus tierras y sus esclavos. Sus negros intereses. No querían compartirlos con nadie, por supuesto. Y los mataron. Es la mejor forma de tener razón.

—Uno de los asesinos era tío del asesinado, Tiberio Graco. Muerto a golpes, con los sillones arrancados del senado, y arrojado su cadáver al Tíber. Y su justificación fue el paradigma de… no sé cómo llamarlo, digamos una truculenta demagogia: “Pongo los intereses de la patria —dijo voceando— por encima de los de la familia”.

—Vergonzoso. La patria, como siempre, eran sus intereses. No obstante, y pese a todo, la situación del senado no podía durar: no se podía estar luchando toda la vida en busca de una infinita ampliación del limes… Además, demasiados privilegios en manos de unos pocos.

—Ahí estamos. Con Augusto, pese a las apariencias, el senado apenas si era relevante. Pero con Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón fue cosa de risa. Por no hablar de Adriano y su negativa a extender las fronteras.

—Era lógico. Muchas de las guerras eran de contención. No se conseguían ni tierras ni esclavos. Eran guerras inútiles, si es que hay alguna que sea útil.

—Era yo un joven de veinte años —le conté encaminándonos una vez más al anfiteatro mandado edificar por Adriano— cuando, por casualidad, si ésta existe, entré en un teatro. Vi Calígula, de Albert Camus. Una representación magnífica. Que me despertó las simpatías por el emperador.

—Denigrado por el senado porque él, a su vez, denigró a los senadores. Tuvo la feliz ocurrencia de nombrar senador a su caballo Incítator. Al que añadió poco después a su tío Claudio, la sombra de un hombre, como lo llamaba su propia madre. Y un imbécil según toda la familia y muchos senadores. No obstante, fue más útil la labor de Claudio que la de la inútil aristocracia. Ésta no hacía sino comer de la sopa boba.

—Aun así conservaba buena parte del poder…

—Por eso mismo Calígula se equivocó. Hay muchas formas de hacer las cosas. Podía haber sido más sutil, como lo fue Augusto, y no haber llegado a las barbaridades que llegó. Nombrar senador a un caballo fue una broma sangrante…

—¿Verdaderamente estaba loco? ¿No es esa la visión interesada que nos han transmitido los senadores, sus enemigos? No deja de ser curioso que, a partir de Tiberio, todos estuvieran locos, o fueran borrachos, incestuosos, y tuvieran todos los defectos habidos y por haber.

—Tal vez lo estuviera. Pero también gozó de una gran visión. Murió asesinado a los veintinueve años. Y antes hizo muchas cosas por sanear la hacienda, el ejército y el imperio. Pero humilló en demasía a demasiada gente. Y no hacía falta. Era totalmente innecesario.

—Sea como fuere, lo que me han enseñado estos libros, adquiridos como gangas, y que están muy bien, es a no fiarme de la historia. O mejor dicho, a confirmar lo que ya sabía de alguna forma. Ya me desencanté con Tito Livio. Más le hubiera valido a éste seguir la estela de Tucídides. Pero no: se decantó por contar glorias, supuestas grandezas y mentiras sobre la madre patria. Escipión era una baúl de virtudes y Aníbal muy malo y enrevesado… Y los senadores, como dijo alguien, en vida del emperador escribían con miedo y halagaban y baboseaban, y tras su muerte, con odio. No se puedo uno fiar de su testimonio. Tan falso como la Historia augusta. El mejor ejemplo lo tenemos en Séneca, alabando a Claudio hasta la más vil de las bajezas, y escribiendo una cruel burla, Apocolocyntosis divi Claudii, La conversión en calabaza del divino Claudio, una vez muerto.

El gobernado se cree superior al gobernante, y a veces, muy a menudo, lo es.

—La historia siempre es una y la misma —dijo Marco Aurelio con los ojos fijos en el infinito—. El gobernado se cree superior al gobernante, y a veces, muy a menudo, lo es. De forma que a este último no le queda sino el recurso de siempre: la violencia. No tiene argumentos. Insulto, descalificación y violencia. Ese, como sabes, es uno de los grandes temas de la Ilíada. Aquiles se niega a reconocer la valía de Agamenón, un jefe cobarde, injusto y necio, al que desprecia. En tiempos modernos, Aquiles hubiera sido fusilado por negarse a luchar. Por mucho que argumente que a él los troyanos no le han hecho nada, y no tiene ningún motivo para luchar contra ellos. Como no los tenían la mayoría de los conquistadores, Hernán Cortés, Pizarro… ni un alemán para matar a un francés, y viceversa. Intereses de los senadores. Hay que andarse con pies de plomo con ellos. Y no excitarlos.

—De ahí la importancia, también —le dije—, de controlar el ejército. Es la última razón del Estado. Luego vendrá la historia y contará lo que querrá poniendo perifollos por aquí y por allá. Y la única verdad son los millones y millones de muertos en guerras injustas. No hay ni una que sea justa. Ni una. Aquiles, el de pies ligeros, es una figura a tener muy en cuenta.

—Sí que lo es —concluyó el emperador—. Además, la Ilíada, si la lees con atención, verás que es una obra pacifista. Está en contra de la guerra. Pero lecturas interesadas han hecho creer todo lo contrario. Basten dos ejemplos:

Insociable, impío y apátrida es todo aquel
que la escalofriante guerra intestina desea.2


Pues ni aun de noche es vergonzoso huir del desastre;
que es mejor evitar huyendo la ruina que ser apresado.3

—Tengo que volver a leer a Homero. Y hacerlo cuidadosamente.

—Léelo en griego. Creo que podrás hacerlo.

—Lo intentaré. Me vendrá bien.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Plutarco, Obras morales y de costumbres, X. Consejos políticos. Editorial Gredos, Madrid, 2003. Traducción de Carlos Alcalde Martín.
  2. Homero, Ilíada, IX, 63. Traducción de F. Javier Pérez.
  3. Homero, Ilíada, XIV, 80. Traducción de F. Javier Pérez.
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