Claves lanzadas al espacio o a las aguas • Wilfredo Carrizales
XVIII

Molduras sobre la artesa donde se mueve el agua en un eje vertical y se consagran las leñas elementales movidas por un sueño de fuego y pulmón. Burbujas que cumplen el principio del ocaso en la supresión del pardusco sonido. Nudos arrojados de sus vástagos y que caen encima de marcos de ventanas para reducir las aflicciones. Palabreo en que estriba la defensa de los objetos del ahorcado. Día tras día se laxan las cantidades quebradizas y una disyuntiva fluye hacia un estuario, suave, dócilmente.

Quejas de las ráfagas en la esplendencia que corta con el hábito de una mosca serpiente. De escasa edad, el abuelo chilla bajo el tajo de hielo y posteriormente se desposa en un huerto que dimite. Parte la albura tras la insistencia del frío. Lo que refringe rebate las cicatrices de la grúa; se encharcan las huellas en un acto involuntario. Sobreviene un sujeto venerado en las pilas y la derrota se formula ociosa.

Unas cucharas o unos timones omiten sus gustos con la intención de preservar el linaje de la metalurgia. Hay un tiempo para ahuyentar los fanatismos y no se mendiga. Los mecanismos de la suciedad roen las bebidas compuestas. De la corteza al alcohol se irisan las cuestiones del bien público. Una lisonja incide sobre la temperatura de la hiedra en casi todas las circunstancias de su devenir.

En la toponimia un aguamiel despeja la fe de los pólipos. Hidrargirismo razonado en las corrientes del cuerpo chupadas por medusas y asexuados virus. ¿Qué desea el que vive de acento o cárcel o piélago? ¿Cómo duerme cuando llueve sin desleírse? ¿Dónde, ágilmente, ayuna con la planta que acaricié? Su convoy avanza enfermo y todavía no hizo nada ni se dio por aludido. Y lo demás, ¿es súplica? ¿Reuma aquietada? ¡Bah!

“¡Llévame!”, le dije al enemigo en su jornada y no averiguó y tampoco formó diptongo. Débiles, se arrumbaron los pentagramas, pero las maneras de la quiromancia nos salvaron a todos. Nos diferenciamos en grafías y manías, en violas y oquedades. Terminé con mi ábside dentro de un cubo e inmerso fui semilla, brasa y despojo. Conviví junto a las rayitas inclinadas y abundé en turbas y turbiones. ¿Lodo? Alrededor.

Se exceptuaron las búsquedas, su divagar asertivo. Buscaba vuscos o vulvarias. Encontré solo bucéfalos. Un tal hermano me aconsejó un ramo de rosas. Díjele: “¡No me sobra orfandad!” y él se marchó obtuso, indistinto en su honradez.

Circunnavegué con las emes y me propulsé anfibio en mi desplante, sabiendo que ganaba un cantar no aprendido. El coñac me tornó dígrafo y me establecí en una pared, medianera, propiamente dicha. Desde allí observaba una bahía donde los héroes hedían a hienas. Corté yerbas y yedras y aprendí fugaz cerrajería. Luego vino la era de las pajas rojizas y torné al camino que me empleaba afuera.

Finalizaría cayendo el azimut sobre los quioscos de los halcones de zinc y surgiría ulteriormente una pirotecnia: liturgia del crujimiento. Se connotarían los porrones en la innegable de las satrapías. “Han de oírme”, anunció un sordo y el resto de sus congéneres estallaron en carcajadas y befas. Estaba solo y lo ignoraba. Quince mil bellacos lo atacaron y no dejaron de él ni el verbo. Fue un perfeccionamiento espiritual.

Más completa resultó ser la fatiga de los astros y el capricho de un tren que se afantasmaba en la espesura. Obligaban los sitios a reanudar las costumbres, aunque el hambre con ellas viniera. Las playas comenzaron a recorrerse en veinte minutos y únicamente adversaban los locos con alas. Hubiere sido preciso peones que jadearan, machos que se cansaran sin hablar, desamparados semejantes a troncos fundidos... Los abrazos llegaron por correo y encerraban voces de unos periodos ominosos. Con todo, al mundo se le fue leyendo y, entre una pausa y otra, el silabeo se hacía notar, fiel.

 
 

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