La bala atravesó el libro donde hacía unos segundos había leído que el asesino juró la muerte a cada uno de los lectores que osaran adentrarse en las páginas de esa maldita obra.
Pensó escribir un microscópico relato y del bolígrafo no corrió ninguna tinta. Buscó otro bolígrafo, pero ya la historia se le había evaporado.
Ella lo miró con lástima. Él dejó el anillo sobre la mesa y se marchó del restaurante.
El cazador oyó el disparo y fue lo último que escuchó, tendido en el suelo, mientras la sangre brotaba de su pecho.
La niña pasó montada en su bicicleta roja. El niño de zapatos rotos la miró con una tristeza azul.
Levantó la mano para agarrar la estrella fugaz y cuando ya había terminado de pedir su deseo estaba fuera de su país natal, ya convertido en una enorme cárcel.
Escribió el poema más hermoso de su vida. Comenzó a adornarlo de metáforas y lo cubrió con una oscuridad impenetrable.
Nunca había visto el mar y cuando lo tuvo al frente de sus ojos comenzó a batir un suave oleaje de lágrimas.
El amor de los dos fue tan breve como la mirada que compartieron mientras viajaban en dos autobuses que iban en sentido contrario entre la gran ciudad.
Mientras sonaban las campanas de la catedral un hombre en el zócalo mira su reloj de pulsera. Al levantar la vista mira a otro hombre que ve la hora en su propio reloj y que al levantar la vista mira a otro hombre que ve la hora en su propio reloj…
Compró un poemario titulado Palabras al viento y pensó que el lugar más adecuado para leerlo era la plaza del pueblo. Allí llegó, se sentó en el banco y abrió el libro. Una mala encuadernación y una ventisca se llevaron las páginas, que volaron junto a las palomas blancas.
Pintó el más exacto de todos sus autorretratos y cuando decidió firmarlo estaba congelado en el tiempo, al lado reverso del lienzo y mirando a un boquiabierto usurpador que portaba un delgado pincel en su temblorosa mano.
En el verano de 1666, en la pequeña biblioteca de Lincolnshire, un joven comía una manzana cuando un libro de física antigua cayó del estante y se volvió añicos. Aquel hecho le pareció la sumatoria de todas las gravedades.
Penélope tejió la mortaja durante la ausencia de su amor y cuando Ulises volvió la prenda no era de su medida. Ella comenzó a destejer y le pidió que regresara en veinte años.
La niña comenzó a llorar y miraba hacia el piso. Alguien la tomó de la mano y la llevó por la calle, hacia el olvido.
Me llamó por teléfono. No dijo una palabra. Descargó toda su desconocida e irónica risa y colgó.
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