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Viejos recuerdos

jueves 19 de octubre de 2023
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Viejos recuerdos, por Vicente Adelantado Soriano
Hay mucha diferencia entre fotografiar y dibujar. El tiempo es una de los elementos diferenciadores.
El equilibrio ideal entre el cariño y la razón es sentir y a la vez contener la añoranza.1
Séneca, Consolación a su madre Helvia.

Yendo por aquellos caminos, siempre en hora muy temprana y siempre solo, echaba de menos otros tiempos y otras circunstancias. El recuerdo aparecía teñido de tristeza y melancolía. Recordaba que, en otros viajes, caminando junto a un gran amigo, tuvimos frescas y divertidas conversaciones. Los caminos se hacían entonces más cortos. O mucho más largos cuando la compañía, muy de tarde en tarde, no era la adecuada. Para esto último está el olvido.

Al cabo de una hora de ir por aquel estrecho sendero, desconocido, como casi todos por los que transitaba últimamente, encontré el típico panel informativo apoyado sobre cuatro patas de hierro. Obra del ayuntamiento de la localidad. Se podía utilizar como mesa para comer o almorzar. Ilustraba, con grandes fotografías descoloridas, sobre la flora y fauna de montes y valles de los alrededores. Y de la existencia, no muy lejana, de un poblado ibérico. Señalaba el camino a tomar. En otro tiempo lo hubiera visitado. Máxime si iba con José Luis. Sabía, por experiencia, que todos estos poblados suelen estar en lo alto de las montañas. En lugares escarpados y de difícil acceso. De hecho de allí mismo arrancaba la empinada senda llena de piedras sueltas.

Los temores de quienes me instaban a no salir solo, por si me sucedía algo, hicieron mella en mí: no me atreví a acercarme al poblado. Había mucha piedra suelta y mucho matorral por el camino. Fácilmente podría resbalar y caer. Y la senda, estaba seguro de ello, comenzaría a girar a derecha e izquierda complicándose cada vez más la ascensión. Esa era una de las grandes defensas de nuestros antepasados. Fue un acierto por su parte, pues dejando de lado a viejos enemigos de la época, cuanto más dificultoso es el camino más a salvo están de inoportunos visitantes, de sus colillas, botellas de plástico, papeles varios y latas de refrescos. Aquel poblado tenía pinta de no albergar ninguna de estas maravillas de nuestra civilización. No me atreví a comprobarlo. Me alejé del camino con tristeza.

Comencé a visitar poblados ibéricos. Entonces era muy joven.

Haciendo caso a las recomendaciones de un viejo profesor, hacía de ello algunos cuantos años, muchos, comencé a visitar poblados ibéricos. Entonces era muy joven. En aquella época siempre iba, por regla general, con algún amigo o conocido. Pero se aburrían conmigo. Pues en cuanto llegábamos a la cima del poblado, me sentaba donde buenamente podía, sacaba mi bloc de dibujo y comenzaba a dibujar cuanto tenía ante mi vista.

—¿Por qué no te compras una cámara fotográfica? —me preguntaban una y otra vez—. En vez de estar aquí sentado durante una hora, en cinco minutos lo tienes todo fotografiado.

Tenían toda la razón del mundo. Pero hay mucha diferencia entre fotografiar y dibujar. El tiempo es una de los elementos diferenciadores. El dibujo me obligaba a quedarme más tiempo entre las ruinas de los poblados. Ese era mi deseo. Creía que así, de alguna forma, podría empaparme de la vida, muerte y sufrimientos de aquellas personas desaparecidas hacía milenios. Nunca lo lograba, por supuesto. Además, mis dibujos no valen nada: son todos muy malos, pésimos. No sé dibujar. Lo hago muy mal. En realidad aquellos garabatos eran una excusa para estar en aquellos desolados parajes durante horas y horas. Y eso sí, eso lo hacía a la perfección.

Al igual que cuando voy caminando, frente a aquellas viejas piedras, restos de casas o de murallas, no pensaba en nada. Sencillamente dejaba pasar el tiempo. Mucho tiempo. A veces me parecía oír el balido de las ovejas o de las cabras, y ver a un niño conduciéndolas por aquellos riscos. La madre, de cuclillas ante el hogar, preparaba la comida, y el padre, junto con otros familiares, estaría cazando, o tal vez trabajando algún pedazo de tierra acabado de desbrozar.

—Aquella —me dijo una vez un compañero de clase— debió de ser una vida muy dura.

—Sin duda —le repuse sin abandonar mi cuaderno—. Seguramente ninguno de estos habitantes cumpliría más allá de treinta años.

—¿Hay alguna necrópolis por aquí? —me preguntó medio asustado.

—No creo —le respondí sonriendo—. Yo también me lo he preguntado en más de una ocasión. Y sí, en algunos lugares han descubierto restos humanos en alguna cueva. Por aquí no se ve ninguna. Tal vez enterraran a los muertos en las mismas casas. A lo mejor excavando en ellas sale algo a la luz.

—Habría que pedir permisos y contar con algún presupuesto para hacer eso, ¿no?

—Supongo. Pero en estos poblados no viviría mucha gente. No debieron de estar muy habitados. Y en un momento determinado fueron abandonados todos.

—¿Se sabe la causa?

—Habrá estudios al respecto. Imagino. Los ignoro. No por falta de interés sino porque ya tengo suficiente con mis estudios. No puedo abarcarlo todo.

—Sí. Es cierto. A mí siempre me han dicho que quien mucho abarca, poco aprieta. Sin embargo, me acuerdo de Leonardo da Vinci, y de otros como él, y, de verdad, me entran unas envidias…

—Eran otros tiempos. Las ciencias se han especializado mucho. Dominar alguna hoy en día te cuesta toda una vida. Y ni aun así.

—Tú lo has dicho. Ni aun así. Llevamos toda la vida estudiando y no tenemos ni idea de nada. Bueno, sabemos leer. Algo es algo.

Nunca me metía prisa cuando me veía sacar el cuaderno y ponerme a hacer garabatos.

Aquel muchacho era una buena persona. No sé por qué, le gustaba venir conmigo. Y nunca me metía prisa cuando me veía sacar el cuaderno y ponerme a hacer garabatos. Visitamos juntos varios poblados ibéricos. Hasta el día en el cual me confesó que, por motivos de trabajo de su padre, se iban a vivir a otra ciudad, ya no recuerdo dónde. No se nos ocurrió intercambiar direcciones para escribirnos o números de teléfono. No he vuelto a saber de él.

Seguí recordándolo en tanto caminaba.

—La vida aquí —me dijo sentándose a mi lado en lo alto de un poblado— debió de ser muy dura. Con los vestidos y el calzado de aquel momento. Y el frío que pasarían en invierno.

—Dormirían todos juntos en la misma casa o choza, apretujados unos contra otros…

—Sin intimidad de ningún tipo…

—Sin intimidad. Eso es un lujo de los tiempos modernos.

—Y aun así —dijo sorprendido— procreaban…

—Si no lo hubieran hecho —respondí riendo de buena gana— no estaríamos nosotros aquí.

—No es bueno que el hombre esté solo.

—Tal vez quien dijo eso debería haber dicho que no es bueno que el hombre pase frío, ni solo ni en compañía.

—No digas esas cosas…

—No quería ofenderte.

—¿Moriría mucha gente de frío? Debe de ser una muerte horrible.

—Ya habían descubierto el fuego. Aunque Prometeo no visitaría estos poblados, seguro. Pero ya sabes: hay descubrimientos que se producen en varios lugares distintos o bien al mismo tiempo, o con pocos años de diferencia.

—Sí. Eso he oído en más de una ocasión. El fuego, el hierro, trabajar las pieles de los animales y transformarlas en vestidos… Tal vez todo ello se deba a que el hombre, sea de aquí o de allá, siempre tiene las mismas necesidades, y siempre da las mismas respuestas. O idénticas.

—Tal vez —le dije—. De ahí la persistencia de las guerras.

—Y el afán de investigar y de saber. La medicina está avanzando una barbaridad. Mi abuelo murió de cáncer de estómago… Hoy en día lo curarían.

—Y moriría de otra cosa…

—¿Por qué eres tan negativo? ¿Por qué siempre tienes que verlo todo desde el lado oscuro? Sí, claro que moriría de otra cosa. Pero seguramente sin sufrir ni padecer lo que sufrió y padeció.

—Tienes razón. Soy un necio. Perdóname.

Me dio la impresión de estar al borde del llanto. Éramos muy jóvenes en aquella época.

—No hay nada que perdonar. Mi padre —me confesó levantándose, de espaldas a mí, y contemplando las lejanas montañas y el amplio valle que se extendía bajo nuestros pies— quiere que sea abogado, como él. Yo quiero estudiar medicina. Quiero aplacar el dolor del hombre, dentro de mis posibilidades. Quiero ayudar, quiero ser útil…

Me dio la impresión de estar al borde del llanto. Éramos muy jóvenes en aquella época. Cerré el cuaderno y lo guardé en la mochila.

—¿Te puedo pedir un favor? —le pregunté poniéndome de pie a su lado.

—Claro. Por supuesto.

—Voy a subir a la ciudadela. No me acompañes. Déjame solo durante cinco o diez minutos. Espérame aquí o comienza a bajar, como quieras. Pero dame unos minutos para mí.

—Te espero. Tómate tu tiempo. Sin prisas.

Me llenó de emoción, mientras caminaba solo, recordar a aquel buen compañero a quien no he vuelto a ver nunca jamás. Era una buena persona. Y entonces, en memoria suya, como un pequeño homenaje a él y a José Luis, volví sobre mis pasos y busqué el camino del poblado.

—Como dice el amigo de Robin Hood cuando están los dos en prisión —me dije comenzando la dura ascensión—, si hay que morir, se muere.

Ni llevaba cámara fotográfica ni mi viejo y olvidado cuaderno de pésimos dibujos. No me importó. Al cabo de pocos minutos estaba ya en plena ascensión por un camino de cabras. Mirando siempre dónde ponía los pies entre las sueltas piedras.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Séneca, Consolación a su madre Helvia, 16, 1. Traducción de Juan Mariné Isidro. Editorial Gredos, Madrid, 1996.
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