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Un cuento chino

martes 27 de marzo de 2018
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Sucedió en Hong Kong, en el barrio de Kowloon, y este no es un cuento chino. O quizá sí lo sea, por el entorno asiático en el cual sucedió. Yo estaba de visita en esa ciudad, trabajando durante un mes en un proyecto turístico y los socios chinos de la empresa para la cual trabajaba decidieron invitarme a una auténtica cena china. Nada parecido a lo que nos ofrecían en el hotel donde me hospedaba. Un agasajo que agradecí y gustosamente acepté.

En los numerosos edificios de apartamentos construidos a ambos lados de las calles de ese fascinante barrio se podían ver unas pequeñas jaulitas ubicadas en las minúsculas terrazas, y dentro de ellas había unos hermosos perritos blancos y grises.  

Me llevaron a través de la bahía a tierra firme (mi hotel y la oficina estaban ubicados en la isla de Hong Kong) y, luego de caminar varias manzanas por estrechas callejuelas llenas de gente y locales iluminados con múltiples luces de neón, llegamos a un restaurante que ellos consideraban de lo mejor que había en esa ciudad.

Nos esperaba una mesa circular y giratoria, como es costumbre en un banquete chino, y pronto comenzaron a aparecer platos con los más variados productos y sabores. Confieso que a mí me gusta la comida china, así que no tuve inconveniente en degustarlos y disfrutarlos, hasta que llegó el momento cumbre del agasajo y un camarero trajo y depositó ante mis ojos una bandeja con un pato entero, con su cráneo partido por la mitad. Pero, para mi sorpresa, descubrí que dentro estaban los sesos del infeliz animalito. Inicialmente no supe qué hacer, pero incentivado por las sonrisas y los gestos amables de mis anfitriones, comprendí que era yo quien debía degustar esa supuesta delicia. Acto seguido me entregaron una cucharilla minúscula y con ella debía recoger los sesos del ave y llevármelos a la boca. Con sonrisas de compromiso, tragué aquellos sesos que me sabían ácidos y repugnantes. Continué sonriendo y agradecí el gesto amistoso o más bien la deferencia hacia mi persona y continuamos comiendo. Para sacarme el gusto de los sesos del pato, que permanecía en mi lengua y paladar, arremetí con unas albóndigas que sabían mucho más sabrosas y digeribles. Y así continuó aquella extraña cena en mi honor.

Un día más tarde, recorriendo nuevamente las calles de Kowloon con un colega local, observé que en los numerosos edificios de apartamentos construidos a ambos lados de las calles de ese fascinante barrio se podían ver unas pequeñas jaulitas ubicadas en las minúsculas terrazas, y dentro de ellas había unos hermosos perritos blancos y grises. Me extrañó verles en jaulas pero asumí que era para que las mascotas pudiesen disfrutar del aire y no se cayeran a la calle, al ser tan pequeñas que pasaban por entre las rejas de los balcones.

Lamentablemente, mi colega chino me explicó la triste realidad: esos adorables perritos estaban allí para ser comidos en alguna importante fiesta familiar y con ellos harían, entre otras delicias culinarias, las sabrosas albóndigas que yo había disfrutado la noche anterior.

Roberto Bennett
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