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Pandemónium

martes 1 de septiembre de 2020
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“Cuando la tarde languidece
renacen las sombras”
Hugo Blanco

I

Desde la estación internacional en el espacio, el azul de la Tierra tiene un color más brillante que cualquiera de las aguas o de la atmósfera de los últimos años. Las nubes tenían una pincelada leve de blanco en lugar de los amenazantes torbellinos del verano. Sí, está entrando la primavera, pero las comparaciones estadísticas de las imágenes digitales en archivo lucen totalmente diferentes. La herida abierta de la capa de ozono muestra un cierre concéntrico de algunos kilómetros. No muchos, pero esperanzadores. La nave viaja en su trayectoria elíptica a una velocidad inimaginable en la Tierra de unos treinta mil kilómetros por hora. Pero en el espacio las cosas son totalmente diferentes. La gravedad, que todo lo cambia, el sonido electrónico de las voces, el metálico olor de la materia negra que circunda.

Se le fue haciendo la voz cada vez más breve en las conversaciones, entre los espasmos de la tos, hasta terminar con una máscara.

Mientras descansaba en su nicho, Elena Williams recibe una videollamada no esperada. Su tiempo en la estación estaba programado para unos seis meses y apenas llevaba dos y medio. Su misión, estudiar los cambios biológicos y genéticos de los astronautas que se exponían al espacio abierto cuando salían al exterior a realizar reparaciones e inspecciones a la estación. Tomaba las muestras de sangre, de las excrecencias y hasta citologías de diversas partes del cuerpo para examinarlas en el microscopio electrónico. Ni siquiera fue al baño a lavarse el rostro para atender la llamada. Abrió la pantalla que directamente la conectaba con el centro de comunicaciones de Houston y el director, con ojos esquivos y con breves excusas, le dijo que su esposo necesitaba hablar con ella. John apareció en la pantalla, sonreía, pero Elena pudo notar la inflamación alrededor de sus ojos. “Qué sucede, mi amor”. “No, no te alarmes, es que comencé a sentirme un poco mal, tú sabes, como aquella vez que me agarró la influenza, la tos, la fiebre y el dolor de los huesos, así que preferí enviar a los chicos con tu hermana e ir a la clínica por la prueba”. “¿Y?”. “Bueno, como te digo, y pensando que tal vez fue el viaje a Hawái de diciembre, sí, la prueba es positiva”. Elena cerró los párpados fuertemente mientras contenía la respiración por un momento y por sus pensamientos cruzaron todos los recuerdos que partían desde que había conocido a John en Cambridge, pasando por la luna de miel, el nacimiento de sus dos hijos y el día del lanzamiento de la nave al espacio desde territorio ruso.

Elena, John y su familia tenían, por supuesto, acceso a los mejores servicios del distrito médico de la ciudad, y ella podía seguirlo y hablarle a través de monitores y pantallas. Ella no podía creer que a él, quien corría seis millas tres veces por semana en el parque, se le fue haciendo la voz cada vez más breve en las conversaciones, entre los espasmos de la tos, hasta terminar con una máscara y un respirador artificial de donde no podía siquiera enviarle a ella los mensajes de amor en breves textos que le hacía llegar los últimos días. Y, desde la extrema distancia, lo vio apagarse en el monitor en un hilo de luz y de sonido monótono, como el del ambiente interespacial, oscuro y silencioso, que siguió al momento. Por una ventana de la estación miró al sol asomarse por el borde de la tierra e iluminar al Golfo de México, buscó con la mirada el rincón de Texas donde podía estar Clear Lake, su casa que veía hacia el lago donde gustaban ver juntos los atardeceres. Las lágrimas brotaban de sus ojos y flotaban en la cabina como una fuente lenta e inversa, la luz externa acarició las gotas y un pequeño arcoíris, que sólo vieron sus atribulados compañeros de misión, se reflejó a sus espaldas.

 

II

David León Fernández y Miguel Fernández Ayala partieron desde unas 1.650 millas de lejanía hacia Houston el mismo día de finales de noviembre. Uno desde San Francisco, California, donde una vida de mendicidad obligaba, a la entrada del invierno, a migrar hacia el sur, donde el frío había sido llevadero durante los últimos nueve años, con planes de regresar a la entrada de la primavera tal como ave migratoria. Veterano de guerra en la liberación de Kuwait, afectado por los vapores de hidrocarburos mezclados con las partículas de arena que el viento añadía al coctel aspirado, razón por la cual familiares decían que le habían llegado al cerebro para llevarle a la locura y a la vida de las calles. Hijo de padres guatemaltecos que huían de la demoledora maquinaria de la dictadura militar y residenciados en California durante los 50, nacido en Los Ángeles y obligado a no hablar español desde su entrada a la escuela. El otro, nacido también en San Francisco, pero la de Guatemala, de una familia clase media pobre, buen hijo, estudioso, adolescencia nada distinta a la de sus amigos como para no aprender a fumar y tomarse unos tragos de aguardiente después de las clases, ingresó con esfuerzo a hacer la carrera de sociología en la universidad de la capital, pero se enamoró de la chica equivocada, la hija del mafioso, ella lo veía y lo veía, pero ese fue el motivo de su amenaza y para que algunos miembros de la familia juntaran dinero para que se fuera, para que cruzara México haciendo la parodia de parecer chilango y no ser discriminado hasta llegar a la frontera, pagar a un coyote y pisar Texas. Su destino, llegar a Houston, casa de un amigo, ya casado y con niña reciente, que tuvo desde su infancia y con el que aún mantenía cierto contacto por los medios sociales.

Luego de desandar la distancia del norte David llegó a Houston a finales de diciembre entre las luces, los festivales en la calle, una inusitada alegría que David no había visto en otros años; en algunos espacios del Downtown sacaba del desgastado estuche la guitarra que rasgaba para interpretar viejas canciones de rock y country, para ver caer de cuando en cuando billetes de un dólar, para medio comer, comprar cigarrillos y algo de hierba.

Esa misma noche tuvo su primera caída al piso. Miguel lo tomó del brazo y comenzaron a caminar por las calles solitarias en búsqueda de ayuda.

Miguel llegó con más dificultades a la ciudad, por su condición de indocumentado e ilegal, hacia finales de febrero; llamó por el intercomunicador al apartamento de Carlos, por los lados del East End, y atendió la esposa, le dijo que Carlos estaba trabajando, que no podía dejarlo entrar porque no lo conocía y ella estaba sola con la niña. Miguel vagó por la ciudad, maravillado por los rascacielos, los estadios, los restaurantes llenos de gente que se veían detrás de las paredes de cristal, pero el dinero ya se estaba haciendo polvo y algo había que hacer. Mientras caminaba cerca del estadio de beisbol vio en una esquina a alguien de pelo largo y ralas barbas latinas que tocaba una guitarra, con el estuche al frente donde reposaban unas monedas y un par de billetes. David miró el rostro del “mexicano” que se sentó a su lado y no pudo evadir la sensación de haber visto a alguien conocido o parecido a cualquiera que posaba en las fotos de los álbumes de familia. Cuando terminó su canción, Miguel preguntó en español de dónde venía, lo siento, no hablo español, y Miguel desempolvó un poco del atropellado inglés que había aprendido en Guatemala. San Francisco, ah, pero el del norte.

Ambos rieron con el mismo gesto.

Miguel volvió donde Carlos y pudo por fin encontrarlo en su apartamento. Salió y habló con él, pero fuera, sentado en un banco. “Mira, no sé si te has enterado, hay una gripe que está haciendo estirar la pata a mucha gente y ya hay una orden para que la gente se quede en casa con su familia, Teresa dice que vienes de la calle y no quiere que entres, te puedo dar algo de lana y cualquier otra cosa para que sobrevivas”. Miguel salió destrozado del complejo, pero aparte de su mochila cargaba una bolsa para dormir, una cobija y una bolsa con comida. Caminó hasta donde había visto a David la última vez, debajo de la autopista 59, en donde una secuencia de carpas y techos de plástico albergaba a un grupo de gente sin hogar. Allí volvió a encontrarlo. David le dijo que tenía algunos dolores de cabeza y le invitó del porro que ya llevaba medio camino de cenizas. En esos mismos predios durmió embutido en la bolsa de tela.

Lo despertó una tos que no cesaba, era David. Dijo que a veces le daba y era por el cigarrillo y por la mota, que no se preocupara. Siguió ese día intentando hacer algo de dinero con la guitarra, pero los espasmos de tos lo detenían con frecuencia. Esa misma noche tuvo su primera caída al piso. Miguel lo tomó del brazo y comenzaron a caminar por las calles solitarias en búsqueda de ayuda. David cayó en una calle del centro y no pudo seguir, Miguel les pedía a los pocos conductores que pasaban que llamaran al 911 y alguno que otro lo hizo desde una prudente distancia, pero no había ambulancia, ni patrulla, ni casa para quedarse a cumplir las órdenes de la autoridad.

 

III

Ana María Armas Mendoza estacionó en el complejo de apartamentos de Westchase donde vivía con sus hijos desde hacía unos cuatro años. Frente a su puesto había un cartel escrito en inglés: “Sabemos dónde trabajas y te estamos vigilando. Por qué no te marchas con tus hijos. Quieres contagiarnos y que muramos. Piénsalo”. Había salido del hospital unos veinte minutos antes, el tráfico de la ciudad había mermado considerablemente. Ana, médica pediatra que había emigrado desde Venezuela unos seis años antes y trabajaba como enfermera en uno de los hospitales de la ciudad, aterrizó por Florida con marido, Alberto López, y con dos hijos que salían de la niñez a una nueva realidad. No fue tan fácil conseguir trabajo, limpió casas, vendió hamburguesas. En Caracas era una admirada doctora en una clínica privada, tanto por sus conocimientos como por su físico, ayudado por las sugerencias de su entonces novio, el cuasi vago Alberto, de las cirugías silicónicas y succionadoras de grasa abdominal. Cuando la desbordada inflación, el acoso a todo lo que oliera a privacidad en el país y la destrucción planificada de los servicios públicos se hizo insoportable, decidieron irse. Pero el vuelo de su matrimonio ya tenía un ala rota desde que Alberto le sugirió la vaginoplastia, alegando que después de los dos partos no se sentía igual, como si la estrechez y el amor fuesen de la mano. Así el Alberto, una vez en Florida, acostumbrado a la buena vida sin trabajar demasiado y a vivir de su físico y del apellido de la familia, no tardó en pedirle el divorcio y en buscarse otra pareja de mejor condición económica. Una amiga de Ana y compañera de estudios de la universidad ya vivía en Houston y le avisó que había oportunidades en la ciudad para trabajar como enfermera. No dudó en mudarse, trabajar, mantener a los dos hijos ya adolescentes.

La bestia reclama su espacio, conquista su historia y reafirma sus genes.

Ana arrancó con furia el papel de la pared del estacionamiento. Comenzó a llorar, a estornudar y a toser de una manera incontrolable. Algunas luces en las ventanas de los apartamentos cercanos se encendieron dejando visibles las siluetas detrás de las cortinas. Ella regresó al auto, tomó la botella de agua y bebió, pero la tos persistía. Sacó el celular y llamó a Ernesto, el mayor de sus dos hijos, y le dijo dónde estaba ella, pero que tenía que volver al hospital por una emergencia. Él quiso bajar, pero ella le dijo que no se le acercara. La tos le había dado algo de tregua, pero no desaparecía y el dolor de cabeza no cesaba. Pensó unos minutos y llamó a Alberto para decirle que recordara que en Houston tenía dos hijos y que ella tenía que ir al hospital a hacerse la prueba del virus.

 

Epílogo

Por las calles de la ciudad anda suelto un león que casi nadie ha visto y que ha dejado múltiples víctimas a su paso. Se le escucha rugir por las noches y el eco del sonido hace vibrar edificios y casas. Las calles están más desiertas e inaudibles que un cuadro de De Chirico. La bestia reclama su espacio, conquista su historia y reafirma sus genes. No hay armas que lo acaben, sólo hay miedo e incertidumbre. Por las noches se escuchan los pasos, el rasguño de las garras sobre el asfalto, el quejido de una nueva víctima y el llanto silencioso de sus dolientes. Sale el sol y el viento vuelve a pasar entre las calles como lo ha venido haciendo sobre los senderos primigenios por los siglos de los siglos. Pasa el día por una trayectoria de tiempo suspendido. Languidece la tarde y renacen las sombras, tanto fuera como dentro de nosotros.

William Guaregua
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