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La colmena y el arcoíris

viernes 24 de mayo de 2019
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La colmena y el arcoíris, por Rafael Fauquié

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.

Recuerdo un fragmento de un texto del poeta Rafael Cadenas: “Una colmena donde se oculta un arcoíris…”. Un arcoíris brillando al interior de una colmena: color y luz iluminando lo cerrado; visión de imágenes contrastantes, metáfora de muy diversas sugerencias. La colmena evoca un espacio donde pululan grupos homogéneos, enjambres de comportamientos similares. Un arcoíris sugiere, principalmente, luminosidad, colorido, brillo…

En todo espacio social son y siempre serán positivas la comunicación, la justicia, la solidaridad, la tolerancia.

En plena Segunda Guerra Mundial, Karl Popper escribió su célebre trabajo La sociedad abierta y sus enemigos. Oponía en él dos modelos sociales: uno, al que llamó “cerrado”, era el de la inamovilidad y la clausura, el del despotismo y la falta de libertad; el otro, al que definió de “abierto”, era el de la libre convivencia, el de la comunicación, la tolerancia y la libertad. La tesis de Popper era simple: en los espacios cerrados habían encarnado las primeras sociedades humanas: colectividades de tribus, de jefes, de ritos y clanes. En ellas predominaba, por sobre todo, la uniformidad de las rutinas, la voluntad de encierro de los gobernantes, las obediencias impuestas. Contrarias a ellas, en las más evolucionadas sociedades abiertas, gobernaban no los jefes sino las leyes. Los grupos clánicos habían sido sustituidos por instituciones respetadas. Sus principios centrales se asentaban en la libertad y en la autonomía individual. La relación entre la sociedad y el ser humano tenía un nombre: convivencia.

En todo espacio social son y siempre serán positivas la comunicación, la justicia, la solidaridad, la tolerancia; y son y siempre serán negativas la incomunicación, las imposiciones dogmáticas, la injusticia, la acobardada obediencia. En toda sociedad democrática —el modelo por excelencia de una sociedad abierta— la norma es la diversidad y la aceptación de la diversidad, una inclusión que permita la participación de todos.

Evolucionar de lo abierto hacia lo cerrado sería una de las transiciones más trágicas que pudiera experimentar una sociedad. Cualquier colectividad corre peligro de “cerrarse”, de hacerse pequeña; de ver encogerse sus propósitos, reducirse sus alcances, hacerse agobiantes sus espacios, sentir desvanecerse ilusiones y esperanzas colectivas.

No pude dejar de relacionar estas ideas de Popper con lo que actualmente está viviendo Venezuela. Tras cuarenta años de vida democrática, de convivencia abierta, de relaciones humanas amplias que, con todas sus limitaciones, construyeron entre los venezolanos la costumbre de la libertad, vimos cerrarse nuestro país en la asfixiante clausura donde lo arrojó un indescifrable militar llamado Hugo Chávez.

Algunas particularidades de nuestra memoria colectiva facilitaron a Chávez sus propósitos. Es frecuente repetir en Venezuela que la Conquista no fue sino la suma de incontables despojos, violaciones y crímenes; la Colonia, el exceso de unos pocos en contra de casi todos; el período republicano posindependentista, la desolación de un pueblo en favor de unos poquísimos privilegiados; la segunda mitad del siglo XX, la interminable corruptela e inmoralidad de partidos políticos culpables de todos los errores y abusos imaginables…

Más de una vez hemos escuchado a “patrióticos” historiadores sosteniendo que el tiempo anterior a la Independencia carece de importancia por no ser lo suficientemente enaltecedor, y que sólo con la Emancipación —y en ella, como protagonista indiscutible, Bolívar, elevado a la categoría de semidiós— tiene lugar el nacimiento de la historia venezolana. Sin embargo, esta descripción posee un inconveniente: el tiempo posterior a la Independencia es muy poco “glorioso”: guerras sin fin, caudillos y caudillejos, pobreza, miseria, injusticia, atraso…

A partir de esas habituales versiones acerca de un pasado colonial olvidable, un tiempo posterior a la Independencia igualmente destinado a barrerse bajo la alfombra y una democracia torpe y corrupta, Chávez supo justificar su “predestinación”. Comenzó por declararse albacea único, solitario continuador de la obra de Bolívar destinado a finalizar lo iniciado por el gran hombre. Se apoyó, también, en otro ritual muy venezolano: el del recomienzo.

En muy estrecha relación con el culto a Bolívar y la veneración por la gesta emancipadora, así como con el rechazo al tiempo colonial y a las épocas republicanas posteriores, la memoria venezolana postula una historia de incomunicados hiatos. Todo proyecto político pareciera, necesariamente, asentarse sobre el olvido del pasado. Así —¡no faltaba más!– Chávez se apresuró a postular que, con él y sólo con él, recomenzaba un tiempo patriótico congelado en su dignidad desde la batalla de Carabobo. De allí lo delirante de una de sus primeras acciones: cambiarle el nombre al país. Ya no más Venezuela, sino “República Bolivariana de Venezuela”. Chávez se declaraba a sí mismo punto de partida de un rutilante tiempo nuevo tras los cuarenta años de “oprobio” de la Cuarta República.

Chávez fue, ante todo, un líder populista. Todo populismo reúne los mismos ingredientes, el carisma de un jefe y su irresponsable ofrecimiento de cualquier cosa, pero en el caso chavista a esa condición carismática se añadió un particular propósito: fomentar la discordia entre los venezolanos multiplicando incontables resentimientos, instigando rencores, evocando —o inventando— todas las rencillas imaginables. Para apoyar este esfuerzo se valió de muy confusos argumentos ideológicos, reuniendo en un mismo guiso los más disímiles ingredientes: Carlos Marx junto a Fidel Castro, Norberto Ceresole y Ezequiel Zamora, Bolívar al lado del Negro Primero. Y de esta maraña surgió ese adefesio llamado la “revolución bolivariana”, la “revolución bonita”, la “revolución del siglo XXI”…

Los venezolanos hemos llegado, así, al año 2019, agonizante tiempo de la revolución bolivariana (así, con notoria minúscula). Él concluye en el espectáculo de una nación languideciendo en la más espantosa inopia, legado de la única potestad de Hugo Chávez: haber hablado y haberlo hecho durante horas, durante días, durante meses, durante años. Haber hablado y hablado a lo largo de cada uno de sus desgobiernos, caracterizados todos por la inagotable elocuencia del líder máximo. Haber hablado y hablado: ofreciendo, anunciando, prometiendo, garantizando, publicitando todo cuanto pueda imaginarse: construcción de puentes, de autopistas, de ciudades, de fábricas (de helados, por ejemplo, como la anunciada “mayor fábrica de helados del mundo, Copelia”, que habría de inaugurarse en la yerma península de Paraguaná), y haber seguido hablando sobre la transformación del orden mundial y un futuro planetario regido por una revolucionaria Venezuela…

Desde hace ya muchos años escribo y también desde hace ya muchos años soy profesor. Y he aprendido a reunir ambas acciones en un mismo propósito: comunicar a otros —fantasmagóricos lectores o muy corpóreos estudiantes— convicciones y principios.

Caudillo de las palabras, amo y señor de los gestos, dueño de los desplantes, artífice de ilusiones sin relación alguna con la realidad, el teniente coronel Hugo Chávez jamás disminuyó la fuerza de sus gritos, de sus énfasis, de sus infinitas alocuciones. Al amparo de esa voz inextinguible proliferaron todas las formas imaginables de corrupción, de abusos de poder, de engañifas, de incompetencias, de equivocaciones irreparables. De esta manera, y con una última alocución designando a Nicolás Maduro como su sucesor, los venezolanos hemos llegado a este terrible encierro nacional, culpable de un país arruinado, sin luz ni agua ni alimentos ni medicinas, y millones de venezolanos hurgando en las basuras de sus principales ciudades o huyendo lejos de las fronteras nacionales.

Y aquí regreso a las imágenes de lo abierto y lo cerrado de Popper y a la oposición de Rafael Cadenas entre una atiborrada colmena —eventualmente oscura, siempre inhumana— y un luminoso arcoíris en su interior. Las relaciono con una Venezuela donde sus actualmente cerrados y muy oscuros espacios contrastan con la luminosidad de los sueños y el color de las esperanzas y la ética de la mayoría de los venezolanos.

Desde hace ya muchos años escribo y también desde hace ya muchos años soy profesor. Y he aprendido a reunir ambas acciones en un mismo propósito: comunicar a otros —fantasmagóricos lectores o muy corpóreos estudiantes— convicciones y principios. Enseñar y escribir: dos rostros de una vocación reunidos en un mismo acto literario: el ensayo. Escritura de voces y pasos, de actos y creencias, de experiencias y aprendizajes… Con la escritura, a partir de ella, ensayo y enseño. Lo que sé y lo que creo, lo que distingo y quisiera contemplar… Y todo eso, comunicarlo, y distinguir en ese propósito un sentido para mis voces, voces siempre abiertas porque el ensayo es abierto. Precisa de la amplitud de los argumentos, de la extensión y correspondencia entre las razones.

El ensayo se apoya sobre una racionalidad necesariamente crítica y lúcida, capaz de cuestionarse a sí misma y, sobre todo, de aceptar su cercanía con la realidad. Pero, al mismo tiempo, acepta todas las expresiones de la subjetividad. Convive con la contradicción de las verdades y la insoslayable paradoja de las razones. No rechaza la incertidumbre como inspiración ni ignora que la duda y la curiosidad son siempre estimulantes. En el ensayo nos sostenemos sobre íntimas formas de coherencia entre las palabras que buscamos y los significados que las rodean. Nos volcamos sobre esas voces que nos acercan al mundo y nos relacionan con los otros.

Nunca dejo de indicar a mis estudiantes que mis palabras, como escritor, como maestro, han de poseer, necesariamente, un contenido ético en la comunicación de convicciones que —creo, sé, siento— deberían ser compartidas por muchos. Convicciones apoyadas en el sentido común y en la esperanza, y sobre una moral individual y colectiva.

Frente a la realidad que nos toca vivir: ¿qué elegir?, ¿qué desechar? Las palabras que ensayo y enseño me obligan a tomar partido, a comprometerme, a responsabilizarme con mis opciones de vida, a identificar mi relación con el entorno. Todo ser humano es una individualidad guiada por pensamientos y deseos, sueños y esperanzas, propósitos y certezas; pero es, también, un ente social a quien concierne el mundo que le rodea. Individualidad necesaria y sociabilidad igualmente necesaria. Mi tiempo y el tiempo que comparto con quienes acompañan mis circunstancias se relacionan. Mi autonomía se nutre de mi dependencia. Aprender a vivir es, de muchos modos, aprender a convivir; entender que el sentido de mis días no reside sólo en mí.

¿Cuál es el significado del conocimiento, la utilidad del saber? Creo firmemente, como profesor, como escritor, que transmitir saberes conquistados, y hacerlo a través de voces que humanicen nuestras respuestas. Escribir, educar para dialogar con otros; identificando en ese diálogo ideales, opciones, prioridades. Creo que en la educación y en la escritura todo ha de girar alrededor de un sentimiento ético de búsqueda y de compromiso con la verdad.

Siento —y mucho lo he repetido en mis clases— que la falta de educación fue culpable del terrible espectáculo de millones de venezolanos obligados a buscar más allá de las fronteras nacionales un vestigio de vida digna. Culpable de la imagen de un ejército nacional convertido en ejército de ocupación. Culpable de unos gobernantes ciegos y sordos a cuanto no sea la urgencia de preservar sus privilegios.

Promover y defender la ética: razón primera del propósito educador y del sentido de una escritura que trascienda el solipsismo.

¿Cuál es el sentido de la política? Se la define como el arte de gobernar en beneficio de la convivencia de todos. Unos pocos mandan para que una mayoría viva razonablemente bien, sea razonablemente feliz y sus necesidades se hallen razonablemente satisfechas. Algo sólo posible en una sociedad apoyada en la temporalidad del poder, en leyes aceptadas, en instituciones respetadas; que entienda que no existe sentido alguno en la uniformidad, y acepte que sólo el pluralismo y el respeto a la individualidad posibilitarán la superación de las naturales divergencias humanas.

Sólo a través de una educación centrada en la enseñanza de la libertad, capaz de hacernos entender que únicamente en democracia, con partidos políticos dignos, leyes respetadas, instituciones creíbles, líderes responsables para con sus electores, y en genuina tolerancia y pluralismo, será posible la construcción de una realidad social con verdadero rostro humano. Carece de sentido el desaliento ante errores y vicios que la democracia puede y debe corregir —la corrupción, principalmente. Ella dependerá y se fortalecerá sólo sobre la firmeza de una ética tanto de gobernantes como de gobernados.

Promover y defender la ética: razón primera del propósito educador y del sentido de una escritura que trascienda el solipsismo. Como ser humano, como educador, como escritor, me reconozco en el sentido ético de la comunicación; en el propósito de transmitir a otros memorias y verdades sobre las cuales asentar una humana relación con el tiempo, con los espacios, con los otros. Como venezolano, me reconozco, igualmente, en la necesidad de hacer de mis palabras un instrumento de apoyo y esperanza para el destino de mi país.

Rafael Fauquié
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