
¿Qué mejor señal de mi ignorancia que diferir de los hombres sabios?
Platón, Hipias menor, 372c.
No hice caso de los pronósticos. Me repetí, por el contrario, una y otra vez, aquella consabida sentencia de Fortuna audaces iuuat, La fortuna ayuda a los audaces. No creí necesitar mucho de ella pues, al fin y al cabo, no me iba a ninguna polvorienta llanura a combatir contra algún héroe tan retórico como cargado de bronce. Sencillamente trataba, como hacía algunos fines de semana, de coger un tren, me encantan las estaciones y los trenes, e ir a cualquier pueblo bien provisto de montañas, sendas y caminos. Me había confeccionado, para ello, una larga lista de pueblos, no muy lejanos, adonde llegaba el tren. Conforme eliminaba uno, apuntaba dos o tres más junto con los horarios de ida y vuelta. Luego buscaba información a través de Internet.
Según mi lista le tocaba el turno a una población un tanto alejada. Además, el tren salía a una hora muy temprana. Eso no era ningún impedimento. Le añadía aliciente, por el contrario. Me dejé, pues, la mochila convenientemente preparada. Antes de irme a la cama volví a consultar el boletín meteorológico. Anunciaban fuertes lluvias acompañadas de un frío polar. El pronóstico no me quitó el sueño.
Me desperté muy pronto. Conecté el ordenador, no para leer las noticias, que siempre me ponen de mal humor, sino para volver a mirar el parte meteorológico. Seguía anunciando lluvias. Las calles, sin embargo, vistas a través de una de mis ventanas, estaban secas. A veces, muy a menudo, cuando se anuncian lluvias es cuando más luce el sol. Desayuné, me abrigué bien y me lancé a la calle. Hacía frío. Bastante frío.
Como es bien sabido, se camina mejor y más rápido por un suave descenso.
El tren salió puntual. Y puntual me dejó en mi destino. Bajé al cabo de unas dos horas de viaje. Seguía sin llover aunque estaba muy nublado. El cielo comenzaba a clarear pese a los espesos nubarrones. Al bajar del vagón, donde estaba puesta la calefacción, tuve un par de escalofríos. Me abrigué bien y comencé a caminar rápidamente, antes de que se me enfriaran los pies.
El camino iba en ascenso. Me alegré de ello. Al regreso, pues debía volver allí a esperar el tren, iría cuesta abajo. Y, como es bien sabido, se camina mejor y más rápido por un suave descenso. Ahora no estaba cansado, ni mucho menos. Lo estaría, aunque de forma moderada, al regreso.
La mochila pesaba un poco. Había metido en ella ropa de repuesto por si se cumplían los pronósticos y llovía. Con aquel frío era muy posible que la lluvia se transformara en nieve.
Era aquel un camino peculiar. A derecha e izquierda, sobre suaves lomas, había extensas edificaciones. Muchas. No estaban abandonadas. Las puertas eran nuevas, y los tejados no se habían hundido. En alguna, además, brillaba alguna tenue luz y salía humo por la chimenea. Imaginé que serían corrales de cabras y ovejas. Tal vez algún pastor estuviera allí dudando entre sacar a los animales o servirles hierba o pienso sin moverlos del redil. De vez en cuando oía los ladridos de algún lejano perro.
Recordé entonces un viejo discurso en el mercado. Un tendero, un arbitrista, todas las mañanas soltaba lindezas y discursos trufados de inmensas tonterías. Aquel día se empeñó en tener la solución para el paro y los parados. “Se compra uno veinte o treinta cabras u ovejas —dijo haciéndose oír por tirios y troyanos—, se va a un pueblo, y a vivir tan ricamente”. Nadie le hacía caso. Era conocido por su charlatanería. Pero una mujer le respondió sin esperar respuesta:
—Pues manda a tu hija al pueblo a hacer eso en vez de tenerla estudiando. Por muy buenas notas que saque se irá al paro, como mi nieta. ¡Anda ya!
No quise intervenir. Pedí cuanto necesitaba y me fui sin abrir la boca. Nací y viví en un pueblo; conocía a esas gentes. No tienen gusto ni tiempo para leer en esos lugares y con esos oficios. Se vive, y no muy bien, para trabajar, trabajar y morir. No es bueno que el hombre trabaje las veinticuatro horas del día. No es justo. Pese a estas reflexiones, entonces eran otros los problemas que me preocupaban. Se me había metido entre ceja y ceja la necesidad de estudiar astronomía y física en lugar de hacerme pastor y cantar a cualquier Elisa. Me compré libros al respecto. Pero no entendí nada: me faltaba base. Pedí ayuda. Y no tardé en darme cuenta de que debería volver a las aulas si quería adquirir una sólida formación. Demasiada faena. Y el tiempo apremiaba. Comenzaba a dejar la juventud atrás, como una piel vieja y caduca.
Necesitaba tiempo. Tiempo. Mucho tiempo.
Hay un mito que a mí, francamente, nunca me ha gustado: el mito de la eternidad.
Hay un mito que a mí, francamente, nunca me ha gustado: el mito de la eternidad. De la eterna juventud. Siempre me ha parecido muy significativa la historia de Titono: deseando su esposa, la Aurora, la inmortalidad para él, se la pide a Zeus, pero se olvida de pedirle, también, la juventud. Titono, pues, envejece durante siglos y siglos y siglos. Una vida totalmente inútil, vacía. Aurora, al final, lo transforma en una cigarra. Al menos, así, canta.
Se cumplió el pronóstico. Empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Arreciaron a los pocos segundos. Redoblaban sobre mi anorak. Busqué un refugio sin moverme del sitio. No muy lejos brillaba la raquítica luz de uno de aquellos corrales. La lluvia se recrudecía. Iba muy bien abrigado. No me mojaba. No obstante, pensé en la conveniencia de refugiarme en algún lugar. Comencé a caminar hacia la famélica luz, más débil por la pantalla de la lluvia. Me resultó difícil encontrar el camino hacia el corral. Me moví, durante un tiempo interminable, por un bancal lleno de piedras. Los perros comenzaron a ladrar furiosamente. Aun así llegué a la puerta antes de sentir el peso del agua sobre mi ropa. Me apreté contra ella. Los perros redoblaron sus desesperados ladridos. La puerta se abrió al cabo de unos segundos.
—¿Qué hace ahí? —me preguntó una recia voz entre airada y molesta.
—Refugiarme de la lluvia. Nada más —contesté.
—Ande, pase, que ahí se va a quedar como un carámbano —me replicó cambiando de tono.
No me hice de rogar.
En el hogar ardían unos cuantos sarmientos. Sobre unas trébedes había un puchero abollado. Contenía leche. Me despojé de la mochila dejándola en un rincón. Estaba empapada. Me quité el anorak, los guantes y el gorro y me aproximé al fuego.
—¿A quién se le ocurre salir con este tiempo? —dijo en tanto me servía un tazón de leche y un mendrugo de pan. Me invitó a sentarme. Acepté la invitación. La leche, caliente, me supo de maravilla.
—Esto sí que es leche —dije agradecido—, y no la de los supermercados.
—Alguna ventaja deberíamos de tener los ganaderos. Faltan pastores, así que si quiere leche, y buena, no le va a faltar.
Me acordé de los cabreros de don Quijote, de Garcilaso de la Vega, de san Juan y toda la bucólica leída a lo largo de los años.
—Si fuera posible —le dije pensando más en voz alta que otra cosa— vivir otra vida, me gustaría experimentarlo.
—¿Vivir otra vida? Calle, calle. Bastante tenemos con esta. Eso es para quienes gozan y disfrutan.
—Y para los ignorantes como yo —dije deseando mantener viva la conversación—. La vida es muy corta. Se muere uno siendo un ignorante. A mí me gustaría saber de todo.
—¿Y para qué quiere saberlo todo? Con poder comer y tirar para adelante ya es suficiente.
—Sí. Tal vez tenga razón.
Aun viviendo cien vidas no lo iba a saber todo.
—Además —añadió— aun viviendo cien vidas no lo iba a saber todo. Yendo por el monte, de vez en cuando me encuentro plantas o animales nunca vistos. Al menos por mí. ¿Cuántos bosques y montes hay en el mundo? ¿Conocemos todos los bichos y todas las plantas? No. Seguro que no.
—No. No los conocemos. Cada día se descubren cosas nuevas.
—¿Y eso le impide seguir hacia delante? Bastante tiene uno con conocer su oficio y hacerlo lo mejor que puede. Lo demás son pamplinas y ganas de complicarse la vida.
—¿No le gustaría a usted —pregunté incisivo— conocer otro tipo de vida?
—Más de una vez me lo he preguntado. Y sí, fui a la capital a trabajar. Pero no me gustó. Me volví al pueblo. También mandé a mi hijo mayor a estudiar. Y ha hecho lo mismo, volver.
Sí, pensé, quizás esté ahí la grandeza de la vida: en el regreso, en abandonar a Calipso, la eternidad, y volver a Ítaca, a las cosas hechas por propia mano. Y a la muerte.
La lluvia no cesaba. Ni cesó en todo el día. Aquel hombre aprovechó el tiempo para limpiar el corral, los pesebres y los enseres. Le ayudé como buenamente pude. Más tarde llegó su hijo. Comimos los tres allí mismo. Y hacia el atardecer, teniendo el corral limpio y aseado, estando la casa en orden, me llevaron con su desvencijado coche a la estación del tren. Me despedí de ambos con cierta nostalgia y un tantico de pena. Sin desear más vida que la que ya tenía. Evidentemente, me dije camino de casa, la fortuna ayuda a los audaces. Había sido aquel un buen día.
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