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Sitting ducks

sábado 9 de mayo de 2020
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Zeb Rawlings cumplió con creces todas las obligaciones acordadas en su contrato de enrolamiento con las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos. Le había tocado ir a luchar en Afganistán y allí se había convertido, por mérito propio, en un excelente francotirador. Un ejecutor de primera, ganándose la confianza de sus superiores y varias medallas al valor, condecoraciones que luego su padre colgó orgulloso junto a la bandera de los Estados Confederados, en un panel a la entrada de su cabaña, ubicada en las afueras de Pigeon Forge, Tennessee.

Zeb era un solitario y a menudo se ausentaba de su casa por varios días, internándose en el bosque para cazar.

Zeb había crecido en esas montañas que forman parte de los Apalaches, donde se encuentra el Parque Nacional de Smokey Mountains (Montañas Humeantes), y su vida había transcurrido en la pequeña granja de su padre viudo, junto a sus siete hermanos y dos hermanas, cazando ciervos y hasta algún oso negro, ayudando a sembrar y cosechar los productos de la huerta familiar. Una infancia sencilla, rodeado de naturaleza y con escasas asistencias a la escuela rural, situada a cinco millas de su hogar. La cabaña paterna consistía de dos dormitorios, donde se distribuía toda la familia, un living-comedor con una gran estufa de leña y una pequeña cocina. El excusado o letrina estaba ubicado a una distancia prudencial de la casa.

Su vestimenta habitual era un raído overol, heredado de su hermano Mick, que era dos años mayor, y debajo una camiseta de algodón, con varios remiendos. Solamente usaba calcetines y botines, gastados y sin cordones, cuando era invierno. La mayor parte del tiempo, correteaba descalzo por los valles y montañas. Su pelo rubio, largo y lacio, le llegaba hasta los hombros y una barba rala era su sello personal, que lo identificaba con los hillbillies o muchachos de las colinas de Tennessee.

Zeb era un solitario y a menudo se ausentaba de su casa por varios días, internándose en el bosque para cazar. Allí esperaba agazapado y silencioso, camuflado entre hojas y ramas, durante horas, hasta que en el lago cercano se posaban los gansos y patos para pasar la noche. Entonces sonreía y comentaba en voz baja:

Sitting ducks (patos posados) —y apretaba suavemente el gatillo de su rifle.

Al regreso, siempre traía un ganso o un par de patos. Producto de su paciencia, rapidez al disparar y excelente puntería. Algo que su padre admiraba y estimulaba para que perfeccionase, enseñándole a disparar con su rifle favorito. Un CZ527 American, con culata recta.

Cuando decidió enrolarse en el ejército, los oficiales se asombraron de su precisión al disparar y le asignaron a un grupo especial de francotiradores, destinados al conflicto en Afganistán. Allí, en las áridas y desoladas montañas y desfiladeros, se destacó por sus ejecuciones de jefes talibanes, esperando detrás de una roca, en medio del territorio enemigo, escondido y en soledad durante días y hasta semanas. Silencioso, casi sin moverse a pesar del calor reinante, pasando totalmente desapercibido. Concentrado, con expresión impávida y hielo en sus ojos azules, siempre fijos en la mira telescópica, hasta que susurraba su frase favorita —Sitting duck— y apretaba el gatillo de su Remington 700, eliminando a otro enemigo. Finalmente, cumplida su misión, esperaba a que bajase el sol y se escabullía en la oscuridad de la noche, para llegar sano y salvo a su campamento.

Zeb era querido y respetado por sus compañeros de armas. Incluso entre la oficialidad, a pesar de no ser muy conversador ni sociable. Era un ejecutor en quien podían confiar.

Sus hazañas pronto fueron conocidas en Tennessee y cuando acabó su contrato y retornó a Pigeon Forge, le esperaba un grandioso recibimiento, con desfile incluido por la calle principal. Para celebrar al héroe local, que había sido condecorado nada menos que por el general David Petraeus, comandante de las Fuerzas de Estados Unidos en Afganistán (USFOR-A).

Las celebraciones aquel día concluyeron en la cabaña de quien pronto llegaría a ser su futuro suegro, bebiendo abundante whisky casero, fabricado en el alambique del dueño de casa, porque en esa parte de Tennessee aún rige la ley seca.

Se afeitó la barba y se recortó el pelo, y nuevamente vistió un uniforme, algo que sin duda le complacía.

Sin embargo, para Zeb Rawlings no fue fácil adaptarse a su nueva vida de civil. Por las noches, a veces visitaba el bar Watchman’s Cove, en Pigeon Forge, para oír música country o bluegrass, ejecutada por talentosos muchachos de las montañas, que interpretaban alegres canciones en sus banjos, violines y armónicas. Al estar prohibida la venta de alcohol, las veladas siempre acababan en el alambique clandestino del señor Hitchcock, donde conoció y entabló amistad con dos hermanos, miembros de la tribu cherokee, que vivían en una reserva cercana. Sin embargo, con el paso del tiempo se acentuó su carácter introvertido y a menudo se alejaba de su casa para permanecer varios días escondido en el bosque, cazando y lejos de la civilización.

Ante este hecho preocupante, su padre bajó una mañana a Pigeon Forge para solicitar ayuda del gobierno.

—Mi hijo Zeb les ha prestado un gran servicio y ahora necesita ayuda para readaptarse y conseguir un empleo decente —dijo Linus Rawlings con gesto adusto.

El funcionario de la oficina de empleo sintió pena por la situación en la que se encontraba el cabo Zeb Rawlings, un héroe de guerra, y le buscó trabajo en el parque nacional. Un mes más tarde, Zeb debutó como guardabosques. Se afeitó la barba y se recortó el pelo, y nuevamente vistió un uniforme, algo que sin duda le complacía. Aunque las botas le incordiaban y a menudo se le veía rondar descalzo por los senderos del bosque.

Los meses siguientes transcurrieron con normalidad e incluso Zeb acudió a un par de fiestas campestres, donde conoció a Peggy Anne Hitchcock, una rubia bonita y coqueta, de diecisiete años y busto prominente, hija del principal fabricante de aguardiente clandestino en la comarca. A los seis meses se comprometieron y casaron en la pequeña capilla de los Baptistas del Sur, congregación a la cual pertenecían las familias Rawlings y Hitchcock.

Todo parecía irse acomodando en la vida de Zeb. Compró, con el dinero ahorrado durante su tiempo en el ejército, una cabaña no lejos del pueblo, y allí se mudó con su novel esposa. Su vida de casado transcurría sin mayores sobresaltos. Ella se ocupaba de las labores domésticas y él, en los días de descanso como guardabosques, se ausentaba para procurar cazar gansos, patos y hasta algún cervatillo. Los domingos asistían a misa y luego se reunían para un almuerzo familiar con los demás Rawlings y Hitchcocks. Todo muy normal y rutinario. Peggy Anne le expresó a Zeb su deseo de tener hijos pero él, sin negarse, respondió que le parecía algo prematuro.

Él se alejó caminando y silbando una vieja canción de Dolly Parton, con su rifle al hombro y una mochila a la espalda. Ella lo observó hasta que se perdió en el bosque.

Transcurrieron dos años con aparente felicidad conyugal, hasta que una noche en el alambique, sus amigos cherokee le contaron que habían visto a Peggy Anne visitando al maestro de escuela en su cabaña, situada al borde de la ruta que lleva a Gatlinburg. Zeb palideció pero no dijo nada y esa noche bebió más de lo acostumbrado. Agradeció la información a sus amigos y se marchó tambaleando rumbo a su cabaña. Al llegar halló a su bella esposa durmiendo plácidamente y no la despertó. A la mañana siguiente tampoco dijo nada y dejó que pasaran unos días. Hasta que una mañana muy temprano anunció que partiría con dos amigos nativos a las montañas más lejanas, para cazar ciervos. Luego los cherokees venderían la carne en los restaurantes del pueblo y se repartirían esos dólares entre los tres. Él, por supuesto, no podía figurar en la transacción, debido a su trabajo como guardabosques. Prometió, eso sí, volver en tres o cuatro días. Peggy Anne lo abrazó y despidió con un amoroso y prolongado beso en la boca.

Él se alejó caminando y silbando una vieja canción de Dolly Parton, con su rifle al hombro y una mochila a la espalda. Ella lo observó hasta que se perdió en el bosque. Un par de horas más tarde, Zeb estaba camuflado entre unas rocas, a ciento cincuenta metros de la casa del maestro de escuela, esperando pacientemente hasta verla llegar. Confiaba en el dato que le dieron sus amigos cherokees. Por eso ni pestañeó cuando la vio venir caminando, luciendo su mejor vestido floreado y los zapatos que él le había regalado para su cumpleaños. El joven maestro salió sonriente a la puerta para recibirla.

Sitting ducks —murmuró Zeb, casi como un rezo. Entonces ajustó su mira telescópica, apuntó con calma, apretó con suavidad el gatillo y disparó con asombrosa rapidez un par de veces su rifle de caza. Observó la primera bala que entraba por la boca de Peggy Anne y casi enseguida la segunda hacía estallar, como si fuera una sandía, el cráneo de su amante. Zeb Rawlings bajó el rifle lentamente, se refregó los ojos, se puso en cuclillas y se escabulló silencioso entre la maleza.

El parte policial determinó que había sido un doble homicidio causado durante un intento de robo o violación, por un forastero que circulaba por la carretera que lleva a Gatlinburg. Dictamen basado principalmente en lo expresado por el único testigo, un nativo de la tribu cherokee que pasó por allí poco tiempo después y declaró haber visto al extraño huyendo en una moto. Nunca se halló al motoquero fugitivo y la policía de Pigeon Forge tampoco investigó más, dando por cerrado el caso.

Roberto Bennett
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