Claves lanzadas al espacio o a las aguas • Wilfredo Carrizales
VII

“Puedes irte, con tus odios y tus sombras”, le exigí y podó la cruz y dando cornadas se marchó. Ante mi insurrecto cadáver hablé de cosas alegres y brindé por él. Mi presunta viuda ya no estaba al acecho.

De perfil, quemé la escarcha de los ojales y ahumé los retratos que ya no inventaban sueños. Mis miradas fueron al centro, en busca de los cantos de ciudades abolidas. Dado a los alberos me cuidaba de no quedar ciego en la bandurria. Impuse mis guisos y no me torcí por las oes del alcohol.

Nada de afrentas en mi morada. Tenía agallas y afrodisiacos en botellas. Aquel patio sin fondo me pertenecía a plenitud. Las primaveras se deleitaban en su sonambulismo y la defensa de los pajarracos se la dejaba al gato sin sol. Ajusticiaba al ajo con un martillo de cuero. Del vinagre, me reconciliaba su porte.

El perro siempre andaba hambriento y se sentía ajeno y nunca ancho en aquella heredad. Sus noches de cazador eran tan pocas como las perfidias de la luna. Al final, lo destruyó la prenda de la venganza y una falsía sobre su cráneo.

Las hojas se precipitaban dentro de un baúl y allí se aliaban en un candelero que iluminaba las nocturnidades feraces. Las almorranas delataban con sus ataques cercanos y las pomadas inermes desaparecían entre la ira.

Las pruebas del andamio no eran para mí. Me atraían mucho los puentes y sus historias de ahorcados. Unas risas rotas se escuchaban debajo de las tablas. Nacido cuando los cristales prometían más que ahora, no le temía al caudal de la eternidad.

Me alcé sobre las espaldas de los arlequines y tomé de ellos potencia y actos. Lo invisible me incorporaba a su ruta saltando por sobre los conductos del agua. Los paisajes de los azares anteriores me ayuntaban a los mediodías de los helechos y en esas plenitudes las coronas eran bizcochos en ayunas.

Vadeaba los cognomentos de los bagazos; me inspiraba en las musáceas para lograr mi bálsamo; luchaba a brazo partido contra las malas hierbas. Recibí por regalo un odre y de inmediato se colmó de mosto y algazara. Mi barriga ganó el mayorazgo.

La materia de la ansiedad me envolvió con sus manos enojadizas. El despiece de las aventuras me mostró sus rostros mostrencos, a mí, a quien la inocencia puso de lado. Icé, sin velos, las cañas atiborradas de arena, destinadas a nublar los valles adonde peregrinaban los zombis.

En las evocaciones reaparecían las escaleras y sus ruidos, las redomas invadidas por segmentos de metales, el bullicio de las bandadas de pájaros ignotos, hundimientos y modificaciones, asientos sin brazos o esculturas con cabezas boronadas. Una cabra escupida se echaba a mis pies mientras el gallo daba voces y ponderaba la magnitud del zodiaco. Venía a mi piedra que alumbraba a sentarme mal, a sobrevenir con el atardecer o hablar acerca de lo caduco del ardimiento. Nunca un camaleón trajo su alma mortuoria. Jamás el cereal alzó vuelo. Nunca jamás se redimieron los justos cartones.

Duales eran las alcaparras que se asentaban en mi mesa. El ciclo se repetía con feroz insistencia. Me obligaba a orillarme y a contener la cogitación. Lo aciago rondaba con sus patas de matraz. ¡Cómo requería en tales circunstancias una clarinada! Mas unas llamas remontaban los techos y se interrumpía la lluvia. Las aclaraciones de los montes no se regentaban en la comarca habitada por mí o al menos eso intuía.

Los zapatos fueron agarrando un incendio, una anunciación de fuego y furor. La verdad se cubrió de miedo y sacudió su espinazo largo. La génesis de la contingencia se hizo marea contraria. Abundancia de charcos solo existió en la imaginación.

 
 

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