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Diana la Cazadora

domingo 15 de mayo de 2022
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La tarde muere rojiza, lenta y discretamente por la colonia San Rafael. El murmullo del tráfico de la titánica ciudad no cesa. Es el sonido de fondo que acompaña la música de su teléfono que descansa sobre su pequeña cama. Julieta, Lafourcade, Yuri o Trevi, voces que siempre rebotan en las paredes de la habitación y ella las imita en gestos y con voz desafinada. Diana, con la musculosa espalda recostada contra la pared y reposada sobre la almohada, amuela la punta de sus flechas una a una. Mide con la yema del pulgar la agudeza de las puntas. Sí, ya pueden hacer daño y conseguir una buena presa. Toma el arco largo y de alta flexibilidad. Hace sonar la cuerda para medir su tensión. Necesita estirarla un poco más y volver a darle vuelta al nylon en uno de los extremos y, como si afinara un instrumento musical, vuelve a replicar las ondas. Ahora el arma sí está a punto. Diana intenta dormir una siesta, aún le falta un par de horas para arreglarse y salir de cacería. El trabajo de la farmacia la agota, odia el uniforme verde pálido y a la gente que mira sus gestos, sus delicadas maneras, el trazo negro y curvilíneo sobre sus ojos, como si fuese un ser venido de otro planeta. Pero, no hay de otra, tendrá que volver en la mañana a los récipes, a los estantes y a la rutinaria resaca mental. Da vueltas y vueltas y más vueltas intentando sosegarse más adentro de los párpados cerrados. Suena su primera alarma, la de la primera e inquieta noche. Se ducha, se perfuma, se maquilla, viste su atlético cuerpo de vestido amarillo ligero, casi transparente, y de chamarra de cuero para soportar el viento frío que a veces le quiere hacer doblegar sus instintos de diosa. Once de la noche. Toma su arma y sale del edificio. Camina cinco cuadras, llega hasta la calle Sullivan. Otras chicas ya han llegado, cada una con la falda más corta que la otra. Caminan apresuradas hasta su puesto habitual. Miran a Diana y no pueden simular su risa. Algunas conocidas la saludan con un beso por mejilla y le desean suerte. Vuelve a retocarse la pintura de labios y sigue con sus pasos de altos tacones. Para ellas los pesos, constantes y sonantes antes de cualquier acto cariñoso. Para Diana la aventura del bosque de concreto, de la selva urbana, la adrenalina continua, el corazón acelerado, la pasión doblemente prohibida. Sí, el mundo salvaje del diverso y del afín. Diana se detiene bajo la luz de un poste. Desde un auto en marcha lenta alguien le ha visto. Toma una flecha de su espalda y lentamente levanta el arma para no espantar a la presa y comienza a tensar el arco. El auto pasa, pero el chofer vuelve el rostro para alargar el hilo de las miradas recíprocas. Se pierden a lo lejos las luces traseras del coche. Diana baja el arco, suspira y se dice que la noche apenas comienza y otras presas vendrán. En menos de cinco minutos vuelve a aparecer el mismo coche, en una trayectoria más cercana y directa. Diana vuelve a armar y dispara contra el parabrisas. El coche se detiene al frente, el vidrio de pasajero baja y Diana se acerca. Sí, en la mirada se nota que está herido. Le ha invitado a dar una vuelta por la urbe. Diana recoge el volado de su vestido de tul amarillo, se sienta y cierra la puerta. Se hacen preguntas breves y pícaras mientras el auto toma el Paseo de la Reforma. Ella ríe como lo hace cada vez que consigue una presa y a la vez mira las luces de la ciudad como si fuesen una constelación que la dibujara allá a los lejos en el cielo. Siente el mismo placer que sentía cuando de niño, cuando lo llamaban Daniel, de manera traviesa y escondida se vestía con las ropas de su hermana y se miraba en el espejo. En uno de los semáforos la presa, en un arrebato de furia, quiere besarla por la fuerza, palparla, apretarla contra sí y ella le dice que espere, que pueden ir a un sitio más discreto. Un ángel dorado e iluminado los mira desde las alturas. Al segundo semáforo en rojo vuelve una segunda arremetida con mucho más deseo, el beso hasta la garganta, una mano que toca el pecho artificial, la derecha que bajó hasta donde otra arma aguardaba. Los ojos sobresaltados, la furia, la cólera, la maldición, el puño, el otro, el otro y el otro. Se detuvo en el canal cercano a la glorieta, la quiso tirar del pelo, pero era falso, la tomó por el cuello de la chamarra de imitado cuero, la sacudió, la aventó contra el borde de la fuente y allí la dejó toda magullada mientras la figura iluminada de la estática Cazadora le lanzaba una petrificada sonrisa de lástima sobre el hombro que sostiene su arco y el agua en los alrededores continuaba cayendo en indetenibles e infinitas lágrimas. Mañana será otro día y tendrá que volver a la farmacia, a trabajar con anteojos oscuros y exceso de maquillaje para ocultar la sombra violácea de su pasada aventura, si el dolor físico y el más profundo, el del continuo rechazo, se lo permitiera.

William Guaregua
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