Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.
Por los vagones de la línea 2 del Metro, como por encima de una alfombra roja, desfila nuestra más acabada Corte de los Milagros. Los hay pedigüeños que nada más con mostrar una llaga lacrimosa en la pierna o un orificio sin fondo en el lugar de la nariz, agilizan la limosna sin necesidad de mayor discurso. Igual sucede ante el llanto del doliente que exhibe un recorte de periódico con la noticia, muy borrosa, del asesinato de dos hijos a los que aún no ha podido dar sepultura. Los hay más arriesgados. El ratero que todos los días aprovecha el tumulto para robar, escapando con maña a la gente enfurecida hasta ese día, cuando se le cierran las puertas antes de alcanzar el andén, o el vigilante de una empresa reclamando por el celular a sus compinches, sin importar que lo escuchen todos los usuarios, la imposibilidad de regresar a su trabajo porque en el asalto ustedes me mataron al gerente. Los hay románticos, como todo pequeño emprendedor que se precie: la pareja de novios vendedora de barriletes, no otra cosa que aquellos caramelos a dos tonos fabricados en Mérida hace muchos años por un italiano de la posguerra, sacando y sacando cuentas de las exiguas ganancias, y de sus muchos sueños, como en “La lechera”, de Esopo. O el corrupto de pequeño formato, en el empleado del metro que entra al vagón con un cliente, un domingo, último viaje, destornillador en mano, y saltando un asiento naranja, como una tapadera, le ofrece un baúl de mercancía lleno hasta el tope de billeteras y celulares. También eróticos sin control. La parejita emparedada como sardina en lata, amándose in situ, y volviendo la ropa a su lugar ante los viajeros sin habla, o el muchacho arreglado como pa ir de boda, coqueto como una miss, cadenas de oro y lentes de marca, deslenguado de tan excitado en medio de la mirada filosa de los machos que le rodean, anunciando, a quien desee escucharlo, ir a una cita concertada con un amigo desconocido en Antímano, viernes, ocho de la noche. Hasta los que hacen dudar de la fe: el predicador, amenazando con el Día del Juicio Final a ladrones, padres de familia irresponsables, adúlteros y adúlteras… al que una muchacha le informa: cuento tres y te callas, o te boto la biblia en la próxima estación; o el pastor que susurra seductor a una niña contándole anécdotas infantiles muy divertidas y luego la interroga, en detalle y por lo bajo, acerca de la vida privada de su papá y de su mamá.
Es el Metro, sombrero desde donde saltan historias como conejos de todos los tamaños y pelajes; rostro fascinante, dramático, actual, de la sociedad venezolana. Espacio donde sólo hay que aguzar los sentidos porque, como dijo Flannery O’Connor, una de las maestras estadounidenses del cuento, “la primera y más obvia característica de la ficción es que transmite de la realidad lo que puede ser visto, oído, olido, gustado y tocado”.
Ya cada cuento seguirá el camino imprevisible, y siempre permisivo, de la imaginación.
¿Tú te acuerdas de aquella que trabajaba en la peluquería? ¿La que siempre andaba con unas licras marrones horrorosas y el pelo todo quemado que con razón el tipo la botó?
La mostrica
Culmina otro día y en los vagones de la línea 2 regresan sus pasajeros: mesoneros, maestras, enfermeras, algún pintor de brocha gorda, abuelos y nietos, un ex criador de gallos de pelea que vive en Macarao, un plomero abrazado a su petate de llaves, señoras con su bolsa de plátanos y el paquetico de frijoles o de harina de maíz, y unos pocos alumnos del turno de la noche de la Universidad Católica que bajarán en la estación Antímano.
Es la ruta de los cada vez más flacos y peor vestidos. Todos, menos los estudiantes, están desesperados por llegar. Los hombres, aunque sea nomás para empantuflarse, oír los cotilleos del vecindario o tirarse al sofá ante la tele, si es que hoy dejan la luz; las mujeres, para su otra jornada, de oficios del hogar.
Es un momento para no encontrarse con nadie. El maquillaje de ellas, cada vez más residual, que muy temprano intentó disimular los olores dejados por una ducha al seco, hace rato voló de los cutis, ahora grasientos, enmarcados por algunos rizos sujetos de cualquier modo. El planchado filo en las mangas desteñidas de ellos naufraga, junto con los cabellos peinados por el sudor. Un vaho en el que se mezclan lejía, repollo, tinner, soya, mal aliento, sobaco, culito, pasa sobre todos como una nube, como tabula rasa.
Sin embargo, en un extremo del vagón donde los asientos quedan en un ángulo de noventa grados, desde el que se vislumbran, a través de un vidrio divisorio, a los pasajeros del otro compartimiento como si fueran alienígenas, una voz muy animada pincha la curiosidad, tan floja a estas alturas del día.
Son expresiones de amistad. Un machacón ¿Desde cuándo yo no te veía, chama? tiene aturdida y sonriente a una chica, mientras la otra le insiste en su nostalgia, abundante en recuerdos de cuando vivían en la misma calle y trabajaban en Kpricho’s Daniel: Marica, yo sigo ahí todavía, a mí el Dani no me despide, informa con esa desenvoltura de las mujeres enfrentadas desde chiquitas a sus penurias, a no dejar pasar oportunidad, a darle la vuelta a todo; con ese dominio disfrazado por la jovialidad aparente del tú tranquilo mi amor, que como vaya viniendo vamos viendo, pero que de ser necesario, llegado el momento, pasa sin transición hacia a lo maldita sea.
Ese lado del vagón revivió. Varios hombres, de morral al hombro y loncheras por fregar, sujetos con mano ruda al pasamanos, de pronto respiraron oxígeno, como si los empleados del metro se hubieran condolido y hubiesen encendido el aire acondicionado. Un fresquito rosa inundó el espacio hasta hacía segundos horno agobiante y amarillento. La voz de la muchacha les transmitía optimismo, les hacía sonreír y girar los ojos con un poco de disimulo hasta el rostro terso de goajirita de donde salía. Y a su más abajo, a un cuerpo bien formado, de baja estatura, ceñido por un pantalón negro y una franelita con mucho escote donde se columpiaba, muy importante para los mirones, un par de tetas balconeras que desde ese momento y sin dejar de ponerle oído a la conversación, les distrajo del cansancio, hasta casi borrarles el día tan pesado y, algo grave, casi, casi, a la que les esperaba en casa.
La que escuchaba ya iba comprometida a comprarle a la otra, en muy onerosas pero prolongadas cuotas, un par de zapatos color esmeralda para el estreno de Navidad. Los quería ver y luego decidiría. De esos de tacón muy alto a los que no se les nota la plataforma, de los patentes. Los tengo, pura calidad, ellos son medio arrechos al principio, pero sólo al principio. Los metes en el congelador rellenos de periódicos húmedos una noche completa y se te ponen como un guante. Tengo también de los gamuzados… De esos no, marica, no me gustan, son un lío cuando se ensucian. ¿Y ya tienes el vestido? ¿Vestido? Sí ya tengo, uno verde superbello de esos pegaditos que acampana la falda cortica desde los muslos; me lo regaló la dueña del restaurante donde trabajo, hace tiempo viajaba a Panamá, traía ropa. Te debe quedar muy de pinga con tu cuerpo. Enseguida, ante la pregunta ¿Y el 31 qué te pondrás? ¿Ya compraste? a la clienta se le salió una cara de limpieza total, como para redirigirle la conversación: ¿Y tu marido? ¿Sigues con él? ¿Sabes? Nos dejamos ¿Cómo es eso? ¿Se fue o lo fuiste? Bueno, se terminó de ir. Llevaba quedándose afuera todos los viernes, ¿te acuerdas de la Yarleny?, ¿la que trabajó un tiempo haciendo uñas? Desde que le hizo la primera comunión a la chama, adonde los dos fuimos… tú también estuviste con Miguel, ¿te acuerdas? ¡Claro!, ¿cómo no?, que tú llevabas unas licras doradas que te quedaban de pinga. Pues se hizo amiga de él, la muy mosca muerta. Elio pallá, Elio pacá, con el cuento de las goteras del fregadero. ¿Viste, marica? ¡Es que son todos igualitos! ¡Unos coñoesumadre! Por eso yo al mío se la pongo bien difícil, ¡no sea güevón! El sábado vino con regalos pa mí y pal carajito. ¡Pónmelos ahí!, le dije, ¿algo más? ¡Ay, China! Él ahí con su jaladera. Yo sé a qué venía. Pero no. O me paga el alquiler y me da plata pa mis vainas, y él lo sabe, o nada de aquello. Que los hombres, mija, ¡si tú te apendejeas…! Pa divertirme tengo al chamo que lleva los tintes al trabajo. Ese de vez en cuando me llama y salimos por ahí. ¡Está…! Míralo aquí. Dedito veloz en pantalla del celular: Menú / Entretenimiento / Imágenes. Este es. ¡Mírale esos chocolates! Eso que tiene aquí es un tatuaje… Esta de aquí es su moto. Ahí estábamos en La Guaira. ¡La pasamos di-vi-no! Mira, ¡mira cómo le queda! ¿Mi traje de baño? No, no es azul exactamente. Es más… como del color ese que le llaman tornasol. Si te gusta te puedo conseguir uno así, te lo vendo mucho más barato que el precio de las tiendas. Tengo una amiga, marica, que le roba la mercancía a un viejo, ¡ese ya ni sabe lo que tiene en el depósito! ¡Ja ja ja! Pero dame un tiempito pa que ella cuadre bien la cosa.
Movimiento incómodo entre los espectadores. Miradas por las ventanas hacia el paisaje, que se fuga, y se fuga, y se fuga.
¡Estación Ruiz Pineda!, anuncian. Unos pasajeros huyen por la derecha. La chica oyente también se dispone a bajar. La otra la despide con un abrazo bien apretado, más un beso, más un quedamos en contacto, chama. Más un cuídate marica.
Suena el celular.
—¿Miguel? ¿Que dónde estoy? ¡Ah pues! Llegando a Las Adjuntas. Ajá. ¿Yo? ¿Que yo? ¡Un mo-men-ti-co! ¿Dónde? ¡Sería otra parecida a mí! ¡Tas loco, mijito! Dime, dime tú primero. ¿Se puede saber qué hacías tú el sábado en una fiesta en Ruiz Pineda? ¿Que estoy loca? Pero ¿tú qué te crees? ¡Que te vieron, chico, te-vie-ron! ¿Que quién? ¿Que quién? Tengo mis contactos. ¡No te lo voy a decir, güevón! ¡No tengo por qué decírtelo! ¿Me estás diciendo mentirosa? ¡Bueno, chico! ¡Que te vieron, vale! ¿Quién? Bueno, te lo voy a decir, pa que me sigas diciendo mentirosa. ¿Tú te acuerdas de aquella que trabajaba en la peluquería? ¿La que siempre andaba con unas licras marrones horrorosas y el pelo todo quemado que con razón el tipo la botó? ¿Aquella a la que yo le decía la mostrica, por lo refea? Pues te vio, chico, y punto. Acaba de bajarse del metro y me lo dijo. Te-vio. Así que no me jodas y cumple, cumple si quieres ganar puntos.
Dedito con la uña pintada en rojo, aprieta furioso el botón de cancelar llamada.
Llegando a la estación La Paz se descubrió los ojos, soltando un último estertor antes de salir: después dicen que no soy de los duros / y ya saqué para el desayuno.
Muy serio
Lo menos que deseaban los usuarios de la estación Carapita, muchos de ellos evangélicos, era compartir el viaje con lo que entraba al vagón en este momento: una horrenda calavera, valga la redundancia, con el hueco de la boca torcido en un último grito. Gotas de sangre, cuchillos, y otra ristra de símbolos satánicos. Unos lentes inmensos de pasta negra y cristales muy oscuros tapando la mitad del rostro, incluidas las cejas. Encima, los pelos levantados como un casco, erguidos como en alfiletero, untados con una tonelada de moco de gorila. Y sobre la barbilla, como punta de tacón, la boca de labios color lila: excesiva nicotina o sobreviviente de alguna cardiopatía, que arrastraría a su dueño, con esa pinta de metalero, a rapear por todo el pasillo.
Sin embargo, primero fue el ¡Buenos días tengan todos los presentes! Ante la respuesta en cero de un público con repentinos deseos de invisibilidad, regresó, amenazador: ¡Señores pasajeros! ¡Un saludo no se le niega a nadie! Y repitió, igual a un sargento: ¡Buenos días tengan todos los presentes! Entonces allí sí se escuchó, veloz, la respuesta obediente, como si un radio quedara por fin bien sintonizado, y él arrancó, directo, con un catálogo de rimas tristes: la chica del suéter azul, Lunitún, mira tú…
La gente, nada pendiente de ritmo, melodía, asonantes o consonantes, ni de diferencias entre rock, rap o asaltos a su buena fe, le extendía lo que la pobreza le permitía. No parecía uno de esos muchachos en lentejuelas que dan carreritas colgados del micrófono en los shows de la televisión. Y menos uno de los músicos de El Sistema. En cualquier momento podría hasta sacar una pistola para completar tanta poesía: acá los celulares, el billete, más el coscorrón obligado a uno de esos que ni dinero ni teléfono… un bueno para nada.
Llegando a la estación La Paz se descubrió los ojos, soltando un último estertor antes de salir: después dicen que no soy de los duros / y ya saqué para el desayuno.
Una viejitica, de esas que nadie sabe cómo van y vienen, y además salen ilesas, exclamó: ¡Si no se quita los anteojotes! Es que parecía el mismo demonio ¡y era un malandro muy serio!
¿Y si estos vienen de aquellas guerras y ese es todo su capital? ¿Y si el dinero lo deben y los buscan para matarlos? ¿Y si, peor, a ella se le salen las lechugas de la cintura, volando hasta el suelo, delante de todos?
Impura
El tren parecía a punto de arrancar. Muy pocas almas en el andén.
Bajó muy rápido las escaleras tratando de no pensar que estaba prohibido correr en las instalaciones del Metro. Pero, a ver, recordó que eso era cuando el Gran Hermano reclamaba los comportamientos inadecuados por los altavoces.
De pronto vislumbró sobre el piso, antes pulido, ahora muy meado y escupido, un pequeño y solitario envoltorio de papelitos verdes, atados con una faja blanca. La imagen, aún entre los embates de la adrenalina, fue muy nítida: dólares.
Sin pensarlo mucho, lo atrapó sobre la marcha y, faltando segundos, salvó dos o tres vagones hasta alcanzar el preferencial para los viejitos, algo más tranquilo.
El bultito también entró, atrapado entre su ombligo y la cintura de sus jeans.
Se concentró en conseguir un asiento de los más cercanos, color naranja. Fue en vano.
Sonó la señal y rodaron.
Entonces, se meció del pasamanos como una más del zoológico, clavando absorta los ojos en el vacío dejado por las ventanas del compartimiento y las paredes de los túneles.
A cada frenazo, un tierno cosquilleo: los pinchazos de las hojitas en la piel.
De repente, pasando la estación Maternidad, se escucharon dos Elías manoteándose en otro idioma. Se oía mucho de maja-baba-lama, y eso ya era suficiente para cualquiera contar en su casa que iban dos árabes en el vagón.
Las voces subían cuando las manos se alzaban hacia el techo, o descendían si uno de los dos, amenazador, le clavaba al otro un dedo en el pecho.
El asunto, al parecer, se les complicaba. Introducían las manos en los bolsillos, los volteaban, demostrándose algo entre sí. Abrían los bolsos y los metían bajo las narices. Se sacudían por los hombros, mesaban sus barbas, señalando hacia afuera, sumando con los dedos.
Se empujaban.
El público comenzó a ver cada vez más hacia el botón de alarma.
De pronto, el más joven, entre lamentos, puso dos billetes verdes, arrugados, sobre sus rodillas. El otro, envuelto en un abrigo demasiado raído, lo abrazó, inclinando la cabeza rizada, derrotados los reclamos, sin ya importar nada. Ni siquiera el morral destripado entre los pies.
En la galería, intercambio de miradas.
Más que claro.
La panza comenzó a arderle. A ella nunca le sobraban los reales. Mucho menos formaba parte de esos elegidos que pagan en dólares por un cartón de huevos.
En su cabeza, un barullo. Igual, hace una hora, ni soñaba con poseer divisas. Consuelo de tísico, mijita, diría la abuela.
Para más inri, se le activó el karma de andar pensando: ¿Y si estos vienen de aquellas guerras y ese es todo su capital? ¿Y si el dinero lo deben y los buscan para matarlos? ¿Y si, peor, a ella se le salen las lechugas de la cintura, volando hasta el suelo, delante de todos?
En ese instante anunciaron la estación Zona Rental. Los Elías amontonaron sus pertenencias y salieron, cabizbajos, entre el gentío. Ella caminaba detrás, con mucho cuidado para no tropezar.
Un hilo de compasión, bastante desgastado, la ataba como a un perro remolón tras los pasos de los inmigrantes.
A la salida del bulevar de Sabana Grande, en las escaleras resbaladizas por tantas capas de excrementos, pudo encararlos con mucha prudencia. Les habló, pero enseguida notó que nada. Intentó entonces un muy pachucho pero entendible bonjour monsieurs.
De inmediato, ambos se irguieron, lanzándole al unísono, desde la altura de los rostros hermosos, una orden muy vieja, muy antigua. Un mandato con una edad de dos millones de años. Un ¡Cállate, mujer! tan claro y definitivo que ella no se atrevió a desobedecer.
- Ella primero - viernes 24 de junio de 2022
- Hasta que esto desaparezca - jueves 7 de abril de 2022
- El discreto instante de una aventura - martes 21 de septiembre de 2021