Claves lanzadas al espacio o a las aguas • Wilfredo Carrizales
XXXIII

Las madrugadas de la gente de acullá. Con brillos de daga y liturgias de panal. Honduras en el convivio. Desperdigadas reliquias en los lugares del pláceme. Y los ecos se conservan con toda su carga de obra abierta. Y las hojuelas en múltiples vistas.

Se echan los panes en las malgastadas redes y la sed se entromete en el barro. Seducen los orígenes cuando provienen de los otoños. Hubo poblados erigidos sobre sus retornos. El zumo de los mapas calmaba los afanes de los viajes. Purificados los algodones asumidos. Curvas, ejes y un plano de asimetría. Escenas desde el atávico molino y ensayos sobre los yermos de amor. Meses con cuartetos volteados. Lo ancho comienza a adquirir sentido. Las rosas que no se enturbian vibraban con las distancias. Incluso el hipogeo y la manilla y la galería para el cuido de la humedad.

Pasmado ante las areolas. Guardado para mis propios artificios. Superando con creces lo local y alcanzando la zona de las ansias. Ahí mi baúl se blanqueaba y yo, abocinado, clamaba por un jilguero en la bodega o en el túnel sobrio y tenaz.

Cada una de las plegarias fue acogida los viernes. Ese día de los asuntos venéreos y de la laxitud del espíritu. Apariciones enjalbegadas. Dobleces en las sábanas. Evacuación de los eufemismos sin previa demanda. Las doctrinas se despellejan bajo el influjo de las intimidaciones. Sembrado, el ímpetu revierte en flores.

En la percha cuelga la entidad celestial. Viste prenda de ayuno. Calza cabestros que ganan fortuna. Ceñudo, indica el naipe que irá al molino. Mientras tanto, la onda prosigue. Cae en mientes y es venerada. Luego se pierde por las ranuras...

Al objeto, trasiego de luz. Mortero que en su concavidad alcanza el apetito de siempre. Migrañas de los seres que se reparan y no se tuercen en los olvidos. Prendeduras del destino. Cual los miliarios en sus posiciones. Mil hojas o mil hombres. Milenrama. Y la ensalada que aturde con su aceite en el milagro frontal.

En el trópico, especialmente espigado. Viajante en lo abstruso de lo rosado y en los atardeceres con chillidos de cotorras. Acaso un principio para humanizarse. Tales indefinidas fábulas y una experiencia antes de la caída y el divorcio de la ceiba.

Fui de alguna cosa. Intangible, incognoscible. Legumbre metafísica en el caldero de las elucubraciones. Por esa evidente oxidación se enmarcó mi derrotero y me representé en minoría con el barreno activo. Al paso de un grafito logré mi mimetismo.

Dos semanas y tres ciudades o ¿al revés? En todo caso, múltiplo del gato. Un polvo deliberante achicaba el ámbito. ¡Qué fruición tan perfecta! Diezmado, me hube de holgazán y construí la miosis para regodearme con los años y los anunciados desperfectos.

(Ahora recuerdo: un mirlo defecaba sobre su monumento y un pintor lo miraba hacer y un molinillo de café no se bastaba y un leproso añoraba su corral y muchas cerezas rodaban por la calzada y los niños sacaban sus sucias lenguas para que las lavara el rocío...).

De esta manera, tenía que arruinarse la solemnidad. Ya no habría gallos en los portales ni veletas en los tejados. ¿Cantar habría valido la pena? Contra la diarrea lo mejor es colorear el vino y atusarse los bigotes, si los hay.

Moceando, se levantaron los luceros y los amantes la emprendieron a mordiscos y abrazos. Después de la lluvia fortuita, cualquier suceso se colocaría en ascuas y mondar una fruta sería signo de perversión.

 
 

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