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Tres cuentos breves de Maikel A. Ramírez A.

jueves 2 de abril de 2020
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Sol mayor

Afina su guitarra por medio de la vibración que suelta cada una de las seis espigadas cuerdas, mientras que su nave sigue la trayectoria programada desde hace meses. Tras un repertorio de canciones nostálgicas que le recuerdan a sus padres, decide ejecutar la canción de Oasis que tanto lo devuelve a su adolescencia, Don’t look back in anger. Un breve titubeo es el preludio para iniciar con un do, hasta terminar la introducción con el fa (disfruta esta parte porque sabe que es un descarado calco de la obra maestra de John Lennon, Imagine). Su charrasqueo se aviva cuando arquea sus dedos nuevamente para posicionarlos en el acrobático do, y la pajuela transita sin estorbos las cuerdas de su encorvado instrumento musical. Pero ahora con terror se percata de que no podrá evitar el sol mayor. Entiende bien que, por mucho que se esfuerce, es demasiado tarde para evadirlo. Con desaliento, se resigna al hecho de que no habrá forma de escapar de él. Reconoce que frente a sí aguarda un infausto desenlace. Horas después y en apenas unos pocos segundos, el intenso calor arropa la extraviada nave y borra su cuerpo hasta lo imperceptible. Al cabo de un rato, no habrá ningún eco de la conocida melodía del grupo británico por aquel universo.

 

Como el Titanic

…Y entonces hundo mi piecito sobre su cabecita y su garganta hace glup glup glup glup con espumita que se eleva como aquellos globitos que Juancito, el niñito que vive al lado de nuestra casa, trae de las fiestas de cumpleaños de sus primitos, y yo entonces veo a través del agua tibia del río sus ojitos asustados y moviéndose de lado a lado como pececitos que escapan de un pecesote de aquellos que mi papá agarra con sus amigos todas las mañanas, y yo entonces dejo que se asome un poquito fuera del agua y luego lo vuelvo a hundir, eso sí, con más fuerza, y lo siento moverse, entonces, como esos perros callejeros que luego de que los bañan se revuelcan en la tierra, y yo mantengo mi piecito tieso, como un palo con el que se le pega a las piñatas, y él se desespera de verdad y río y río y río y río, y vuelvo a mirar abajo y su carita cambia de colores como un arco iris chiquitico, pero al rato llega mamita y me da un coscorrón y me dice muchacho ‘el carrizo vas a matar a tu hermanito, y lloro buah buah buahhhhhhhhhhhhh. Otro día, cuando mamita no esté, le lanzaré una piedra en la cabecita y entonces, como la película que mis papitos siempre ven en la televisión, gritaré ¡aisberg! ¡aisberg! ¡Ayuda! ¡Ayuda, por favor, por favor!, se hunde el Titanic.

 

La noche y las máquinas

“Poco sé de la noche
Pero la noche parece saber de mí”
(Alejandra Pizarnik: La noche)

Maracay, año 2043. Escucha un silbido metálico que parece perforarle el oído. De pronto, reconoce la firme orden de que se detenga; pero para él esto es sólo la señal evidente de la urgencia de su encargo. [corre CORRE CORRE]. Jadea mientras se asegura que el diminuto dispositivo está resguardado en el bolsillo izquierdo de su chaqueta. Sabe muy bien que el futuro de la humanidad depende del cuidado que le dé a la encomienda del señor K. ¿Es el escogido para devolverle a la raza humana su libertad? Medita, al tiempo que dos hostiles máquinas se mueven a su espalda para exterminarlo.

Desciende las escaleras sin perder de vista el vertiginoso descenso de las máquinas, cuyas manos se han transfigurado en poleas que se deslizan por el clave que transporta el elevador. Cuando llega a planta baja, se detiene a tomar un par de bocanadas de aire y de inmediato continúa su imperiosa huida. [corre CORRE CORRE C O R R E]. Son apenas unos escasos metros los que lo separan de la salida de la Corporación Ciudad Jardín INC. Los disparos caen a sus costados y producen una ceniza que hace más difícil poder respirar. Siente más de cerca los retumbantes pasos de sus perseguidores. No debe fracasar.

El pasillo del túnel parece dilatarse como si contuviera una fuerza antigravitacional. Un golpe repentino, como de un buque que devora otro, cae sobre su hombro derecho y lo derrumba sobre el piso cristalizado de la corporación. Entonces, seis dedos metálicos hirvientes lo sujetan por el cuello y lo colocan con el rostro bocarriba. Ha fallado. Con su muerte, se sella el frustrado anhelo de emancipación de la humanidad. Alcanza ver que una luz delgada pende como una telaraña tejida entre el arma y su frente sudorosa.

Maracay, año 2013. Ramón Solórzano abre los ojos justo cuando, desde la habitación contigua, la voz de Jim Morrison ametralla el vigoroso remate de The End. Luego nota la jeringa balanceándose como un péndulo a un lado de la cama, casi apuñaleando una alfombra cubierta de cigarros, botellas de vodka y condones húmedos y babeantes. Se ríe socarronamente de que la droga lo haga alucinar con mamagüevadas sobre pistolitas láser y otras pendejadas del futuro. Piensa burlonamente que la próxima vez le vendría mejor darse una nota con burundanga. Entonces intenta levantarse para cambiar el CD de The Doors por uno de su añorada Blind Melon, pero un dolor punzante, como una mecha de taladro, le penetra en la frente, mientras que a sólo unos pasos de él se encuentran paradas dos colosales figuras que observan cómo su cuerpo arde y la salvación humana se reduce a un diminuto copo hormiguero.

Maikel Ramírez
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