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El contexto

jueves 12 de octubre de 2023
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El contexto, por Vicente Adelantado Soriano
Me quité el gorro y dejé que la nieve cayera sobre mi cabeza. Luego la sacudí, me puse el gorro y seguí caminando. Contento y feliz. ¿Qué más se puede pedir? La presencia de un amigo y un plato de caliente.
Lo cierto es que quien pueda hablar consigo mismo no buscará conversación con otro.1
Cicerón, Tusculanas.

Era sábado. Había tenido la precaución de llenar la nevera la tarde anterior, pues intuía que me apetecería mucho salir a caminar al día siguiente. Así fue. Me levanté muy pronto. Todavía era de noche. Pese al frío, me duché rápidamente, desayuné, y salí de casa. También me había dejado preparada la mochila. Llevaba más de lo necesario.

En la estación apenas había movimiento. Varias personas con maletas o mochilas más bien pequeñas, una pareja de policías con cara de aburridos, y poco más. Una máquina roja me entregó, previo pago, un billete de cercanías. Me subí al tren. Tuve todo el vagón para mí. Estaba puesta la calefacción. Me quité el anorak, saqué mi breve libreta y consulté el recorrido. Durante el último viaje marqué, con una equis, el nombre de un pueblo. Vistas las montañas, desde la ventanilla del tren, me pareció aquel un lugar atractivo. No estaba muy lejos. Decidí apearme en él.

La excusa. Tenía necesidad de silencio para reflexionar sobre un par de libros. Varias frases, o planteamientos, de los mismos, me habían hecho centrarme en una única cuestión. Pero ésta, a su vez, daba pie a nuevos interrogantes y respuestas más o menos acertadas. Cuando tengo algún problema de este tipo, o de otro, necesito caminar. No voy pensando en un problema determinado. La preocupación va y viene. Pero las caminatas me ayudan a solucionar las cosas. O a convivir con ellas.

De haber nacido en la Grecia clásica hubiese sido discípulo de Aristóteles. No porque conozca su filosofía a la perfección, que no la conozco, sino por los paseos, por peripatear, aprender caminando. Más saludable es hacerlo así que en una clase. Estar sentado durante horas y horas me cansa enormemente. Además, rara vez tomo notas. Prefiero ejercitar la memoria. Tan denostada por algunos necios no hace mucho. Sin memoria seríamos incapaces de leer, entre otras cosas. Por supuesto no todo se debe memorizar. Pero hay cosas imprescindibles. No hace falta decirlo.

Sabía que en ninguno de los pueblos de los alrededores había bares o restaurantes. El problema de la España vaciada.

El cambio de temperatura entre el vagón del tren y la solitaria estación del pueblo me produjo más de un escalofrío. Sabía el horario de regreso. Por lo tanto me puse a caminar enseguida. Necesitaba entrar en calor. Muy bien abrigado. También sabía que en ninguno de los pueblos de los alrededores había bares o restaurantes. El problema de la España vaciada. Debería volver allí si quería comer de caliente. Lo intentaría. No obstante, llevaba comida de sobras en la mochila. Podía comer en medio del campo. No se esperaban ni lluvias ni nevadas. Frío sí, desde luego.

El problema eran mis manos. Pese a los guantes, tenía los dedos helados. Se me ocurrió pensar que tal vez fuera una reacción contra la vacuna, puesta no hacía mucho en el ambulatorio. A los chicos antivacuna seguramente les encantaría que se me cayera el brazo o me salieran tentáculos en los dedos, o se me hinchara la cabeza hasta parecer un monstruo. Eso me llevó a recordar lo fácil que es manipular a la gente, máxime dominando todos los medios de comunicación. Difícil escapar de ellos, como es muy difícil escapar del contexto. Una persona, por ejemplo, metida en una secta, o en un partido político, oyendo todos los días lo mismo, falsedades, medias verdades y otras cosas por el estilo, dichas, además, con entusiasmo, puede llegar a dar por verdad indiscutible, y, de hecho así es, todo cuanto oye a sus líderes. No hay más.

Me acordé de la niña que repartía los panfletos amarillos. Vi una marcha de cinco o seis personas, con camisetas amarillas y una pancarta amarilla, por la calle Sierpes, en Sevilla. Anunciaban, con panfletos, repartidos por la niña, y en la pancarta, todo tipo de enfermedades a quien tuviera la osadía de vacunarse: cáncer, infartos, caída del cabello y no sé cuántas cosas terroríficas más. Pese a su paso de semana santa, la gente no les hacía ni caso. La niña apenas si entregó un par de panfletos. Me dio pena la criatura.

El poder sabe cuán cómodo es, para el común de los mortales, dejarse llevar por cuanto oye sin ponerlo en solfa. A veces por falta de tiempo, a veces por pereza, y siempre por comodidad. Tampoco hace falta doctorarse en ciencias exactas, por ejemplo, para desenmascarar ciertos mensajes o aseveraciones. Recuerdo que cuando estalló la absurda polémica por el asunto de la vacuna, durante la pandemia, los periódicos y las televisiones, jugando un necio y estúpido papel, le dieron la palabra a quienes menos sabían de este y de otros muchos asuntos. Aunque hablaban todos como si fueran doctores en ambos derechos y en todas las ciencias. Yo me hice con un libro sobre la historia de la vacuna. Rompí el contexto. Me vacuné siendo consciente de cuanto hacía. Ni se me cayó ningún brazo, ni me brotaron apéndices. Eso sí, gracias a los dioses, he llegado a quedarme calvo.

Como Nietzsche, doy gracias a Zeus por no tener que ocuparme todos los días del Imperio romano.

No es fácil hallar soluciones en otras ocasiones. Como Nietzsche, doy gracias a Zeus por no tener que ocuparme todos los días del Imperio romano. Lo cual no me impide hacer preguntas. Desconozco, por ejemplo, el origen de la guerra de Ucrania. ¿Por qué ha estallado? ¿Porque Putin, como dicen algunos, se cree el zar Nicolás? No me lo creo. Todas las noticias, además, siempre se decantan por Ucrania. No explican la posición de Rusia, o lo hacen de una forma harto sospechosa.

Estaba amaneciendo. Cada vez hacía más frío. No podía ponerme más ropa encima. El camino no tenía ninguna dificultad. Las consabidas piedras sueltas. Y el absurdo temor a caerme. No era un temor real, sino impuesto por todos aquellos que me acusaban de loco por hacer tamañas excursiones yo solo. Tal vez si me caía no podría levantarme sin la ayuda de alguien. Ese alguien ya no estaba. Tampoco hubiera podido levantarme… Expulsé tan negativos pensamientos de la cabeza. Y me acordé entonces de la alegría de algunas personas cuando ejecutaron al matrimonio Rosenberg en la silla eléctrica allá por el año de 1953. Acusados de pasar información a los rusos. Al parecer, políticos, prensa y, por supuesto, el poder, se lanzaron a acusarlos sin mostrar pruebas, apelando a los más bajos sentimientos, como siempre. Y nada peor, en Estados Unidos, que espiar para los rusos, que ser comunista. Algunas personas se alegraron de la ejecución del matrimonio. Ayudaron a los comunistas y, por lo tanto, eran merecedores de la muerte. Cuanto más terrible, mejor.

Resultó luego que ni ella era culpable, ni los documentos filtrados por él eran tan importantes. Por desgracia, no los pudieron volver a la vida, como a Lázaro. Tal vez tampoco ellos hubieran querido regresar a tan miserable mundo. La necedad y la estupidez siguen imperando.

No deja nunca de sorprenderme lo fácil que resulta engendrar odio. Sacar a la gente a la calle vociferando y clamando por cuanto les han dicho que deben clamar y vociferar. Si una persona, desde pequeña, oye cualquier falsedad, acepta esa falsedad porque, a su vez, es aceptada por todos. Y nunca, o rara vez, la pondrá en entredicho. No se cuestionará la veracidad de la misma. Desde nuestro nacimiento estamos expuestos a opiniones tanto erradas como a otras más o menos acertadas.

Cuando veo u oigo a fanáticos defendiendo esta religión o aquella lengua, o la excelsa bondad del campanario de su pueblo, no puedo dejar de pensar que esa misma persona, nacida en otro lugar, defendería, con la misma simpleza, otra lengua, otra religión y otros campanarios o minaretes.

La ignorancia es el germen de todo fanatismo. Y no hace falta mucho para hacerlo crecer. Los dioses no regalan nada. Ni la universidad tampoco. Quod natura non dat, Salmantica non praestat. Todo tiene un precio. El de la comodidad es la ignorancia. Recordé al respecto, y empezaba a nevar pese a las predicciones de los meteorólogos, cuando dije que quería estudiar lenguas clásicas. Todo aquel que se preciaba o me sonreía con condescendencia o me perdonaba la vida. El calificativo más suave que me oí fue el de “estás loco”.

Ahora las lenguas, y los estudios en general, están en franca decadencia. Pero, ¿cuándo no lo han estado?

Me hubiera gustado en aquellos momentos, pese a las incomodidades, vivir en el Renacimiento. Tal vez en aquella época nadie hubiera considerado una locura estudiar latín y griego. Por supuesto, y al igual que ahora, mis estudios hubieran dependido de mi estado social. De no tener medios, podía haber optado por la solución de Erasmo: hacerme monje y luego abandonar el convento y dedicarme a mis libros. En estos tiempos, de haber sido mi padre profesor de griego, y mi madre de latín, pongamos por caso, hubieran estado justificados mis estudios. No era el caso. Mis padres no estudiaron nada. Ni en su vida leyeron un libro. Y ahora las lenguas, y los estudios en general, están en franca decadencia. Pero, ¿cuándo no lo han estado? Séneca ya se quejaba del pésimo funcionamiento de las escuelas en su época.

Mis conocidos, quienes se burlaban de mis aficiones, hubieran sido capaces de acabar con el Renacimiento. Ni hubiera surgido, si de ellos hubiese dependido. Pese a todo, yo seguí con mis estudios. Puse el tablón muy alto. No he llegado a nada.

Lo grave del asunto no es el desconocimiento de una lengua, aun siéndolo, sino cuando, por unas cosas o por otras, se llega a odiar a las personas, hasta el punto de considerarlas poco menos que animales, si hablan otra lengua distinta a la nuestra. Esclavizar a quienes no entendemos, o no creen en nuestros dioses, o tienen un color de piel que no es el políticamente correcto, es una salvajada. ¿Nadie se percató en Grecia y en Roma de que un esclavo o un negro es una persona como otra cualquiera? Tal vez a fuerza de tratarlos como bestias lograron que se comportaran como tales, es decir rebelándose a sangre y fuego. Las ideas recibidas son muy peligrosas. Y otras también.

Cada vez nevaba con más fuerza. Pero ya no hacía frío. Llevaba años sin ver nevar. La nieve me recordó mi infancia. Me detuve en medio del camino. Silencio total. Ni una luz humana. Ni un murmullo. Me quité el gorro y dejé que la nieve cayera sobre mi cabeza. Luego la sacudí, me puse el gorro y seguí caminando. Contento y feliz. ¿Qué más se puede pedir? La presencia de un amigo y un plato de caliente.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Cicerón, Tusculanas, IV, 117, Madrid, 2010. Traducción de Antonio López Fonsea.
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