
Exilios y otros desarraigos. 22 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2018 con motivo de arribar a sus 22 años.
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Era natural que todos estuviéramos un poco cansados de escuchar las mismas cosas todo el tiempo (dice). Al comienzo, cuando recién llegamos, me acuerdo que nos juntábamos en las casas, por turnos, una vez en la tuya, una vez en la mía, que en realidad, y le voy a decir, eran, o piezas, o departamentos de un ambiente (bachelors, como se dice por aquí), y entonces éramos de verdad pobres, pero ni nos dábamos cuenta. Pobres aquí, claro, que no es lo mismo que pobres allá. Usté me entiende, ¿verdá? Teníamos las pocas porquerías que nos habían regalado por ahí, donde los curas, o que habíamos recogido en la basura. Porque aquí (antes mucho más que ahora, que no de balde estamos en recesión), la gente bota las cosas usadas a la basura, a veces con muy poco uso, los muebles casi nuevos, otras veces, claro, unas mierdas. Y cuando nos juntábamos, y eso era cosa de casi todos los días… (El hombre se pasa la mano por el pelo).
En Chile la gente no toma, o no tomaba, tanto café. Hablábamos de todo, mire, de política, que a la postre era lo mismo de siempre.
Era tan natural que nos llamáramos por teléfono casi todos los días, que nos avisáramos si había un especial sobre Chile o Latinoamérica en la televisión (algunos ya tenían). Y nos quedábamos a la salida del cleaner a eso de las ocho o diez, depende de la estación, conversando un rato en la parada del bus, si no hacía mucho frío, y mirábamos pasar a las gringas, si pasaban, tan dinámicas ellas, y algunas tan bien hechitas, pero con un desplante que era a la vez la más absoluta indiferencia (como diciendo: miren, huevones, que ni nos arrugamos. Estamos muy familiarizadas con las miradas masculinas; después de todo, hemos tenido sexo desde los doce años. Easy does it). Pero eso lo sabe uno bastante después. Y el hombre flaco se queda un rato mirando para adelante, sin hablar, como tomándole el gusto al español, mientras el otro se nota muy ansioso por intervenir, los ojillos dándole vueltas en la cara regordeta, mientras la camarera siria o libanesa se pasea por aquí por allá en el fondo del boliche.
…Y si no nos metíamos a cualquier café que hubiera cerca y nos tomábamos un par de cervezas, todavía no tomábamos tanto café. (El hombre delgado mira la taza). No sé si será lo mismo por allá, de donde viene usted. En Chile la gente no toma, o no tomaba, tanto café. Hablábamos de todo, mire, de política, que a la postre era lo mismo de siempre, es decir, que el problema no cambia, o cambia poco, incluso usábamos las mismas palabras. Además hacíamos comparaciones, que si las chilenas eran más ricas, porque a uno le gustaban las mujeres más llenitas y algunas gringas parecían palo de escoba, de que las latinas no eran tan putas, que no habían perdido la coquetería, especialistas en no entregar nunca el monito y hacerse las sorprendidas: “Oiga, ¿y adónde tiene la mano?”. Una amiga chilena, no mía, de mi ex señora, me decía por esos años, cuando estábamos casi recién llegados, que a las gringas no les parecía una fiesta completa si no se agarraban algún fulano, de preferencia un compañero latino para llevárselo a la cama. Y el hombre se vuelve a pasar la mano por la frente en un gesto que ya se ha hecho característico, y que es como decir “Qué le vamos a hacer. Después de todo ya son diez años”. Se acuerda de la mujer, casi una niña, rozagante y alegre, emitiendo con soltura sus opiniones sobre las gringas, y la compara con la mujer sola y amargada de cinco años más tarde, que sólo guarda de ese entonces la grena desgreñada, que le hace la rastra en cualquier fiesta o mete conversa sobre el feminismo a ver si puede interesar a algún varón disponible, quizás para esa misma noche.
Y el otro entonces interrumpe, como comido por una urgencia que es también una desesperación (sin saberlo, a lo mejor siente que puede que se esté mirando, como va a ser él unos años más tarde): Mire, cumpa, lo que yo quiero saber es si me vas a poder dar una manito para organizar esta cosa, que la estoy viendo un poco floja, comprendés, y hay que hacerlo bien en este momento en que la cosa parece que ya se viene y el imperialismo se está mostrando tal como es, está dejando a un lado todas sus caretas, es urgente hacer comprender la situación al pueblo canadiense, tienen que hacerle ver a su gobierno que tiene que protestar, oponerse enérgicamente a la intervención estadounidense en América Central. (Todo acompañado por profusión de ademanes de las manos, regordetas, firmes, que por un instante han dejado de estrujar Las venas abiertas de Galeano).
Y el otro sigue: Y como le iba diciendo, allí nos juntábamos a discutir. Me acuerdo que por ese entonces una compañera se compró la primera radio de onda corta de la colonia y se lo pasaba escuchando y siempre que pescaba algo interesante sobre Chile en la radio Moscú o la BBC de Londres pasaba el aviso y nos llamábamos todos por teléfono y formábamos una verdadera cadena y en una hora sabíamos todos…
Pero lo que tenemos que conversar, hermano, es ver cómo se me va a poner usté en la cosa, yo también tengo un montón de historias que contarle, estuve dos años en Honduras, mi compañera está por allá en Europa. Otro día podemos conversar largo con un par de botellones…
“Quizás a usté le parece que me ando corriendo, o que me estoy yendo por las ramas, perdone, pero no tengo mucha oportunidad de hablar español con un latinoamericano y como que estoy aprovechando la oportunidad. Ahora que me fijo está leyendo a Galeano, ¿qué le parece?”.
Sensacional, jodidísimo, este libro lo había escuchado de mentadas. Un cumpa de nosotros (mío y de mi compañera), que está en Francia. Ella. Siempre nos hablaba de él, que lo había conocido en Uruguay. Dice que es un tipo muy joven, casi de la edad de nosotros. Al cumpa ese lo encontraron una madrugada en la calle, poco después de lo del arzobispo, lo habían casi cortado en pedacitos…
El hombre suele levantar la cabeza cuando ve o siente entrar a alguien, a ese mismo café, o a cualquier otro sitio.
“El hombre yo lo conocí también cuando anduvo por aquí hará cosa de unos dos años, en un coloquio que hubo en Toronto. Parece que también escribe poesía. Yo le preguntaba del libro porque cuando yo llegué por acá era bien empelotado en la problemática de Latinoamérica, la historia, la cultura eso, y aquí como quien dice descubrí a Martí y a Mariátegui. Me acuerdo que cuando estaba estudiando inglés en el Algonquin (que era donde daban los cursos antes) me iba en el brake a la cafetería a leer a Martí. Allí era donde estudiaban inglés los inmigrantes antes. Y todos me miraban como bicho raro. Después empezaron a llegar unos de Vietnam, y había algunos de la Europa del Este. Se armaban unas discusiones. Pero el reto puro a hacer plata, América. ¿Se imagina, compañero, cuánto tiempo se gasta leyendo a Martí? No sé cuántos volúmenes las obras completas. Pero si usté me preguntara ahora, lo único que le puedo decir es que le contestaría puras generalidades. Me acuerdo de una minita (así decimos nosotros una niña joven. Una mujer es una mina. Porque las minas lo minan a uno. Un chiste). Ella estudiaba allí otra cosa, alguna carrera técnica, el Algonquin es como un colegio técnico, vocacional. Ahí llegan los cabros que les va mal en el liceo. Y nosotros. Ella era medio conocida con el argentino. Siempre se saludaban. Yo llegaba a la hora del brake a la cafetería y ya estaba ella, flacuchentita, clarita, sentadita con cara de pícara, y no me sacaba los ojos de encima. Una vez que yo pasé les dijo a las otras minas del grupo que andaban siempre con ella algo así como que me iba a lanzar a mí una mirada con cama (en inglés, claro)… El asunto… espérese, a eso voy ahora, no se me apure. Y así dicen que los centroamericanos se toman las cosas con calma. Dígame, ¿es verdad que en Costa Rica hay unos letreros por todas partes que dicen “Qué apuro hay”?
Pero si ya le dije, hermano, que estuve en Honduras…
“Bueno. Yo siempre llevaba un libro de Martí, uno de los tomos, y me instalaba delante mientras comía, hasta que un día la cabra se cabreó de hacerme ojitos de lejos y parece que se puso a tirar con el argentino…”.
(Y el hombre flaco se levanta. Lleva una tenida muy corriente, unos bluyines y botas claras de cuero, de caña alta. Por el físico parece un québécois, seguramente viene de Santiago, lo del parecido no le desagrada en absoluto, pero es lo suficientemente astuto como para no propagarlo. Algo del ambiente o el clima se le ha pegado en los gestos, una cosa pausada, una ausencia de brusquedad. El otro en cambio es un gordito, blanco de cara, sin dejar de ser, según los patrones norteamericanos, moreno. Pero según los patrones latinoamericanos, blanco, indiscutiblemente. Los bigotes medio rojizos lo hacen merecedor de otros calificativos. Rucio le dirían en Chile. Catire en México. Chele en El Salvador. Siempre viene al mismo café. Algo se le debe haber quedado de la costumbre de tener puntos en los cafés. Si uno piensa en los países centroamericanos, convulsos, pero con una población cálida, conservadora y expansiva, en ebullición, comienzan a aparecer ese tipo de pormenores. El hombre suele levantar la cabeza cuando ve o siente entrar a alguien, a ese mismo café, o a cualquier otro sitio. Cuando alguien pasa cerca, con un esbozo de sonrisa medio colgando en los labios gruesos, un asomo de comunicación en los ojos, gestos que se quedan medio inútiles, disolviéndose en la cara al no encontrar una respuesta, empleándose en este café a veces en la mesera o la cajera, árabes, seguramente libanesas. La camarera sobre todo, que es una hembra morena, de ojos, pelo y dientes preciosos, como muchas árabes jóvenes. El hombre flaco que a su vez es bastante más viejo que el otro y se nota, piensa mirándolo en este fenómeno del café y los motivos de su elección como lugar de reunión. Piense también en los puntos en Chile, en el invierno que ahora, visto desde aquí, parece comparativamente tibio, pero que se sentía frío y húmedo. Los puntos en los cines y en los portales, las plazas, las iglesias. Pocas veces en los cafés. Piensa también que el otro se viene siempre a este café, descuidando cualquier problema posible de seguridad que pudieran ellos arrastrar hasta aquí desde allá, desde la guerra. Al mismo café, anunciando la hora por teléfono, porque a lo mejor quizás de alguna manera entre estos árabes se siente un poco como en su casa, así como la muchacha que atiende las mesas debe ver algo también familiar en ese joven macizo, colorado, lleno de vitalidad y de poblados bigotes, cuya camiseta de franela asoma por debajo de la camisa listada y cuyas manos de dorso velludo lo asimilan a los árabes, parecido que seguramente la muchacha asimila y reconoce, pero de una manera implícita).
Mira, a mí me pasa un poco lo mismo con el Galeano, no me acuerdo más que de las cosas generales, y lo ando leyendo todo el tiempo, mira…
Pero el otro interrumpe: “Pero por allí andamos topando. Como usted sabe, llevamos bastante tiempo por aquí. Cuando usted me decía, compañero, la otra noche (en la fiesta de los coños, ¿se acuerda?), que la vuelta había que ganársela… O sea que… perdóneme, pero nosotros a estas alturas… siento que con usted tengo que ser franco. Total, lo que usted pueda repartir por ahí no tiene ninguna importancia. Aquí no somos lo que se llama nada nosotros. Allá por lo menos se nos da un poco de pelota, por algo es que estamos aquí ahora. Yo le puedo conceder que quizás estamos medio adaptados aquí nosotros, porque llegamos antes, pero vaya a preguntarle a cualquiera y le va a decir muchas cositas…”.
Mira, hermano, nadie los está acusando de estar adaptados o no adaptados, cosa que no tendría nada de raro, después de diez años un poco de adaptación tiene que haber, además que no lo voy siguiendo muy bien…
“Lo que le puedo decir es que si me va a hacer traducir esa tremenda declaración y con toda esa terminología y va a amontonar unos discursos y unos videos y unos saludos, vamos a terminar siempre los mismos asistiendo, los mismos de siempre, más quizás unos cuantos gringos radicales, todos aburridos y yendo como por obligación. Usted tiene por ejemplo a la Juana, que no sé si conoce, que le mataron al marido y llegó aquí y estuvo como cuatro años trabajando como con cinco reuniones por semana en la agrupación y ahora se pegó la palmada y no quiere saber nada…”.
Es que a la compañera seguramente le faltó siempre un poco por el lado ideológico, ¿me comprende?, muchas mujeres se van detrás de por donde el marido va…
“Pero si usté mismo me estaba diciendo la otra noche, en la fiesta, que lo que nos había jodido a los chilenos era que había demasiados intelectuales y que cada uno opinaba por su cuenta y ahora me viene a decir en el fondo que la compañera se cabreó porque es proletaria, déjeme decirle, déjeme que le pregunte algo, después lo dejo que hable toda la noche si quiere…”.
Algo así como el castellano fresco y centroamericano que habla el otro, lleno de la titilación de una lengua que en su medio natural crece como una parra, echando zarcillo tras zarcillo, frente al español sureño de Chile, ya de por sí parco.
(Y se va haciendo tarde, y las tazas de café vacías se van juntando sobre la mesa. La niña que sirve deambula en el fondo del café, esperando seguramente que los tipos se vayan para poder cerrar. El tipo flaco se queda callado y se lleva de nuevo la mano a la cabeza, pasándosela por el pelo, pero un poco más rápido, más violentamente, poniendo la misma mirada medio ausente, pero un poco más fruncido el entrecejo. Al bajar la mano y ponerla sobre la mesa, una mano acostumbrada a manejar cigarrillos, revolverse nerviosa en los bolsillos, hacer monos cuando se habla por teléfono: caras, números, paisajes completos, guirnaldas que se iban complicando… Bueno. Se mira la mano que se agita nerviosa, examinando con aprensión las señales de desprendimiento del pelo, un cabello que se hubiese quedado pegado en la mano, ya está en edad de preocuparse un poco más de los pelos que le van quedando: “los cuatro pelos que me van quedando”. Pero sobre todo lo que empieza a cobrar más peso es una cierta insatisfacción. Ayer nomás era como tener una infinidad de días por delante, y de la noche a la mañana se tiene una sensación como de crepúsculo, de que queda muy poca luz y hay que apurarse. Casi todas las cosas de que uno se acuerda como que se hicieron a medias, a medio morir saltando, o no se hicieron porque no se quiso, o por miedo, como si todos no nos fuéramos a morir más tarde o más temprano; claro que esa argumentación nunca sirve, o sirve a nivel de los libros, no a nivel de la vida. O porque no se pudo, o quizás se hubieran podido hacer, pero sobre todo las que ya no se van a poder hacer, y lo que pudiera hacerse para poder tener otra vez la posibilidad de hacerlas, ya que las cosas que se hicieron y salieron mal, salieron mal no más y ya no molestan. No se nos salió un pedazo y toda la baba que segregaban cuando estaban irresolutas se secaba y no dejaba señales, pero esas cosas como que se visualizan muy tarde, y confusamente en la imaginación se comienza adolorido por algún recuerdo digamos personal, una niña con uno, con un fondo de calles céntricas, brumosas, y luego esta imagen se confunde o trasmuta en una visión semiapocalíptica con intervención de masas y uniformados, con ruido de aeroplanos. Como si llegando cierto momento las historias individuales se mezclaran o atravesaran con la colectiva, esta última con H, si el español pudiera hacer la diferencia entre ambas, que el inglés sí las hace.
Mientras que el otro posee una avidez deseosa en los ojos, mira ávidamente las ancas de la camarera árabe (y quién no). El hombre flaco se acuerda de que la segunda relación que tuvo en este país fue con una niña árabe, libanesa, que había sido periodista en el frente en una de las guerras, cuando los sirios exterminaban a los palestinos de los campos (esa vez estaba armado así el naipe), por los años 76-77. Ella trabajaba sin visa de residencia en el café de uno de sus tíos y se llamaba como una de las esposas de Mahoma. Sin embargo, el mero recuerdo de una mujer análoga a la que el otro tan intensamente parece desear sólo es una comprobación del abismo que los separa: esa hurí despierta en el hombre flaco el recuerdo de una experiencia en su momento intensa, el otro no tiene sino un horizonte abierto lleno de posibilidades y temores, y esa misma mujer es para él lo nuevo, un objeto de deseo que puede que nunca llegue siquiera a poseer parcialmente, pero si el hombre flaco se acostara (teóricamente hablando) con ella, sería una experiencia más y la repetición de una experiencia. Algo así como el castellano fresco y centroamericano que habla el otro, lleno de la titilación de una lengua que en su medio natural crece como una parra, echando zarcillo tras zarcillo, frente al español sureño de Chile, ya de por sí parco, y más encima y como si fuera poco petrificado y esclerosado aquí, por tanto tiempo sin nueva savia, haciéndose vicioso y pesado como las relaciones siempre repetidas y mutadas como en un juego de dados con los miembros tan finitos de La Colonia.
El otro, el gordito, ahora se remanga las mangas de la camisa listada, de cuello, elegante, y luego la camiseta, de mangas largas. ¡Cómo deben sufrir estos con el frío! Ávido de todo, de saber, de tirar (y quién no). Pero el hombre flaco no se atrevería, le daría plancha conversarle a la minita, con esa media sonrisa del otro, cualquier cosa, casi sin saber inglés y con todo el cuerpo. Como si la vejez, o la adaptación, o la adaptación a la ciudad inglesa —un proceso bifacetado— consistiera en irse quedando un poco como abstracto.
El otro, en mangas de camisa, es más cómodo, más abierto, más plantado en el mundo. (Y en esto el flaco tiende a la extrapolación): Quizás sí se deba el fracaso de la revolución chilena a que hay muchos intelectuales. Es esa facilidad de trato con las cosas, quizás, lo que da al centroamericano el dominio sobre las circunstancias históricas que conduce a los movimientos revolucionarios.)
“No, na que ver con eso. Aunque le parezca mentira, la sociedad más matriarcal es la chilena. Lo que pasa es que la compañera se cansó de andar hueveando en reuniones y al cabo de no sé cuántos años de lo mismo nada: igual cero. A muchos compañeros que llegaron por acá les pasó que pasaron de la posición política a la cháchara, a una defensa contra el medio, a un intento ciego y desesperado de seguir siendo algo, como le dijera: Yo soy lo que trasmito. Como si hubiera resucitado Descartes y dijera: ‘Trasmito, luego existo’”.
En el handbook sobre Chile se dice que el chileno es un ready conversationist. Pero lo que nos tiene aburridos es el mismo tipo de conversa a través de los años, y el interés amaina.
Mire, cumpa, yo creo honestamente que lo que le pasa a usted es que se me está poniendo medio gringo, si nosotros tenemos un llamado que hacerle a este pueblo, carajo, lo que pasa es que aquí la gente no está informada y hay que hacerle conciencia, tenemos que denunciar la intervención imperialista, las violaciones a los derechos humanos, y promover una vasta solidaridad, no sólo con Centroamérica, sino con toda Latinoamérica, incluyendo a la América del Sur, incluyendo, cómo no, a Chile, Argentina, Perú, el Uruguay, países todos que están viviendo sus procesos, todos con sus particularidades, pero que obedecen a una misma causa, a un mismo proceso, me entendés…
(Y está muy acalorado, y el otro se empieza a encoger en la silla, aunque le gusta la discusión. En Chile hay un dicho. Cuando llega alguien a la casa, o cuando dos amigos se juntan, se dice: “Asiento y conversación gratis”, y en el handbook sobre Chile se dice que el chileno es un ready conversationist. Pero lo que nos tiene aburridos es el mismo tipo de conversa a través de los años, y el interés amaina. Si al menos a uno de los dos le quedaran cigarros. Y mira hacia la caja a ver si ahí venden, y se encuentra con los ojos negros, grandes, brillantes de la cajera, que le sonríen, seguramente por su tipo francés (eso cree) y (también cree), porque la gente de, digamos, procedencia étnica, está siempre lista a allegarse de una manera u otra a los blancos. Es como algo que uno leía antes en Chile, sobre Norteamérica, la joda es que aquí no se puede cerrar el libro. El gordo goza de la conversación y disfruta hasta de su rabia, y se estaría horas (como alguna vez lo estuvimos nosotros) hablando de lo mismo.
Y el hombre flaco quisiera decirle que en realidad sí, que está muy bien, que tiene toda la razón, toda la puñetera razón, hermano, patita, cumpa, lo que sea, pero que lo que nos está fallando, hermano, es otra cosa, ni siquiera los cojones, es que si fuera posible que usté lo dijera de otra manera, un poco distinto, como cosa nueva, o al revés, un poco como habla toda la gente, o que nos pusiéramos quizás sin más ni más a ultimar detalles un poco más concretos, total el acto lo tienen a comienzos de la semana próxima, qué se le va a hacer, que esta vaina, como dice Emilio, ya se la ha tragado uno por lo menos durante diez años, contando los puros años aquí afuera…
Y más lo que está sintiendo que pensando mientras deja que su entrecejo se vaya frunciendo otro poco, que este es latino y uno puede dejarse ir, y finalmente lo que dice es otra cosa): “Mire, compadre, lo que me está diciendo lo conozco de más y me lo sé como le dijera de memoria, no se crea que porque no le sigo mucho la corriente no me doy cuenta de las cosas. Además a los gringos no les va a poder pasar esa película ni traducida, aquí sólo va a poder sacar algo si vende dos tipos de pomada, como dijo una vez uno de los gringos del comité, con bastante humor para ser gringo, aunque no tan raro, ya que al final resultó que era irlandés: Usted o vende sangre (blood), y les habla de tortura, desaparecidos, violaciones de derechos humanos en general, o bien les ofrece desarrollo (development), y me trae a lo menos su proyectora de diapositivas (¿?). Bueno, transparencias, filminas, o como coño les quiera decir, y muestra su show con niños campesinos aprendiendo a leer en escuelas a la vez fruto de la autoconstrucción, fruto de las donaciones taxdeductible de los espectadores mismos. Por ejemplo, esa onda agarra harto por aquí. Ahí tiene por ejemplo Nicaragua. Si allá se limpiaran el poto con corontas, porque no hay papel, a los tres meses andarían unas gringuitas de lo más ricas dando conferencias en los medios progresistas sobre las virtudes higiénicas de las corontas…”.
Mire, compita, que con algunas cosas no se juega, yo reconozco que usté tiene más experiencia que yo pero eso no le da derecho a jugar con ciertas cosas con las que ningún revolucionario puede jugar. (Y el hombre gordo se está poniendo colorado y acciona con las manos, al elevar el tono de la voz ésta se le pone un poco filuda y el otro es consciente de esto, como se dice en Chile lo cacha. A todo esto el flaco agacha un poco más los hombros sobre la mesa, hunde un poco más la cabeza, el largo cuello entre ellos, como si los brazos fueran las alas y el cuello y la cabeza el cuerpo de un pájaro que toma impulso así, cerca de la tierra, las alas en contacto con la tierra, para levantar el vuelo, o mejor, para capear el viento. Lo cacha, con esa debilidad de la voz que se adelgaza, “soy miedoso”. “Te pillé, huevón”. Porque la verdad es que es fácil conocerse, porque él también es miedoso, y si no fuera miedoso, entonces a qué se había venido a huevear aquí, con los amigos muertos en Chile, a qué se iba a quedar hueveando por aquí, ahora que la gente estaba volviendo de nuevo a la pelea. Eso ni lo pensaba. Con eso se despertaba todos los días…).
No dejarse llevar por la afirmación de las propias opiniones contra viento y marea porque aquí no estamos en Chile o en Centroamérica, y el ganar una discusión ni siquiera nos afirma el ego.
Y no hay derecho a reírse de algo tan… sagrado, aunque yo no creo en Dios, como lo es la sangre de los compañeros muertos en la lucha, o torturados por los esbirros, sobre todo nosotros, los que estamos acá y no estamos luchando en el frente que es lo que deberíamos estar haciendo. (Y el flaco no puede saber que el otro está tan seguro quizás solamente por fuera. Desde que llegó le parece que se siente siempre un poco mareado, esas extensiones grises y blancas, interminables, y la gente, y las costumbres tan distintas, y esas mujeres tan altas, tan claras y tan lindas (algunas), que unas veces ni te miran (no te ven) y otras te sonríen con toda la cara, y un poco con todo ese despelote de acostumbrarse al clima, de conseguirse dónde vivir, de arreglar la situación legal en el país. De acostumbrarse de a poco a vivir en un medio que es como un acuario, en que un idioma que uno casi no comprende es una especie de silencio. Y llegará el día en que paulatinamente ese mundo se va a comenzar a iluminar, primero de a poco y luego más rápidamente, a medida que se descifra el entramado del lenguaje y las costumbres. Los ojos y la mente del centroamericano están, pese a todo, abiertos y ávidos, hay un deseo intelectual y también sensorial, físico, de apropiarse de todo este mundo, esas mujeres, esos libros, “Si vieras estas bibliotecas, coño”. Antes de irse de vuelta aprender algo. El conocimiento y la experiencia es una virtud marxista. No lo es (cree el flaco) el petrificarse detrás de un discurso que es un ritual, en un medio extraño. Recuerda el gordo sus lecturas: Trotsky, planeta sin visado. Lenin yendo a las bibliotecas en Londres. Tío Ho estudiando en Francia.
Y algo de eso el flaco lo adivina, parece que lo puede adivinar en el otro, como que casi con las mismas cosas que cuando él llegó, la voladura que le duró por meses, la gringa con que se metió apenas llegado. El misterio insondable de las puertas de la biblioteca de la universidad, que se abrían solas, la generosidad y simpleza de la gringa, y al mismo tiempo esa incomprensible e inabolible distancia, su modo de comunicarse con miradas y sonrisas, sin poder hablarse casi, desconocedores del idioma. Su modo al comienzo tan chocante de pagarle el consumo en los boliches, de sacarse la ropa tan fácilmente, de llegar ella en su auto y llevárselo al campo en septiembre, de colores tan abigarrados que dolían los ojos, y devolverlo en la tarde en la casa, casi muerto. Y bueno, el otro debe estar comenzando con lo mismo, anda con las pepas así de grandes, si ya hemos visto a tanto nicaragüense (antes), guatemalteco, argentino y chileno, y no es cosa de ponerse bravo y pelear con el compañero, porque aquí hay algo en el clima que lo pone neurótico a uno, y a veces las cosas que se hacían por convicción y pasión terminan haciéndose por aburrimiento, por tedio, esperar las llamadas telefónicas y las cartas que puedan aportar el brillo, la noticia decisiva de Chile en el boletín de la mañana un día cualquiera, que no llega nunca, no resignarse y botar la esponja y resignarse (no sé a qué). Entonces, no dejarse llevar por la afirmación de las propias opiniones contra viento y marea porque aquí no estamos en Chile o en Centroamérica, y el ganar una discusión ni siquiera nos afirma el ego, ya que Afuera las cosas que tienen ganas de volver a discutir una vez más. Antes, por Allá, hace diez años, las discusiones resultaban en algo, o si no resultaban en nada, al menos estaban como metidas en algo. (Y dice): “No se enoje, cumpa, que lo único que vamos a sacar aquí discutiendo es desgastarnos entre nosotros y esta pequeña discusión se reproduce en grande en nuestros países y es que por eso es que el imperialismo después hace lo que quiere con nosotros y en realidad debo decirle: a santo de qué chuchas estamos discutiendo huevadas si en el fondo estamos de acuerdo y esto se llamaba reunión de trabajo (y si solemnes o cínicos igual las cosas están como están y que si a uno lo joden o se jode en forma solemne está como más jodido y es casi mejor que cuando le llegue a uno al pihuelo uno pueda echar su tallita caída o salir con una cosita medio de gringos como el Pratt (¿Ha almorzado la gente?), y al comienzo éramos iguales, y me gustaría decirle (pero no me atrevo) que en el fondo, in the back of the mind como se dice por aquí, seguimos como se dice en la parada, aunque a veces se me imagina cuando veo cómo andamos, por aquí por allá…
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