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Boves sentado al diván de Francisco Herrera Luque

lunes 17 de octubre de 2016
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José Tomás Boves
Boves rompe el sentimiento colectivo de independencia en afán de lograr la propia.

La densa manera de ironizar la muerte en Boves, el urogallo (1972), nos ha hecho releerlo muchas veces y sentir que esa visión con que Francisco Herrera Luque instala el símbolo muerte, y lo reitera, va creando núcleos que penetran temas tales como independencia, nación, sociedad, existencia en correlación con una sustancia, tal vez negativa, de algunos desvalores que no pudieron cambiar de lugar y plantean una contradicción entre dos líneas, una fecunda y otra destructiva, desde una cierta perspectiva humana, histórica.

Si esta idea se presenta algo maniquea es por recordar que la escritura de Herrera Luque manifiesta un juego entre represiones y distensiones; lo que se siente como contradictorio forma parte del modelo perturbador de la emancipación que el escritor quiere estructurar. En todo caso el problema esencial consistía en que un sector de la población confrontaba el conflicto de independencia en una sociedad aún sometida a condiciones mentales de dominación.

Alrededor de la psiquis deambula el personaje de Boves, el urogallo, cuyo protagonismo lo producen las circunstancias.  

Era inevitable el caos del descentramiento de los polos de identificación cultural que a principios del siglo XIX favorecían a España. Herrera Luque pone de manifiesto los cambios que se estaban produciendo, a nivel del cuerpo social, con las ideas emancipadoras; transformaciones que en Venezuela nunca produjeron una total ruptura sino una hibridez que se transforma, con el tiempo, en cultura sincrética.

Con la mirada en el primer tercio del siglo XIX el escritor muestra una incipiente experiencia republicana con un poder político y social, cuya ostentación estaba disociada de las teorías que expresaba en el tenor revolucionario. Sobre estos lenguajes sociales, imprecisos, piensa Marc Augé (1992) que en ellos los espacios culturales se vuelven palabras atrapadas en la ambigüedad de una ejecución, entre cuyos términos existen variedad de ejecuciones que se van transformando, en este caso según las supuestas retóricas independentistas.

Más allá de los reproches que la historia, ya silenciosa, pudiera hacerle, la novela aparece como un barroco vitalista que lleva a límites extremos un vaivén entre la ficción y la realidad, alejada de las estructuras narrativas tradicionales y con golosa acumulación de referentes.

El psiquiatra-escritor vuelca su mirada hacia el pasado, la sesga con la pluma diestra de quien amalgama el flujo de diferentes lenguajes para, sin obstruir el tema principal sobre la vida de Boves, poner en boca de personajes, representativos de la sociedad independentista de principios del siglo XIX, un abanico de ironías y suspicacias que no impiden una relativización por parte del lector. Tal vez inserto en teorías freudianas o en la lacaniana del deseo insatisfecho, el escritor logra desencadenar procesos en su lector, obliga a tomar caminos de diferenciación, a través de lecturas históricas, y a revisar teorías sobre la psiquis humana que no siempre dan respuestas satisfactorias.

Alrededor de la psiquis deambula el personaje de Boves, el urogallo, cuyo protagonismo lo producen las circunstancias y cuya muerte, sangrienta y dolorosa, es signo y símbolo del proceso de emancipación y organización nacional de Venezuela. Sólo Boves es la metáfora que se va fraguando alrededor de un contexto que podría explicar las explosiones comunitarias, como las de los llaneros que lo seguían, quienes al no poseer conciencia nacional incorporan una nueva forma violenta de lucha en el espacio aún colonial. Una dilemática imagen de protesta que lleva en sí misma la crueldad y la muerte.

Globalizando el contexto, Herrera Luque asume que la voluntad orgánica manejada por los mantuanos, actores de la cotidianidad del poder criollo, le otorgaron vida a los constructos independentistas, desplazando e ignorando a los creadores de una parte del territorio, los llaneros.

Será Boves quien, con un performance en diferentes lides, y con el suficiente carisma para cohesionar los grupos más débiles, surja como líder de una categoría sociológica que responde al colonialismo opresor, un transitar por caminos inéditos en la tradición independentista de los países latinoamericanos. Dentro de este contexto, donde las reglas del juego aún hoy se sienten confusas, Herrera Luque inserta diferentes elementos que diversifican y enriquecen la complejidad de la novela: la adulación, la demagogia, la corrupción, arropadas por el poder tanto colonial como libertario. Todas ellas armas invisibles que afloran para ir llevando a Boves hacia el mando de los campesinos desamparados.

La historia y la literatura han estigmatizado a un sector de la población creando ese estereotipo de carencias, Los condenados de la tierra los llama Frantz Fanon. A veces pensamos si podrá ser verdad o mentira, o sólo una leyenda alrededor de unos seres que hoy, luego de doscientos años, ofrecen al país su riqueza espiritual al abrigo de creencias, mitos, cantos y trabajo.

¿Será posible que, en ese ayer tan cercano, arropados por la violencia inhumana y telúrica, hayan sido los llaneros objeto de una creación semiótica cuyas envolventes trágicas, en un acto de surrealismo, excedieron los límites de lo real humano? Lo explica en la novela el gobernador Francisco Espejo cuando le dice a Malpica: “Boves no es un accidente; no es tan sólo un bandido, como piensan muchos con un criterio superficial, sino la expresión del alma irredenta de este pueblo buscando la síntesis” (Herrera, 1976, p. 172).

Al respecto de la violencia también dice Jean Paul Sartre en el prólogo de Los condenados de la tierra, de Franz Fanon: “No es una absurda tempestad ni la resurrección de instintos salvajes, ni siquiera un efecto del resentimiento, es el hombre mismo reintegrándose” (Fanon, 1973, p. 20).

El médico-escritor supera este síndrome protomoderno llevando su discurso hacia la ironía de una sociedad ambigua, plutocrática, clasista, convirtiendo el síntoma de miseria en venganza primitiva y sangrienta. Los resentimientos sociales construyen figuraciones literarias de destrucción y atropello humano.

En este constructo herreriano la Independencia se vislumbra, a momentos, como un accesorio, sin embargo es el trasfondo indispensable para desarrollar la vida del protagonista, y el contexto que esboza las pequeñeces humanas, que en la palabra de un psiquiatra logran diseñar la fuerza que puede emerger entre dominantes y dominados, y la simbología de los rituales del poder.

Son “los sesudos de la política” quienes estimulan y requiebran el recorrido de Boves en sus buenos y malos sentimientos, quien se contenta y descontenta al ver el desfase que genera la lucha por la independencia, que Herrera Luque refiere no como lucha ideológica de independencia sino un “quítate tú para ponerme yo”.

El hibris griego no tuvo castigo para quienes profanaban el noble sentimiento de la emancipación, tal vez por eso el escritor siente la necesidad de ahondar en el alma humana, afectiva, de ese caudillo que la historia y la iconografía inmortalizan como terrible asesino. Su barbarie, aparentemente documentada, prohíbe imaginar recónditos sentimientos en el personaje, sólo el paciente novelado por el psiquiatra puede ser dueño de ellos. Pareciera que sus cenizas hubieran avivado en el Urogallo el resplandor de las brasas para responder a tantos interrogantes de su personalidad. ¿Será el ansia de poder quien agita la maligna parte oscura del ser humano y le impide escrutar más allá de su ambición?

El escritor subjetiva la memoria, la autentica al no cambiar el nombre de los personajes, trastoca imágenes elogiadas o negadas, todo ello supone un diferente enfoque al comentar la novela. La voz y el ritmo de su discurso demandan una reflexión crítica que pueda enlazar los espacios de la intimidad cotidiana de Boves con los trasmisores psíquicos, elaborados con tal eficacia discursiva que deslumbran y seducen aún más que la creación verbal donde se apoyan.

Herrera Luque actúa a niveles plurales narrando un aparente misterio que puede estar más allá y que los demás deben descubrir, misterio de un personaje que se manifiesta en su proceso de vida y en la totalidad de su dividida personalidad. Cabe sí pensar que el escritor dispuso de su libertad escritural en función de que lo novelado produjera en el lector una duda sistemática.

¿Hasta qué punto Herrera Luque es fiel a sí mismo, al psiquiatra que habita en él? Para demostrarlo se adentra en ese campo, aún bastante ignoto, que es la psiquis humana. Pero Boves, personaje de ficción, aparece como una criatura de cuento, en su bivalencia de aparente testimonio inolvidable, que liquida el poderío mágico que rodea la historia de nuestra emancipación colonial, para iluminar el reverso de la medalla de romántica liberación.

Tal vez no es por azar que hemos elegido a este médico-escritor cuyas características narrativas van más allá de presupuestos metodológicos, aunque parten de la racionalidad científica y ésta no le pone límites a la imaginación. Será de su estilo peculiar, ágil y dinámico, tipo conversatorio, desde donde se produzcan la pluralidad de visiones, voces, imágenes, enlaces metahistóricos, entre los cuales, a pesar de correr el riesgo de perderse, el lector entresacará los límites inexactos y peligrosos que envolvieron una etapa de la lucha emancipadora, durante la cual el pulpero Boves juega el papel siniestro que la Historia Oficial le atribuye.

El camino de lo histórico a lo ficcional determina una semiótica universal. Herrera Luque diversifica significados, rompe con fríos academicismos; llevado tal vez por el diario contacto con los conflictos humanos, se quita la postura académica, sin que esto signifique rechazar la conceptualización de ideas alrededor de su proyecto literario.

El saber acompaña al lenguaje, le concede propiedades excitantes, se nutren mutuamente para fecundar el vínculo a través del cual se corporizan las ideas. El conjunto de ellas no aparece como una redondez novelesca regularizada, posiblemente por la malicia del autor en confrontar no un juicio de valor, sino la comprensión de una red de elementos, que se contradicen en la totalidad de un momento histórico, rodeado de múltiples y diferentes circunstancias. Se asienta así la visión del psiquiatra acostumbrado a oír las venturas y desventuras, entre las cuales el afecto, la razón, y a veces la inconsciencia, se ven involucradas.

Si a momentos hemos tratado de olvidar la especialidad del médico-escritor, no ha sido posible. Surge en la imprecisión del comportamiento de Boves la simulación de los mantuanos, la carencia de fronteras entre el sentido común y la irracionalidad; aspectos que la novela exacerba más allá de lo posible. En el camino exaltado de un Boves sentado a la mesa literaria radica la cumbre expresiva de Herrera Luque.

Boves, el urogallo, presenta una propuesta que entroniza, desde su materialidad textual, su propia identidad narrativa. El autor sienta las bases verbales para crear una historia personal de Boves, superpuesta a los avatares de la Independencia, en episodios que se discuten a sí mismos, mientras se van concretando para producir un doble nivel, el del paradigma novelesco y el de la posibilidad de creer en él más allá del efecto persuasivo de las historias oficiales, o de prescindir de él.

Si la historia se parcializa al extremo sobre la barbarie de Boves, la novela le da, subrepticiamente, un margen de credibilidad humana. Igual sucede con el personaje de Juan Vicente Gómez en la novela del mismo autor En la casa del pez que escupe el agua (Herrera, 1978), donde el juego del poder reconstruye un personaje estructurado y predispuesto a la desarmonía, al absolutismo, obsesivo y mitómano pero sacudido, a momentos, por efluvios afectivos.

En Boves, el urogallo, el caos y el poder político son las envolventes que arropan un sangriento proceso emancipador. Caben en esta novela las palabras de Simón Bolívar en la Carta de Jamaica cuando dice: “¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado se lance a la espera de la libertad sin que como Ícaro se le deshagan las alas y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto. Por consiguiente, no hay un raciocinio verosímil que nos halague con esta esperanza” (Bolívar, 1997, p. 94). La respuesta nos la da Herrera Luque, tal vez sin proponérselo, con un Boves al frente de un grupo de llaneros, paupérrimos, ignorantes y desplazados de su hábitat. Sobre este tema existe un extenso impreso que justifica la guerra interna, barbarie que Bolívar consideró “superior a la ferocidad humana”.

Boves asume una personalidad de rasgos duros y tenaces, como características del asturiano; los resentimientos y las injurias de que es objeto lo llevan a desarrollar su faceta de caudillo.  

La historia y la ficción crean sus sofismas de afecto y ferocidad. Podría entonces el padrino de guerra de Boves, Antoñanzas, ser la imagen del padre que el asturiano hubiera deseado tener: afectuoso y fuerte con el equívoco de que, como dice, el guerrero “es simplemente un estratega del dolor, que utiliza la destrucción y la muerte al servicio de la vida” (Herrera, 1976, p. 141).

El trasfondo a momentos paródico de Boves, el urogallo, hace que el hombre de ciencia conceda al escritor el privilegio de tratar un asunto tan monstruoso con la ironía que sólo el tiempo y la distancia histórica suponen. “Hacer de la hora menguada la hora crítica” es poner de relieve, hasta la exageración, el odio y la traición en un personaje que metaforiza una sociedad en combustión. Como todo narrador, Herrera Luque fantasea con la libertad discursiva, a veces se emancipa de la historia, a pesar de estar bien documentado sobre ella.

El resultado de estas reflexiones nos lleva a ingresar en el terreno polémico, ¿cómo definir esta novela? Pienso que esto no es problema, considerarla ficción histórica es un punto de partida, para comprender que los géneros están íntimamente ligados entre sí y que la historia puede ser en sí misma una verdadera ficción. Creemos que la novela, a lo largo de su proceso, se ve fortalecida con las transgresiones. Si bien Herrera Luque aparenta una novela histórica, su tono y significancia específicas suponen una desobediencia, que es la fuente de su interferencia y rechazo de la versión histórica, pero no por eso de lo que pudo ser la realidad.

Boves asume una personalidad de rasgos duros y tenaces, como características del asturiano; los resentimientos y las injurias de que es objeto lo llevan a desarrollar su faceta de caudillo, según refiere Rufino Blanco Fombona en Bolívar y la Guerra a Muerte: “Lo seguían los llaneros de Guárico y Apure como un ídolo” (Blanco F., 1969, p. 122).

En la duplicidad de este personaje se revela un hombre amigo solidario, que irrumpe en contra del poder criollo y de los ideales independentistas, tal vez no por fidelidad a España sino por su propia emancipación existencial. Así se lo insinúa Boves al padre Llamozas cuando le dice: “Y a usted quién le ha dicho que yo voy con el Rey, por los momentos tenemos enemigos comunes, pero yo mismo no sé adónde va a ir a parar esta suerte. No siempre somos lo que queremos sino lo que los demás nos obligan a ser” (Herrera, 1976, p. 233).

Se rivalizan conceptos, una emancipación armada y fomentada por unos pocos que la comprendían y por otros que pensaban lucrar con ella, y un Boves que llevaba dentro de sí el complejo de su resentimiento, el cual sólo se apaciguaba ante su amor por la mujer: “Inés, como su mujer, es su aceptación del mundo del privilegio y de los mantuanos, aunque él, más tarde, destruya ese mundo… Y se queda sorprendido de que el odio se le haya ido del cuerpo… Por un instante lamentó esta guerra” (Herrera, 1976, p. 281) Así el personaje se libera a ratos de los diablos faustianos que merodean la narrativa de Herrera Luque.

La biografía de Boves habla de un origen inmigrante, de crónicas dificultades económicas, de una familia débilmente estructurada luego de la muerte de su padre. Al personaje lo vemos, perfilado por el escritor, con una imagen junguiana con confusas metas, algunas vinculadas con su origen europeo y otras con la característica complejidad del momento social venezolano. Herrera Luque debe haber acumulado datos de esta biografía, en un ejercicio de profunda investigación. De allí la dimensión narrativa que abarca desde el título, paratexto significativo, el Urogallo, “el pájaro que en mi tierra se queda trabado sordo y ciego cuando se pone a cantar verriondo” (Herrera, 1976, p. 282), comenta Boves para referirse a su padre.

El escritor va construyendo un complejo verbal de amor y hostilidad y así crea la distancia entre el llanero común y un hombre portador del carisma del poder; referente de caudillos dotados de un particular psiquismo que ha envuelto a personajes de la historia. Hasta la sexualidad cobra signos identitarios cuando Boves dice: “El hombre que conduce hombres no debe entregarse a ninguna mujer. La monta cuanta veces pueda y se acabó; lo otro, los besitos y melindres, lo que hacen es debilitarlo” (Herrera, 1976, p. 281).

Pareciera que a través del tiempo el poder establece cierta identidad de rasgos que, excluyendo la nacionalidad, vincula a estos seres que interactúan en poblaciones de escasa cultura. El lenguaje de Boves se va transformando, según actúe en un escenario donde la corrupción, los favores y la discriminación fueran un hecho que le cerraban las posibilidades de transformación social ascendente, motivo por el cual arenga a los llaneros con la demagogia propia del que azuza con la palabra para lograr sus objetivos violentos. Para el médico colombiano Saúl Franco Agudelo hay en la violencia “un imperativo libertario y una única manera de realizarlo: la fuerza” (Franco, 1999, p. 5).

Herrera Luque nos hace reflexionar sobre el hombre y sus circunstancias, porque pocos momentos en la historia de la Independencia de los países latinoamericanos fueron tan terribles como este primer paso emancipador de Venezuela. Es la ficción la que nos aparta del discurso oficial, que algunas veces enmascara el pasado para engañar el futuro.

Miguel Izard, en Orejanos, cimarrones y arrochelados, habla de la guerra a muerte como “el juego de los disparates… Este dislate se reduce a un solo maniqueísmo, patriotas excelsos y angélicos enfrentados a realistas monstruosos y diabólicos” (Izard, 1988, p. 80). Sin embargo más adelante Izard comenta acerca de los adjetivos peyorativos y crueles atribuidos a los llaneros de Boves: “Forajidos, criminales, delincuentes, dice la Historia Oficial. No olvidemos —alega Izard— que se habla del perdedor” (Izard, 1988, p. 81).

Tanto Antonio Armas Chitty como Juan Uslar Pietri se refieren al asturiano y sus llaneros como “esclavos, asesinos, presidiarios y pulperos”. Era la pulpería el espacio comercial popular desprestigiado y rechazado por la sociedad. Lugar que no habla por sí mismo sino por la voz y el espíritu de los seres que la frecuentaban, o en la palabra de los escritores que se han hecho cargo de sus modos de dicción, con escasa estructura pero con fuerte expresividad.

Sin embargo la pulpería figura en algunos textos como el sitio privilegiado de relación humana. Así lo refiere el médico-cronista Jorge Alvarado Romero en su libro Crónicas de pulpería: “Sirvió… de caja de resonancia, de termómetro del acontecer diario… a donde iban a diario a realizar las compras… a estrechar sus relaciones… al ponernos en contacto con la gente humilde, actuó como catalizador” (Alvarado, 2009, p. 11).

El Boves herreriano era sensible con quienes frecuentaban su negocio. Caracciolo Parra Pérez, en Páginas de historia y polémica, no oculta que a Boves lo rodeaba “una seducción magnética que se dice ejercía sobre las turbas con su prédica demagógica por la lucha de castas y clases” (Caracciolo, 1943, p. 215). Fue la pulpería el lugar donde la tipología discursiva del caudillo se mimetizó con el deseo de los desamparados, no tanto como discurso político sino como palabra que engendraba el sentir de la existencia y las prácticas de una comunidad. De ahí que la manera de entender el carisma de Boves dependería, en Boves, el urogallo, de enunciadores primarios y arcaicos que respondían al clamor de los llaneros como objeto significado que reclamaba un significante.

Para mostrar el porqué del desprecio de esa palabra demagógica, que tenía su hábitat en la pulpería, los discursos redundan en pulperías despreciadas y hasta don Sebastián de Miranda, comerciante de telas, tuvo que vender su tienda para que su hijo Francisco no fuera rechazado por “ser hijo de un pulpero”.

La metaforización de este espacio del pueblo es algo más que un procedimiento, es expresar cómo la idea emancipadora ya manifestaba su manera de mirar al mundo, para organizarlo y poseerlo, cuando una sola palabra tipifica los fulgores de malestar social que ella producía. Sin embargo, la pulpería representó el aforismo contenido, en su multiplicidad de significaciones. En algunos países de América Latina, aún hoy, en las zonas rurales, representa el ir y venir de la convivencia sin discriminaciones clasistas.

Herrera Luque no reivindica pero sí humaniza a Boves y coloca al lector en un entredicho, un dualismo entre lo verdadero y lo falso. Ese personaje, obnubilado por el resentimiento, es reconocido como caudillo de un grupo representativo del país, en un momento crucial de su historia. No se pueden entender las situaciones reales sin pensar en la fuerza y convicción del personaje, que el escritor sintetiza en una serie de operaciones expresivas y actuaciones, que hablan también de la crisis política que signó el sectarismo de nuestra independencia.

Tal vez se hable de un Boves apócrifo que hoy, al resplandor de sus brasas, nos llega montado en Boves, el urogallo, de Herrera Luque. Nos preguntamos nuevamente: ¿será el ansia de poder la que agita una parte oscura del ser humano, lo ciega, le impide escrutar su conciencia?

Leemos, recruzamos ideas y las diferentes representaciones se desordenan en nuestro interior. El médico-escritor desempaña nuestros ojos, pero la catarata aún no ha sido extirpada. Difícil pensar que con tanta muerte se pueda renovar la vida. Pensamos en barbarie y civilización. ¿Habrá para Latinoamérica un pensamiento que centellee en nuestras estrellas promisorias, sin resentimientos, sin sectarismos, sin posturas radicales?

Herrera Luque acuesta a Boves en el diván, es su paciente; Boves, el urogallo, es la terapia, hacia ella caminaremos de la mano de Freud.

 

El poder en el diván

Dice Freud en Moisés y la religión monoteísta (2001) que el héroe es quien se ha levantado contra su padre y termina por vencerlo. La vida de Boves emerge alrededor de la muerte de su padre. El Urogallo era el apodo que le daban en su pueblo al relacionarlo con el pájaro astur, que se vuelve piedra cuando reclama a la hembra con su canto de amor.

Ese padre, mujeriego empedernido, muerto por un esposo engañado, signará la vida de Boves desde una visión psicoanalítica. Herrera Luque analiza un personaje al cual el despadraje imprime rasgos de barbarie y venganza. El niño se convierte en adulto antes de tiempo. Así se van conformando dos Boves, el pulpero amigo, compasivo con los pobres, y el belicoso que reivindica el trauma de su infancia en la estocada a cada combatiente muerto, como si así se liberara de un mal sueño. Una emancipación existencial envuelve la estética de Boves, el urogallo. Rompe Boves el sentimiento colectivo de independencia en afán de lograr la propia, la cual sólo le llegará con la muerte.

Boves se va diagramando a sí mismo a través de un lenguaje que ni bisela aristas, ni corrige sus propias magulladuras.  

Existen referentes históricos que, como significantes narrativos, influyeron en el comportamiento de “el pulpero de Calabozo”. El haber presenciado a los quince años, recién llegado a Venezuela, la crueldad del asesinato de José María España, frito en aceite por haberse sublevado contra el poder español. Hecho que plantea una aparente concordancia entre ese adolescente que no podía comprender la dimensión de un castigo que no tenía aparente justificación, y la barbarie que desarrollaría en la guerra a muerte.

Erich Fromm describe la sed de sangre como un sentir arcaico cuando dice: “No es la violencia del impotente, es la sed de sangre de un hombre que aún está completamente envuelto por la naturaleza, como un modo de trascender la vida…, verter la sangre es sentirse vivir, estar por encima de los demás” (Fromm, 1974, p. 31). Boves se embriagaba con la sangre, cada muerte era una reafirmación de su personalidad.

Tal vez el bagaje de maltratos, persecuciones, condenas y traiciones de quienes alguna vez recibieron su apoyo en trances difíciles, contribuyeron a despertar esa sed de venganza. Tomasillo “el bobo del pueblo”, “Sebastián el negro”, a quien ayuda a escapar de sus perseguidores, le dan la espalda. “¿Qué les he hecho yo a esos hombres?” piensa el asturiano. “¿De dónde les viene tanto odio?” (Herrera, 1976, p. 102).

Las envolventes de desprecio van fraguando la venganza como forma de emancipación personal, paralelo al in crescendo del poder desatan esa violencia incontenida sobre la cual dice el narrador: “Tres cabezas cortó de lado y lado. Un calor viscoso empapó su mano y una ligera embriaguez le embotó los sentidos. Como borracho prosiguió la matanza” (Herrera, 1976, p. 108).

Una vez posesionado del poder, éste le proporciona las armas para, supuestamente, hacerse grande, “vivir de la guerra y para la guerra… eso es lo mejor que tiene el poder”, le dice al indio Eulogio. También con el poder logra que Inés Corrales sea su mujer porque “un gobernante es con las mujeres como una lanza en medio de una estampida… no hay que hacer ningún esfuerzo para agarrarlas, ellas vienen solas” (Herrera, 1976, p. 130). Este comentario basta para dar a entender cómo se fue transformando el ser humano en un hombre insensible. Desde luego lo que sucede es pura responsabilidad de Boves, que va relatando sus circunstancias y refiriendo sus cambios psíquicos. Sobre esta autocreación del personaje habla Herrera Luque en La historia fabulada al decir: “El autor no se hace responsable de las opiniones emitidas por sus personajes” (Herrera, 1981, p. 11).

Boves se va diagramando a sí mismo a través de un lenguaje que ni bisela aristas, ni corrige sus propias magulladuras. Va creando la tragedia de un Macbeth, para quien el halcón se trasforma en pájaro astur. La estructura del mito nos lleva a una lectura psicoanalítica insoslayable. La superstición congela el impulso intelectual y niega así la ayuda y la búsqueda de salidas para ese malestar que aún hoy campea entre nosotros.

En un famoso trozo de Macbeth el protagonista dice que la medicina nada vale si no puede sosegar una mente morbosa. En época de Shakespeare no se conocía el psicoanálisis, lo cual no impidió al dramaturgo inglés crear ese personaje ahíto de codicia, paranoico, cuyas pasiones sangrientas transbordaban un turbio trasfondo psicológico.

Pensamos que Herrera Luque se sintió atraído por el clamor invisible de una persona históricamente repudiada para sentarse a escribir, como un Jano que cuida las puertas del pasado y en su análisis predica el porvenir. Boves y Juan Vicente Gómez constituyen en la narrativa herreriana facetas semejantes de diferentes personajes; protagonistas de los acontecimientos mutables del país, que han perturbado la libertad y cuyos rasgos permiten distinguir las réplicas posibles de un mismo poder. Fuerza poderosa que arropa a un caudillo, multiplicador en posibles otros del universo sociopolítico que Herrera Luque describe en sus novelas.

Dentro de la malversación discursiva de sus personajes existe la intención de que sea el lenguaje el que cree las distorsiones humanas y sociales, la desvergüenza y el malestar político, que siguen siendo el obstáculo para una verdadera emancipación. Y ¿quién mejor que un psiquiatra para comprender el drama de Boves? Pero también se libera así de los demonios del caos político que le tocaban a la puerta. ¿Intencionalidad o inocente destino de las letras?

Los acontecimientos en Boves, el urogallo, van regulando el poder que aflora de los deseos de quien lo detenta. El escritor va acotando los significados externos para consolidar un entorno donde se desarrolla el múltiple juego político, en medio de las intrigas independentistas, bélico en la guerra a muerte, psíquico en el drama de un hombre que no pudo controlar su instintos destructores y sexuales, cuando desencadena los rasgos eróticos de una Inés a quien “la guerra la excitaba como todo lo que fuese muerte y destrucción… La cabeza de Aldao, clavada en una lanza en la plaza, llegaba a embelesarla” (Herrera, 1976, p. 180). Lo inescrutable del ser humano desborda el contexto en un lenguaje que cuestiona el papel emancipador de los hombres en la sociedad que se relata.

Hoy los lectores somos interlocutores en este constructo literario de Boves, el urogallo, que merodea por los conceptos de poder que Aristóteles llamó “de la potencia al acto”. Con una figura narrativa que no oculta el reconocimiento y la identidad de un peligroso e inescrutable elemento que producía pánico a su paso.

El escritor nomadea con el poder de su personaje, que comienza donde la dignidad acaba. Lo hace caminar por los tiempos independentistas en función de esbozar su propia vulnerabilidad, a través de fábulas de enfrentamientos, que hacen pensar que el concepto emancipación lleva implícita la libertad discursiva de toda literatura. Pero Boves permanecerá encarcelado en las patologías psíquicas bien descritas por Herrera Luque en su libro Las personalidades psicopáticas (1995).

El médico escritor nos habla desde su silencioso hospedaje. Hemos tratado de valorar la expresión de una sustancia discursiva, de alejarnos de ese afuera, que autoriza o desautoriza el determinismo crítico. El lenguaje de Herrera Luque es llevado a límites lejanos de relación semiótica. La indagación psicológica, la ambigua relación con la historia, la prosodia que resulta de la organización verbal, establecen un ritmo de violencia ascendente. Pero será la proliferación de símbolos y la necesidad de intertextualizar los testimonios referidos, la historia investigada y las biografías constatadas de personajes reales, los elementos que, por la capacidad narrativa del autor, logren mimetizarse con la virtud metafórica y metonímica del lenguaje.

 

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Julia Elena Rial
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