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Un duelo criollo

jueves 7 de diciembre de 2017
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A Sylvia Clark

“…el camino lamenta ser el culpable de la distancia”.
Atahualpa Yupanqui

Hace muchos años que el abuelo Carlos me relató esta historia, durante una de mis esporádicas visitas a la estancia La Eleonor. Mateábamos mientras charlábamos de viejas anécdotas y leyendas del campo, cuando el anciano se me prendió del brazo y me preguntó muy serio si yo había oído hablar del duelo entre el negro de Tarariras y Panchito Salinas. Quedé algo perplejo y contesté que no. El abuelo entonces alisó su cabellera y se acarició la barba, ambas blancas como la nieve y que le daban un aspecto de profeta bíblico, juró que todo lo que diría era verdad y agregó que había otros tres testigos para confirmarlo.

El evento ocurrió en un paraje de Colonia cercano a la Cuchilla de Manantiales, donde él vivía por aquel entonces y aún quedan las ruinas de la pulpería de don Pepe como prueba irrefutable del hecho. Sucedió pocos meses después de su regreso de la Argentina, adonde había escapado para evitar la leva gubernamental que le hubiera obligado a luchar contra su admirado Aparicio. Los testigos del trágico suceso que ahora deseaba relatarme, profundamente asustados, juraron un pacto de silencio que duró más de 60 años. Sin embargo, sea cual fuese la razón, aquel día mi abuelo había decidido compartir conmigo su historia más fantástica.

Mi abuelo, Méndez y Senizas se fueron quedando solos con el calor intenso y pegajoso de aquel rancho. Convidaron al peoncito a una partida, pero el muchacho se excusó cortésmente.

Según explicó, el calor de enero se había hecho sentir aquel verano de 1906, y los paisanos que no estaban ocupados en la cosecha aprovechaban a pasar largas horas a la sombra del quincho de aquella mísera pulpería. Desde allí podían divisar a lo lejos el camino que unía a Rosario con estación La Lata y cualquier jinete, carruaje o carreta que recorriese el sendero de polvo, era motivo de conversación y conjetura. Eran los albores del nuevo siglo, cuando aún no circulaban los ruidosos Ford T por los caminos de las estancias y la identificación de los viajeros debía realizarse estudiando el galope del caballo o el modo de llevar el poncho y sombrero.

Aquel mediodía eran pocos los que se habían arrimado hasta el rancho de barro y paja para beber unas copas y jugar a los naipes. Entre los fieles comensales que habían desafiado al agobiante calor se encontraban el viejo Eustaquio Méndez, mercachifle que abastecía de tela y licores a la zona, mi abuelo Carlos, el domador Mario Senizas y un joven peón de la estancia de don Frutos San Martín, que tenía su ranchito a orillas del Colla.

Don Pepe era el pulpero, un sevillano que había desertado de la Armada Española hacía ya muchos años. Sabiondo y conversador, acostumbraba a filosofar sobre tierras y mares lejanos, y con su inconfundible verborragia andaluza cautivaba y encantaba a su primitiva audiencia, que le tenía como la máxima autoridad de la región.

Mi abuelo, Méndez y Senizas se fueron quedando solos con el calor intenso y pegajoso de aquel rancho. Convidaron al peoncito a una partida, pero el muchacho se excusó cortésmente y los tres se fueron a sentar en el rincón más fresco de la pulpería. Senizas limpió la mesa con la manga de su camisa y el abuelo retiró un par de vasos que estorbaban. Méndez arrimó tres sillas y sacó un mazo de cartas sucio y gastado del bolsillo de su chaqueta. Mientras tanto, el joven les observaba sin demasiado interés, con la mirada pensativa y lejana. Sólo un extraño brillo fosforescente, casi imperceptible, emanaba de sus ojos grises.

Pasada media hora, a lo lejos y en dirección del poblado de Cerro de las Armas se vislumbró una nubecilla de polvo, señal de un jinete que se acercaba. A nadie pareció importarle la novedad y sólo uno de los perros, que dormitaba jadeante bajo el alero, se levantó con toda parsimonia y fue hasta los eucaliptus para vigilar mejor al viajero. El jinete tardó en subir la cuesta de la pulpería, como si no tuviese mucho apuro por llegar o tal vez porque no quería cansar a su flete.

El gaucho recién llegado era un negro alto y fornido, de pelo motudo y lustroso. Rostro arrugado, bigotudo, de rasgos toscos, con mirada penetrante, casi cruel y protegida por una tupida mata de cejas.

Desmontó sin apuro, ató su pangaré al palenque y caminó con paso lento hacia la puerta del rancho. Quitándose el sombrero polvoriento, gruñó un corto saludo a todos los presentes y se dirigió al mostrador. Allí nadie parecía conocerle y no es costumbre de los gauchos el entablar conversación fácilmente con ningún desconocido. Pasaron largos minutos de silencio, en el que sólo el zumbido de un mangangá y el cacareo de unas gallinas que se habían refugiado en la trastienda, rompían una atmósfera que se tornaba cada vez más densa. Por fin, el recién llegado se dirigió al pulpero y con voz ronca pidió una botella de caña paraguaya.

El pulpero miró con ojos desconfiados al gaucho forastero.

—¿De ande viene, compadre? —preguntó don Pepe tratando de crear conversación, aunque más no fuese por cumplido, mientras le entregaba la botella y un vaso no muy limpio. El gaucho recién llegado le miró con ojos fríos y casi sin mover sus labios respondió:

—De Tarariras.

Un pesado silencio cayó sobre aquella pulpería. Las moscas revoloteaban inquietas, posándose brevemente sobre las sudorosas cabezas de los jugadores, para luego reemprender su enervante vuelo. Don Pepe, viejo conocedor de las mañas de los gauchos, medía la tensión en el ambiente y sigilosamente comenzó a retirar los vasos del mostrador.

—Calorcito bravo este —agregó casi como disculpándose y se refregó las manos con nerviosismo. El negro no se movía más que para tomar sorbitos de su caña y hasta eso lo parecía hacer con extrema cautela. Finalmente, para sorpresa de los tres jugadores de cartas, se dirigió a ellos y con voz ronca y tono agresivo les preguntó:

—¿Alguno de ustedes conoce a Pancho Salinas?

Un escalofrío corrió por la transpirada espalda de don Pepe. El jovencito, que no se había movido del mostrador, levantó la vista sorprendido y replicó:

—Aquí estoy pa’ servirle.

El negro giró sobre sus talones y parándose en medio del salón, observó al joven peoncito durante unos segundos interminables.

—Vos has estao por Tarariras demasiadas veces —le dijo con evidente bronca.

El pulpero presintió que correría sangre.

—Yo voy ande se me antoja —respondió el muchacho, ahora más altanero.

—¿Sabés quién soy yo? —preguntó el negro socarronamente—, ¡porque pa’ ser tan borrego, sos demasiao atrevido!

—No sé ni me interesa —replicó el peoncito, mirándole fijo a los ojos—. Y cuidao con lo que dice, no se vaya a repentir…

El negro le observó un rato en silencio, midiendo su fuerza y calculando la de su rival. Luego se volvió hacia el pulpero, que sudaba cada vez más profusamente, y le espetó:

—Usté sabe, compadre, que los que se encaman con la hembra de otro, pocos años viven.

El pulpero Pepe no dijo nada. Sólo miró de reojo por un instante al muchacho y volvió su vista hacia el forastero.

—Sí, lo que oye —continuó diciendo el recién llegado—. Y los que se montan a mi mujer, los pagan con sus tripas…

Los tres paisanos en el rincón bajaron sus naipes y pararon la oreja. El jovencito observaba fijo al negro pero éste, con su voz ronca y tono burlón, continuaba provocándole.

—Es que son así —le dijo al sevillano—, muy machos pa’ voltearse hembras de otros, pero maulas pa’ peliar con los hombres.

El muchacho miró a don Pepe y a los otros parroquianos, pero nadie se movió ni hizo el más mínimo gesto de intervenir. La suerte estaba echada. Habría duelo.

El muchacho sintió cómo le hervía la sangre y escupiendo junto a las botas de potro de su rival, contestó:

—Lo que pasa que hay otros que se quieren hacer los machitos ajuera pero cuando están en el catre con su hembra no saben cómo manejar el garrote.

El pulpero se refugió detrás de las rejas protectoras del mostrador.

—¡Ah, hijo e’ una gran puta! ¿Así que con esas andamos? —rugió el negro furioso—. ¿Con que no soy macho pa’ eso? —y pegando un salto se colocó frente a la puerta, empuñando un brilloso cuchillo en su diestra—. ¡Vení ajuera y peliá si sos hombre!

El muchacho miró a don Pepe y a los otros parroquianos, pero nadie se movió ni hizo el más mínimo gesto de intervenir. La suerte estaba echada. Habría duelo.

—¡Salí y peliá! ¡No te quedés en la teta! —gritó el negro enfurecido. Su poncho enrollado en el brazo izquierdo. El muchacho salió resignado al sol que calcinaba. Con movimientos lentos sacó su cuchillo del cinto y pidiendo un poncho también se lo enrolló al brazo. Curiosamente, sus ojos habían adquirido ahora un extraño color violáceo y toda su piel iba tomando un brillo muy especial, que el pulpero, sin darle mayor importancia, atribuyó a su sudor bajo el resplandor del mediodía.

Ambas figuras se detuvieron un instante, estudiando el terreno donde desarrollarían su trascendental batalla. Mientras tanto, los otros parroquianos allí presentes salieron de la pulpería con paso inseguro, acomodándose bajo la sombra de un viejo ombú.

Los luchadores se miraban con odio y en silencio. Ninguno quería ser el primero en moverse ni en anunciar sus intenciones. Ambos buscaban el ataque sorpresa que desconcertara al rival. Hasta que, súbitamente, el negro se balanceó y no pudiendo contenerse más, dio un salto felino hacia delante, lanzando al mismo tiempo una feroz cuchillada. El muchacho, con ojo alerta, dio un paso atrás y esquivó ágilmente el corte.

Los dos gauchos comenzaron entonces a girar y amagar con sus largos cuchillos, mientras estudiaban cuidadosamente las reacciones del oponente. La próxima punzada vino del peoncito, pero el forastero se echó a un costado, rápido como un gato montés, y el cuchillo del joven cortó el aire con un destello de plata. Sudor frío corría por los rostros de los duelistas y furia emanaba de sus miradas.

El negro, todavía con una sonrisa en su tosco rostro africano, jugaba con los nervios del muchacho aunque éste, demostrando mucha valentía, no parecía dejarse impresionar demasiado por aquel enemigo que resoplaba y deseaba su muerte.

En realidad, con el paso de los minutos, el muchachito parecía ir adquiriendo más confianza en su fuerza, pese a lo desigual del combate. Los cuatro espectadores ni siquiera pestañeaban por temor a perderse ese movimiento súbito y definitivo que acabaría violentamente con el duelo. Sin embargo, algo extraño estaba comenzando a ocurrir allí mismo ante sus propios ojos. Al principio fue sólo una leve levitación, casi imperceptible, disimulada por el polvo que levantaban las botas en su remolinear sobre la tierra suelta y reseca. La lucha continuaba sin disminuir un ápice en intensidad y fiereza, pero Mario Senizas fue el primero en notar ese “algo extraño” en el comportamiento del muchacho. Incrédulo, le dio un tímido codazo a mi abuelo y preguntó sorprendido:

—¿Usté vio eso?

No había aún acabado de decirlo cuando el joven Salinas, con sus ojos ahora de un intenso color púrpura, murmuró algo así como una invocación o plegaria y repentinamente comenzó a dar zancadas alrededor del negro, levantándose cada vez más alto, desconcertando completamente a su oponente. Sus saltos iban en aumento, al igual que un murmullo y una súbita brisa calurosa que venía del monte, sorprendiendo a todos los presentes. Por un momento, Salinas daba un brinco hacia la izquierda para acto seguido saltar hacia la derecha, mientras el negro, que aún mantenía su guardia en alto, le observaba intrigado. De improviso, el muchacho dio una zancada larga hacia adelante y al pasar volando sobre la cabeza motuda de su rival, le hizo un pequeño corte en la oreja. ¡Todos los presentes dieron un paso atrás espantados! El negro no sabía qué hacer. Su enemigo giraba a su alrededor y en medio del torbellino se le veían crecer por momentos los brazos, como si fueran dos grandes aspas de molino.

El retador no atinaba más que a lanzar cuchilladas al vacío y cubrirse la cara con su poncho.

—¡Esto es cosa de mandinga! —exclamó don Pepe sobresaltado.

—¡Quedate quieto, mamón! —gritó el negro con desesperación.

Este insulto pareció ofender al muchacho, que comenzó de inmediato a echar una espesa espuma amarillenta por la boca y a transformarse ante el estupor de los espectadores, quedando reducido primeramente al tamaño de un pequeño tatú. El negro abrió tanto sus ojos que casi se le saltaron de sus órbitas, pero sin dudarlo dos veces intentó darle una patada al simpático animalito. Éste, adivinando su mala intención, se transformó en una culebra que pasó deslizándose entre las piernas de su contrincante y, al quedar detrás del negro, retomó presto la forma de Pancho Salinas, que ni corto ni perezoso aprovechó la oportunidad para pincharle el culo a su rival. Éste se giró, rápido como una fiera. El temor le hacía más valiente y, por mucho que intentase confundirle su joven oponente, el negro no se achicaba, continuando con su empeño por darle muerte.

El negro limpió su cuchillo en el poncho del muerto y casi sin ningún apuro lo volvió a envainar, mientras se dirigía a su cabalgadura.

La brisa se fue transformando en un atronador viento pampero, que obligaba a los espectadores a envolverse las caras con sus pañuelos. Entre la súbita nube de polvo, la imagen del muchacho pareció difuminarse y tomar la forma de un esqueleto tembloroso, que comenzó a danzar alrededor de su enemigo. Éste miró a los parroquianos, que formaban un círculo cada vez más amplio, pero ninguno hizo nada por ayudarle. Estaban como petrificados, observando aquella macabra figura que se agachaba y luego brincaba. Hasta que al intentar acercarse el negro para clavar mejor su cuchillo, los huesos se desarmaron estrepitosamente y en su lugar apareció un hermoso yaguareté agazapado, que gruñía y lanzaba feroces manotazos, arañando con sus garras las rodillas del moreno pendenciero, rasgándole las botas y el chiripá. El pulpero no pudo aguantar más y blanco como el papel se metió dentro del rancho. Los demás tenían tanto miedo que no atinaban a moverse.

Mientras tanto, el yaguareté se había convertido en un macho cabrío que topaba al negro, luego en robusto carpincho, más tarde en veloz liebre y finalmente en un ñandú bailarín. Pero el negro, empecinado y furioso, no cejaba en su intento por darle un puntazo de muerte a todo bicho que se le pusiera por delante y corría enloquecido tras los animales.

Cansado de tanta transformación inútil y harto ante la tozudez de su oponente, el muchacho optó por acabar con el desigual combate y, para asombro de su rival y todos los presentes, se convirtió en una réplica exacta del propio negro. Éste se paró en seco, bajó la guardia y miró atónito a Méndez, a Senizas y a mi abuelo.

—¿Y aura qué hago? —les preguntó estupefacto.

—Mátelo, mátelo —contestaron los otros.

El negro entrecerró sus ojos, apretó los dientes y ensartó su filoso acero en el vientre descubierto de su contrincante. Los ojos negros de su imagen gemela se quedaron fijos en el horizonte por un instante y luego bajaron hacia la herida, que ya comenzaba a sangrar. El retador, todavía con el cuchillo enterrado en las tripas de su adversario, quiso empujar aún más adentro y, con un movimiento del brazo derecho, levantó en vilo a su semejante. Pareció sostenerle allí una eternidad, luego quitó el acero enrojecido y dejó caer bruscamente el cuerpo de su doble.

El negro limpió su cuchillo en el poncho del muerto y casi sin ningún apuro lo volvió a envainar, mientras se dirigía a su cabalgadura. Nadie se movía ni decía una palabra. Se acomodó tranquilamente el sombrero polvoriento y fue al darse vuelta para enfrentar a sus mudos testigos cuando vio al peoncito, recostado contra el mostrador de la pulpería y con un vaso de ginebra en la mano, observándole fijamente. El retador sintió cómo el alma le abandonaba el cuerpo. Se miró una vez más a sí mismo tendido sangrante sobre la tierra y comprendió que estaba muerto.

La brisa se detuvo por completo, retornó el calor calcinante a los campos de Colonia y el pangaré, ya sin jinete, salió en un desaforado galope campo afuera, perseguido de cerca por los perros.

Roberto Bennett
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