XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

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1984: la advertencia antitotalitaria de George Orwell

lunes 15 de octubre de 2018
George Orwell
Orwell se convierte en el gran innovador de las distopías o utopías negativas después de Aldous Huxley.

Las formas cambiantes de la novela

No sé si es posible afirmar que, de las formas literarias contemporáneas, la novela es la más susceptible de cambios. Más que un “género” literario, se trata un formato muy cambiante de propuestas narrativas donde se dan cita una serie de preocupaciones individuales y sociales, personales y políticas que, bajo el aspecto de ficciones, van apuntando hacia lo profundo del ser humano, en tanto aborda aquello que se oculta en los intersticios de su mente o de su conciencia pero también de sus expectativas, sueños y utopías. En cierto modo la novela viene a ser una de las formas de la utopía, en la medida en que emprende un proyecto que aspira no a una comprensión total, sino al espectro más vasto posible de lo humano, a través de una densidad textual que le permita dar cuenta de las múltiples voces que se alojan allá adentro, en un diálogo en donde la palabra resulte favorecida cuando el proyecto esté fundado en la lucidez, en el asombro humano o en su perplejidad. En el fondo, la novela dialoga consigo misma y con otras novelas, y eso hace de ella un formato cambiante, como ningún otro.

Se trata de una obra única en su momento, uno de los relatos más peculiares de la literatura del siglo XX, por varias razones.

Sin embargo, la novela también posee una limitación cuando se vuelve pura anécdota, cuando su tejido verbal se hace plano o cuando no sugiere nada más allá del fenómeno, de la urgencia del personaje unidimensional, cuando no propone parodias o no hace críticas de la tradición o de sí misma. La novela, si quiere ir más allá, debe experimentar, romper moldes, detonar sus propios límites y adelantarse no al acontecimiento, sino al propio tiempo que la limita.

Un poco de esto, pienso yo, posee la novela de George Orwell Mil novecientos ochenta y cuatro, 1984 (1949). Se trata de una obra única en su momento, uno de los relatos más peculiares de la literatura del siglo XX, por varias razones. En primer lugar su autor, Eric Arthur Blair, no es precisamente un literato ni un erudito sino un periodista con un elevado sentido de su oficio, con un criterio sólido para la observación del fenómeno sociopolítico; un hombre dotado de un gran radar crítico, quien se movió hasta mediados del siglo XX entre la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil Española y la subsecuente pugna entre el poder del capitalismo y el del comunismo, el llamado socialismo utópico. En un primer momento, Blair se identificó con los postulados del socialismo. Fue observando cómo iban operando los mecanismos del poder en ambos terrenos y poco a poco se fue haciendo más escéptico, realizando una profunda reflexión acerca de la naturaleza del poder. Aunque no llegó fácilmente a estas conclusiones, para pasarse luego al bando contrario. De hecho, nunca formó parte de un partido. Debió atravesar un arduo camino de vivencias en distintos países, investigar la historia, sufrir crisis, mudanzas, exilios, problemas familiares, enfermedades.

 

Algunos datos biográficos

Eric Arthur Blair había nacido en 1903 en Motihari, India, Raj Británica, de madre birmana de ascendencia francesa; su padre fue administrador en el gobierno colonial de India. Fue llevado a Inglaterra y allí estudió en colegios de Henley y de Saint Cyprian en Sussex, donde ganó luego becas para ir a estudiar a Wellington e Eaton; en esta última ciudad conoció a Cyril Connolly, escritor y crítico de quien se hizo amigo entrañable y uno de quienes más le impulsaron en su carrera literaria, director de la importante revista Horizon, en la que Blair publicó varios de sus ensayos. Vale la pena consultar los escritos de Connolly en relación con su amigo, con motivo de la edición completa de sus ensayos en Londres, donde Connolly anota: “Orwell era un animal político. Lo reducía todo a la política; asimismo, era inalterablemente de izquierdas. Puede que su línea fuera impopular o no estuviera en boga, pero él la seguía sin dudar; de hecho, era una obsesión. No podía soplarse la nariz sin soltar una soflama sobre las condiciones laborales en la industria del pañuelo. Este hábito mental está presente en todo lo que escribió. Animal Farm y Nineteen Eighty-four son novelas políticas, Homage to CataloniaThe road to Wigan Pier y todos sus ensayos preguntan un cui bono e intentan desalojar a los favorecidos por el sistema, quienesquiera que sean. Esta meta principal es el secreto de sus mejores textos, pero resulta demasiado obvio en los peores. Si consideramos fríamente su obra notaremos la enorme preponderancia del periodismo en estos cuatro volúmenes”, escribe Connolly,1 quien además critica los radicalismos de Orwell cuando éste exige la presencia de ejércitos populares y milicianos socialistas en el poder, así como sus posiciones antiestadounidenses y antiinglesas, anti-Churchill, clamando por guardias rojos en el hotel Ritz. Debido a sus limitaciones económicas para proseguir estudios universitarios, Blair tuvo que alistarse en el Cuerpo de Policía Indio en Birmania, donde duró cinco años; al cabo de los cuales regresó en 1927 a Inglaterra. Se cargó de mucho resentimiento contra las injusticias del imperialismo, como lo prueban varios artículos suyos, y su primera novela, Los días de Birmania (1934), después de los cuales vive un tiempo errante haciendo todo tipo de trabajos, experiencias que se muestran en su obra Down and Out in Paris and London (1933) —algo así como “De arriba abajo en Londres y París”—, ciudades donde aspira a forjarse una carrera como escritor, y al no lograrlo regresa a casa de sus padres. En esos años adopta el seudónimo de George Orwell, mientras escribe artículos y trabaja como maestro de escuela. Su precaria salud lo obligaba a regresar de tiempo en tiempo a casa de sus padres, para continuar dando clases en escuelas locales. Se aboca más adelante a la escritura de novelas como La hija del clérigo (1935) y Que no muera la aspidistra (1936). Luego se casó y adoptó un niño a quien llamó Richard. Sus experiencias dentro de la precariedad y la pobreza lo fueron condicionando hacia una actitud de rebeldía social, que terminó por definirlo políticamente como un hombre de izquierdas.

Además de la novela magistral que comentamos en este artículo, que tuvo enorme repercusión, se encuentra la obra suya con mayor número de lectores en varios idiomas: la fábula política La granja de animales (1945).

Acepta de un editor el reto de escribir una obra sobre las ínfimas condiciones de vida de los trabajadores en las minas de cobre, y redacta El camino a Wigan Pier (1937), donde además de constatar este hecho le van formando una conciencia vigilante en cuanto a actitud política se refiere, cuando se trata de observar objetivamente la actitud de muchos izquierdistas que lo decepcionan.

Cuando estalló la Guerra Civil Española en 1936, Orwell consideró la posibilidad de ir allá a defender sus ideales antifascistas. Llegó a Barcelona en ese año y se afilió al Partido Laborista como miliciano. Esta experiencia fue crucial en su vida. Escribe entonces su Homenaje a Cataluña. Luego fue como combatiente a la Sierra de Huesca; después se dirigió a Barcelona a participar de unas jornadas en 1937. Van apareciendo en él progresivamente las contradicciones ideológicas entre los revolucionarios de orientación anarquista y los de tendencias estalinistas del Partido Comunista de España, al que criticó severamente. Allí observó, entre otras cosas, cómo se utilizaban los infundios del partido como propaganda para manipular. Entonces su oposición al totalitarismo se hizo radical, surgiendo en su lugar ideas de socialismo democrático. De ahí en adelante, Orwell se dedicaría enteramente a su trabajo periodístico y literario. Escribió numerosas reseñas de libros para revistas de Londres y redactó un Diario de guerra desde 1940; trabajó para la BBC y buscó apoyar a la India en su lucha contra el capitalismo británico. Ya había comenzado a sufrir serios requiebros de salud a causa de la tuberculosis, por lo cual decide dedicarse a escribir y a su trabajo de editor literario en el diario Tribune. George era recluido constantemente en hospitales, y apenas se recuperaba retornaba a su oficio, dejando una cantidad significativa de ensayos y artículos,2 muy agudos, incisivos y dotados de responsabilidad política. Además de la novela magistral que comentamos en este artículo, que tuvo enorme repercusión, se encuentra la obra suya con mayor número de lectores en varios idiomas: la fábula política La granja de animales (1945), donde aborda el tema de la corrupción que engendra el poder, urdida mediante una trama donde los animales se sublevan contra sus dueños humanos; pero entre ellos surgen también rivalidades que hacen fracasar su rebelión, todo ello coincidiendo con el tema central del Estado totalitario.

Orwell murió de tuberculosis en Londres, a los 46 años de edad.

 

Periodista por excelencia

La trayectoria de Orwell nos indica que se trata de un escritor hecho, fogueado, un observador crítico de la realidad política y de unos conflictos de guerra que lo confrontaron a dilemas sociales, lo cual marcó fuertemente su sensibilidad a tal punto de plantearse la escritura de obras de ficción que dieran cuenta de estas ideas para poder trascender, rompiendo los moldes realistas o veristas del periodismo. Ello significa entonces que para él la realidad no es sencillamente lo que vemos, lo que nos transmiten los órganos físicos o la mera observación de la realidad inmediata circundante; ella está constituida de fenómenos no visibles, internos, psicológicos, míticos o ideológicos que se yuxtaponen para construir un mundo no tan compacto como parece. Pudiéramos decir, en este sentido, que la realidad no es un hecho ni un fenómeno unívoco e irrefutable; la realidad es más bien algo dinámico, en movimiento, que no se deja definir solamente por metodologías científicas; de ahí que la ficción sea en este caso más convincente que la teoría: sabe que los personajes de una buena novela adquieren vida sólo en cuanto el lector los visita.

Detengamos aquí esta elucubración acerca de la realidad para entrar en materia literaria. En este caso, el periodismo —o mejor, su técnica— es utilizado por Orwell para dar veracidad a su planteamiento de una especie de utopía al revés, de un ideal paradójico donde el mundo no va a ser mejor, sino que va a ser mucho peor de lo que es, justamente porque se encuentra en malas manos, en las manos de un poder perverso. Por esta razón a estas utopías se les ha llamado distopías, las cuales, en vez de presentar ideales de realización humana en sociedad, nos presentan una sociedad dominada por fuerzas oscuras, por ideologías que manipulan la conciencia humana hasta límites aberrantes; en vez de propiciar la libertad individual, la coartan y convierten en algo maleable, caprichoso. Orwell se convierte en el gran innovador de las distopías o utopías negativas después de Aldous Huxley, que había previsto en Un mundo desafiante (1933)3 un mundo dominado por las drogas (soma) donde los sentimientos y comportamientos son controlados, sin sufrimiento físico, incluyendo el odio y el amor, donde se puede programar la reproducción humana, pero sin iniciativa individual ni libertad. En este sentido, tenemos a dos grandes innovadores de la ciencia ficción en el siglo XX desde el tema de manipulación científica e ideológica, que no se habían visto antes, y sobre todo desde esta obra de Orwell la ciencia ficción tendría un nuevo sentido; muchos coincidimos en que se trata de la obra más influyente de este tipo iniciando la segunda mitad del siglo veinte. A su vez, y para concluir esta breve relación de influencias, tenemos que esta obra de Orwell influenció toda la prosa posterior, especialmente a la llamada prosa de no ficción como la de Truman Capote en A sangre fría, y a numerosos periodistas literarios de alto vuelo y a escritores relevantes de ciencia ficción como Anthony Burgess y J. G. Ballard.

 

Mil novecientos ochenta y cuatro

El mérito principal de Mil novecientos ochenta y cuatro —que en adelante abreviaremos con la cifra 1984— es que nos presenta una fecha prospectiva treinta y siete años después de la publicación del libro, donde la humanidad podría ser sometida a un nuevo orden totalitario surgido de las filas del estalinismo, a través de un comunismo con poder absoluto, donde el Estado se apodera de la mente de los individuos para someterlos. Orwell logra esta hazaña literaria con un poder de convicción magistral, mediante el arte de una prosa incisiva con elementos periodísticos y una buena carga de ecos kafkianos (a mi modo de ver la novela El proceso de Kafka tuvo que haber influido en la construcción del mundo burocrático que opera en 1984, así como el propio lenguaje del autor checo, de una frialdad punzante) y sin adornos superfluos crea su propio idiolecto y su propia lengua, y por supuesto sus propios parámetros de ubicación ficcional, tan vastos como la geopolítica planetaria donde los enmarca. Anotaré a continuación algunos de estos rasgos, a objeto de que el lector tenga una idea general de los elementos que la conforman.

Winston es un personaje gris que se dedica a alterar las noticias de prensa de modo tan sutil que éstas no incomoden al Partido Oficial.

¿Qué hizo Orwell en 1984? Creó un mundo futuro aterrador desde el presente y les dio nombres a sus estamentos políticos y culturales, para luego describir y conceptualizar ficcionalmente la dominación colectiva, merced a un aparato de represión. Creó una neolengua para caracterizarlo; creó un Estado represivo, Ingsoc; creó los eslóganes y lemas para su propaganda, la Liga Antisex, el Ministerio de la Verdad, el Partido Exterior y sobre todo el Gran Hermano, su máxima invención en cuanto a metáfora totalitaria u omnipresente se refiere, y en medio de ellos a unos personajes como Winston Smith y Julia como partes mínimas pero sustanciales del gran engranaje, al gran torturador O’Brien y al falso amigo y espía Charrington.

Winston es un personaje gris que se dedica a alterar las noticias de prensa de modo tan sutil que éstas no incomoden al Partido Oficial, y él las sustituye con otras palabras, para no enfrentarlas a las ideas del Estado, que serían las “verdaderas”, al tiempo que va descubriendo personas potencialmente traidoras al Estado hegemónico. Al mismo tiempo lleva un diario personal, lo cual está prohibido por el Estado y el Gran Hermano, y esto lo hace a sabiendas de que es un delito y puede ser castigado; además de enamorarse, al tiempo que visita a un amigo que lo alienta en su rebeldía, Charrington, quien lo recibe en una cálida habitación repleta de recuerdos personales y afectuosos, pero que al final resulta ser un espía del Gran Hermano.

Son muchos los temas y subtemas de fondo presentes en esta novela. De hecho, todos ellos se mezclan en una trama abigarrada: la locura del poder, la manipulación ideológica; la guerra continua como algo natural dentro de la vida social; la alienación colectiva lograda a través de mensajes repetidos (una mentira dicha mil veces se convierte en verdad, como lo propone el fascismo); los conceptos para dominar a la población están basados en nociones abstractas; la presencia de un discurso de paradojas imposibles entre los sentimientos y una institucionalidad que se maneja por medio de himnos, canciones, eslóganes, o a través del Ministerio de la Verdad, cuando no de manera directa por la Policía del Pensamiento, la cual vendría a ser como el brazo armado de la ideología (Ingsoc), o manejada a conciencia por el Partido Único. Ingsoc son las siglas inversas y abreviadas de Socialismo Inglés a las que alude Orwell en una suerte de emblema del Estado dominante, un socialismo que no es tal, un socialismo que es sólo una fachada para explotar a obreros y proletarios y del que denigró siempre, y que en esta novela ha convertido en sátira implacable.

El protagonista de la novela, Winston Smith, un verdadero antihéroe, va cometiendo “crímenes” de diversa naturaleza contra el Estado con el solo pensar en sus seres queridos ya idos; es decir, comete, según el Estado, un crimen de la mente (crimental). Cuando maneja los expedientes del Partido Único se da cuenta de las distintas injusticias perpetradas por el partido. Al sentir piedad por sus amigos o enamorarse de Julia a espaldas del partido, o al escribir un diario personal, ya está pensando libremente, y quebrantando su abstinencia sexual. Julia, la mujer de la que se enamora, también milita en el Partido Único, que se guía por tres lemas: la Ignorancia es la Fuerza, la Libertad es la Esclavitud y la Guerra es la Paz. En esta sociedad, el sexo produce pensamientos equivocados sobre la satisfacción individual, por encima de la satisfacción de pertenecer al partido.

Orwell no se anda con rodeos: se ubica frente a los temas y los maneja sin ningún tipo de vacilación, apuntando a variados sentidos.

El mundo se encuentra dividido en tres potencias: Oceanía (que abarca a América, Australia, Inglaterra y el sur de África), Eurasia (que nace de la Unión Soviética) y Asia Oriental (comprende China, Indochina y Japón). Estas tres potencias están enfrentadas, aunque pueden aliarse ocasionalmente para preservar intereses. Estos enfrentamientos y alianzas dotan de movimiento a la narración, y lo hacen en esta ocasión como nunca antes se había producido en ninguna otra novela en el siglo XX. Entre estos intereses internacionales se mueve solapadamente el Ministerio del Interior, manejado personalmente por el Gran Hermano. Esta figura siniestra y omnipresente representa, a mi juicio, la innovación central en esta novela: Orwell crea un nuevo tipo de absurdo, el absurdo producido por el horror ante el poder. Vemos, por ejemplo, cómo existe un movimiento donde la conciencia se vigila a sí misma: el Paracrimen; mientras por otro lado está el País Dorado, la utopía imposible de hallar en la sociedad real.

Con estos ingredientes Orwell construye una obra ciertamente nueva en la literatura moderna. Van apareciendo, capítulo a capítulo, otros elementos constitutivos: el libro como objeto peligroso (Ray Bradbury trató este tema en su novela Fahrenheit 451, sin duda influido por Orwell, y constituye el otro pilar de las distopías) sustituido por las máquinas de escribir novelas. El asunto de la desaparición del libro o del pensamiento letrado se halla presente aquí antes que en cualquier otra obra y aún con más crudeza. Orwell no se anda con rodeos: se ubica frente a los temas y los maneja sin ningún tipo de vacilación, apuntando a variados sentidos: las palabras vaciadas de significado en la sociedad industrial, vocablos sin sentido y sin peso, empleadas sólo para las consignas o para diálogos estrictamente necesarios: todo se presenta sin rodeos desde el primer capítulo.

En el capítulo II se aborda el asunto de los niños, donde se vislumbra ya el tono general de la novela:

Con aquellos niños, pensó Winston, la desgraciada mujer debía llevar una vida terrorífica. Dentro de uno o dos años sus propios hijos podían descubrir en ella algún indicio de herejía. Casi todos los niños de entonces eran horribles. Lo peor de todo era que esas organizaciones, como la de los Espías, los convertían sistemáticamente en pequeños salvajes ingobernables, y, sin embargo, este salvajismo no les impulsaba a rebelarse contra la disciplina del Partido. Por el contrario, adoraban al Partido y a todo lo que se relacionaba con él. Las canciones, los desfiles, las pancartas, las excursiones colectivas, la instrucción militar infantil con fusiles de juguete, los eslóganes gritados por doquier, la adoración del Gran Hermano… todo era para los niños un estupendo juego. Toda su ferocidad revertía hacia fuera, contra los enemigos del Estado, contra los extranjeros, los traidores, saboteadores y criminales del pensamiento.

En el capítulo III afloran los recuerdos de infancia de Winston, con una impactante crudeza, definitoria del tono general de los sentimientos internos de los personajes:

No podía recordar qué había ocurrido, pero mientras soñaba estaba seguro de que, de un modo u otro, las vidas de su madre y su hermana fueron sacrificadas para que él viviera. Era uno de esos ensueños que, a pesar de utilizar toda la escenografía onírica habitual, son una continuación de nuestra vida intelectual y en los que nos damos cuenta de hechos e ideas que siguen teniendo un valor después del despertar. Pero lo que de pronto sobresaltó a Winston, al pensar luego en lo que había soñado, fue que la muerte de su madre, ocurrida treinta años antes, había sido trágica y dolorosa de un modo que ya no era posible. Pensó que la tragedia pertenecía a los tiempos antiguos y que sólo podía concebirse en una época en que había aún intimidad —vida privada, amor y amistad— y en que los miembros de una familia permanecían juntos sin necesidad de tener una razón especial para ello.

Por contraparte, está la descripción del País Dorado, un espacio de escape frente a la hostil realidad:

De pronto se vio de pie sobre el césped en una tarde de verano en que los rayos oblicuos del sol doraban la corta hierba. El paisaje que se le aparecía ahora se le presentaba con tanta frecuencia en sueños que nunca estaba completamente seguro de si lo había visto alguna vez en la vida real. Cuando estaba despierto, lo llamaba el País Dorado. Lo cubrían pastos mordidos por los conejos con un sendero que serpenteaba por él y, aquí y allá, unas pequeñísimas elevaciones del terreno. Al fondo se veían unos olmos que balanceaban suavemente con la brisa y sus follajes parecían cabelleras de mujer. Cerca, aunque fuera de la vista, corría un claro arroyuelo de lento fluir. (…) La muchacha morena venía hacia él por aquel campo. Con un solo movimiento se despojó de sus ropas y las arrojó despectivamente a un lado. Su cuerpo era blanco y suave, pero no despertaba deseo en Winston, que se limitaba a contemplarlo. Lo que le llenaba de entusiasmo en aquel momento era el gesto con el que la joven se había librado de sus ropas. Con la gracia y el descuido de aquel gesto, parecía estar aniquilando toda su cultura, todo un sistema de pensamiento, como si el Gran Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento pudieran ser barridos y enviados a la Nada con un simple movimiento del brazo. También aquel gesto pertenecía a los tiempos antiguos. Winston se despertó con la palabra Shakespeare en los labios.

El País Dorado es un simple paraje campestre, convertido por la sensibilidad de Winston y Julia en una utopía —un lugar en cualquier parte o en ninguna— (en lo conceptual, sería una utopía clásica dentro de una utopía moderna negativa), y donde se encuentran ocasional y secretamente Winston y Julia para hacer el amor, cuyas imágenes visuales e íntimas están muy bien planteadas y captadas en la película de Michael Radford 1984, estrenada justo en ese mismo año en tributo a la obra, protagonizada por John Hurt en el papel de Winston, y Suzanna Hamilton en el rol de Julia. Este magnífico filme es insuperable, a tal punto de que nadie ha intentado llevar al cine otra vez esta novela. Radford tenía sólo 38 años cuando dirigió esta obra maestra. Valdría la pena acometer sobre éste una crítica comparativa bien argumentada. La película cuenta además con la última interpretación del gran actor británico Richard Burton, quien encarna el duro papel del torturador O’Brien. A Burton lo disfrutamos en películas de los años sesenta protagonizando, al lado de su esposa Elizabeth Taylor, las películas Cleopatra, La fierecilla domada y otras como El espía que vino del frío y Equus; Burton era uno de mis actores favoritos de entonces. Del gran actor inglés John Hurt, quien encarna a Winston, ni hablar. Es sencillamente un maestro de la actuación (El hombre elefante, Un hombre de dos mundos, Alien, Melancolía) y su trabajo en 1984 se cuenta entre los mejores suyos. Michael Radford es un cineasta británico nacido en India (1946) que ha llevado al cine —entre muchas otras— obras literarias memorables como Il postino (1994), sobre un momento de la vida de Pablo Neruda en Italia, y El mercader de Venecia (2004), sobre el célebre drama de Shakespeare, protagonizado por Al Pacino.

La redacción del diccionario de la Neolengua implica, por supuesto, un empobrecimiento del lenguaje, para propiciar luego una tecnología que lo sustituya.

En la novela 1984 se pone en duda el aspecto cronológico de los acontecimientos, debido al caos y la confusión mental que viven los personajes dentro de la “sociedad”. En los pensamientos inconfesables de Winston radica buena parte de la poderosa sugestión de este libro, y el dramático estertor de la sociedad en su conjunto, cuando ésta se deja dirigir por las élites demagogas del pensamiento único.

“Si hay alguna esperanza, está en los proles”. Con esta frase, que se repite a lo largo del texto, Orwell nos presenta su posición política: su identificación con la masa obrera y proletaria, a la que adjudica sus mejores esperanzas para un futuro. Esto es muy importante dentro del contexto ideológico de la novela, y en el trasunto filosófico profundo de las ideas del autor.

 

La destrucción de las palabras

Existe una variedad enorme de motivos abordados, que sería muy prolijo abordar aquí. Citaré unas pocas: el ejercicio físico como sometimiento; la reducción de los placeres como si éstos fueran actos ominosos, o pecados; las declaratorias estadísticas son falsificadas por el sistema; el concepto de “camarada” es completamente ideológico y sustituye a la amistad, volviéndola política: “Ya no había amigos, sino camaradas. Pero persistía una diferencia: unos camaradas eran más agradables que otros”, escribe. La redacción del diccionario de la Neolengua implica, por supuesto, un empobrecimiento del lenguaje, para propiciar luego una tecnología que lo sustituya. No es necesario en este mundo inventar nuevas palabras para una nueva sociedad, sino más bien irlas eliminando:

La destrucción de las palabras es algo de gran hermosura. Por supuesto, las principales víctimas son los verbos y los adjetivos, pero también hay centenares de nombres de los que puede uno prescindir. No se trata sólo de los sinónimos. También de los antónimos. En realidad, ¿qué justificación tiene el empleo de una palabra sólo porque sea lo contrario de otra? Toda palabra contiene en sí misma su contraria. Por ejemplo, tenemos “bueno”. Si tienes una palabra como “bueno”, ¿qué necesidad hay de la contraria, “malo”? Nobueno sirve exactamente igual, mejor todavía, porque es la palabra exactamente contraria a “bueno” y la otra no. Por otra parte, si quieres un reforzamiento de la palabra “bueno”, ¿qué sentido tienen esas confusas e inútiles palabras “excelente, espléndido” y otras por el estilo? Plusbueno basta para decir lo que es mejor que lo simplemente bueno y dobleplusbueno sirve perfectamente para acentuar el grado de bondad. Es el superlativo perfecto.

De los ejemplos anteriores tenemos infinitos casos en el mundo actual, con el uso de los neologismos derivados de la ciencia y la tecnología, muchos de los cuales se utilizan en las redes sociales digitales. La cultura visual ha venido suplantando a la cultura verbal y amenazando a la palabra, y pone en entredicho a los libros como transmisores de mensajes profundos. La educación a distancia también pretende suplantar la educación presencial, aduciendo una profunda crisis en las universidades.

Asimismo en la novela asistimos al fenómeno de la “vaporización” de los seres humanos, cuando éstos ya no son útiles para el partido ni para el sistema dominante, como es el caso de líderes obreros, campesinos o intelectuales que disienten o hacen críticas serias al estado de las cosas, y luego son apartados o ignorados por la dirigencia de los grandes partidos:

De pronto tuvo Winston la profunda convicción de que uno de aquellos días vaporizarían a Syme. Es demasiado inteligente. Lo ve todo con demasiada claridad y habla con demasiada sencillez. Al Partido no le gusta esta gente. Cualquier día desaparecerá. Lo lleva escrito en la frente.

Veamos también una anticipación futurista sobre la literatura para el año 2050:

Los proles no son seres humanos —dijo—. Hacia el 2050, quizás antes, habrá desaparecido todo conocimiento efectivo del viejo idioma. Toda la literatura del pasado habrá sido destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron… sólo existirán versiones neolingüísticas, no sólo transformados en algo diferente, sino convertidos en lo contrario de lo que eran.

 

Hasta ahora no sabemos de una obra que haya descrito con tanta crudeza y lucidez la naturaleza del Poder Puro, del poder en sí mismo.

Burocracia y totalitarismo

Otro aspecto admirable de esta obra es la descripción pormenorizada del aparato burocrático del sistema, de una manera aún más escrupulosa y detallada que la de los laberintos descritos por Franz Kafka, quien había sido el introductor del tema. El Departamento de Registro es sólo uno de los espacios burocráticos del sistema, del Ministerio de la Verdad (la verdad burocratizada, acaso la metáfora extrema de la alienación del pensamiento), que abarca incluso el tiempo para realizarla: los Dos Minutos de Odio. Las estadísticas, el Ministerio de la Abundancia; en el lado opuesto los proles, la última esperanza. Orwell no se da tregua para seguir describiendo las costumbres de los proles y sus tiempos libres, sus juergas, sus cervezas (la única bebida alcohólica permitida), las sórdidas tabernas y sus conversaciones. La Hermandad es otra ficción, creada por el Estado para descubrir a los infiltrados. En esta falsa confraternidad, el pasado es lo hermoso, la utopía es al revés.

 

Una poesía peculiar

Sería fatigoso seguir ejemplificando sobre los asuntos que el lector va a tener ocasión de observar a medida que se adentra en la novela. El mundo de los afectos también es vulnerado aquí, y el de las pasiones. La poesía, por ejemplo, aparece aquí bajo una faz novedosa, como esta:

¿Para quién, para qué cantaba aquel pájaro? No tenía pareja, ni rival que lo contemplaran. ¿Qué le impulsaba a estarse allí, al borde del bosque solitario, regalándole su música al vacío? Se preguntó si no habría algún micrófono escondido allí cerca. Julia y él habían hablado sólo en murmullo, y ningún aparato podía registrar lo que ellos habían dicho, pero sí el canto del pájaro. Quizás al otro extremo del instrumento algún hombrecillo mecanizado estuviera escuchando con toda atención; sí, escuchando aquello. Gradualmente la música del ave fue despertando en él sus pensamientos. Era como un líquido que saliera de él y se mezclara con la luz del sol, que se filtraba por entre las hojas. Dejó de pensar y se limitó a sentir. La cintura de la muchacha bajo su brazo era suave y cálida. Le dio la vuelta para quedar abrazados cara a cara.

Los amantes Winston y Julia jamás volverán a aquel bosquecillo, porque su situación dentro del sistema se ha vuelto exasperante. En efecto, las escenas de amor de esta novela son inéditas hasta entonces, tanto por los escenarios como por el lenguaje y las imágenes utilizados, marcados de continuo por un elemento central: el miedo.

La pregunta de los cinco dedos, con la que O’Brien obliga a Winston a decir —mostrando los dedos de su mano— que hay cinco dedos donde realmente hay cuatro, es para que éste admita una realidad que no es tal; se impone la falsa realidad desde el Poder, con métodos de tortura psicológica. El proceso de “Reintegración” de Winston a la sociedad totalitaria se produce buscando la alienación completa: ahí no importan ya el amor o el afecto, sino el Poder Puro, ese poder que nos da la sensación de poseer el futuro, de ser dueños del tiempo, un poder mayor a la más potente de las drogas. Hasta ahora no sabemos de una obra que haya descrito con tanta crudeza y lucidez la naturaleza del Poder Puro, del poder en sí mismo. Porque el verdadero poder no es el dinero; el dinero es sólo uno de los elementos a través de los cuales el poder se moviliza. De hecho, en esta novela las alusiones al dinero son casi nulas; las referencias están hechas más bien a la escasez de alimentos, el vino o el agua, mas no al dinero.

En el otro lado, la fragilidad de Winston Smith sería la fragilidad humana real, la lucidez y la búsqueda de cierta verdad o de cierta pureza (la poesía) frente al aparato demoledor del Estado. Hacia el final del libro aparece un momento la idea del amor, cuando Winston añora y exige la presencia de la mujer y exclama: “¡Julia, Julia, Julia, amor mío!”. Ante la imposibilidad de obtener ese amor, surge la alternativa opuesta contra el sistema opresor: “Morir odiándolos. Esa era su libertad”.

La novela no decae en ningún momento, porque en cada capítulo aparece un nuevo recurso que enriquece la construcción del mundo alienatorio del totalitarismo fundamentalista, a donde será conducido el mundo a partir de la década de los ochenta en el siglo XX. Orwell acertó no solamente para esos años (la dictadura de Francisco Franco, por ejemplo; además de la nefasta influencia de Stalin) sino para los siguientes y para el resto del siglo XX y lo que va del siglo XXI, pues los rasgos del pensamiento único se reflejaron —en mayor o menor medida— en el mundo en años sucesivos, sobre todo en las tendencias de la derecha, del fundamentalismo islámico, el sionismo internacional, el sistema financiero mundial (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional) que ha construido asambleas internacionales manipuladas (como la OEA) y ha impuesto tiranías (Videla en Argentina; Pinochet en Chile; Stroessner en Bolivia) que han hecho del dinero una especie de teología, y otras facetas devastadoras del totalitarismo que han asomado en varias latitudes, junto a las de un neoliberalismo disfrazado de democracia que ha causado estragos en varios países.

 

Orwell resultó ser una suerte de psicólogo, un analista de la mente humana, donde se dan cita las más crudas y extremas aberraciones y alucinaciones.

Las advertencias orwellianas

El libro de Orwell nos sirve como advertencia sobre lo que nos pudiera ocurrir si asumiéramos actitudes de esta naturaleza: se nos agotaría el espíritu bajo los efectos de la alienación ideológica del Estado; los ciudadanos seríamos sólo piezas de un ajedrez perverso, cifras anónimas de un juego macabro. De hecho, cuando se habla de los clubes de millonarios que son “dueños del mundo” y que se reúnen anualmente a planificar los destinos del planeta repartiendo indicaciones y órdenes a militares, financistas y políticos, pensamos en ello. Pudiéramos catalogar a Orwell de visionario dentro del juego geopolítico mundial, de esta “lógica” irracional de la guerra, donde la moral de un partido político priva sobre la moral de los individuos, lo cual es a todas luces absurdo. Así, Orwell realiza una crítica acerba del totalitarismo mundial con su creación del Big Brother, donde las leyes impuestas desde la estructura burocrática, el Doblepensar (la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente) y el crecimiento desmesurado de los populismos institucionalizados manejados desde formatos socialistas o comunistas pueden traernos consecuencias nefastas e irreversibles.

El espionaje y sus formas más insólitas (la falsa identidad del espía Charrington lo ejemplifica), y las simbologías oficiales transmitidas por la propaganda mediática, nos conducirían a la completa enajenación, y ésta a su vez al clímax total del horror. Al mismo tiempo, Orwell resultó ser una suerte de psicólogo, un analista de la mente humana, donde se dan cita las más crudas y extremas aberraciones y alucinaciones; lo cual hasta ahora, creo yo, no había sido alcanzado por ningún otro narrador del siglo XX con una lucidez de ese tamaño. Resulta asombrosa la capacidad de Orwell para sumergirnos en los abismos de la mente, tanto individual como colectiva, haciendo un cuestionamiento del estamento político. Ya no es el horror cósmico propuesto por Lovecraft, ni el de los alienígenas, androides o robots; ni el asombro espacial ante los viajes interestelares, o los apocalipsis ecológicos, sino un terror real, que no proviene de los fantasmas de origen romántico que dieron lugar a la literatura fantástica del siglo XIX, sino algo mucho más crudo, más real: nosotros mismos convertidos en monstruos, devorándonos desde adentro, sin poder vivir en el tiempo y tampoco, por supuesto, en el futuro.

George Orwell nos resulta en este libro sencillamente demoledor: Winston Smith no sólo ha sido derrotado: ha sido destruido. Al final de su relato, Orwell parece decirnos que solamente pudiéramos salvarnos buscando los refugios del afecto y de los recuerdos de infancia. Y en una rebelión colectiva de los proletarios.

A los casi setenta años justos de la publicación de esta novela, 1984 continúa teniendo una impresionante vigencia, como metáfora y advertencia de lo que nos pudiese aguardar si no tenemos los ojos bien abiertos frente a las formas totalitarias o absolutas del poder.

Gabriel Jiménez Emán
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Notas

  1. Cyril Connoly, “George Orwell (1968)”. En: Obra selecta, Lumen Ensayo, Barcelona, España, noviembre de 2005, págs. 748-754. Los ensayos que comenta Connolly son los Collected Essays, Journalism and Letters, editado por Sonia Orwell e Ian Angus, 4 volúmenes, Nueva York, 1968. Huelga decir que Connolly es uno de los principales críticos literarios de la lengua inglesa; conoció personalmente a casi todos los grandes poetas y narradores de su tiempo y fue amigo de muchos de ellos: Ernest Hemingway, Ezra Pound, T. S. Eliot, James Joyce, e e cummings, Dylan Thomas y W. H. Auden. Es autor de una obra literaria y editorial tan copiosa como importante, donde descuellan los libros La tumba sin sosiego (1944), Enemigos de la promesa (1938) y Los diplomáticos desaparecidos (1952).
  2. Recomiendo en castellano la edición de sus Ensayos escogidos, Editorial Sexto Piso, México, 2003. Traducción de Osmodiar Lampio. Prólogo de Eduardo Rabasa. Con un contenido de excelentes trabajos, donde se pone a prueba toda la lucidez de Orwell: “Notas sobre el nacionalismo”, “El león y el unicornio”, “El socialismo y el genio inglés”, “Reflexiones sobre Gandhi”, “Los escritores y el Leviatán”, “Lear, Tolstoi y el bufón”, “Política vs. literatura: un examen de Los viajes de Gulliver”, “Dentro de la ballena”, “Beneficio de clerecía: algunas notas sobre Salvador Dalí”.
  3. Nunca entendí por qué se aceptó siempre sin chistar el título de Un mundo feliz como traducción castellana de esta novela de Huxley, pese a que aquí el adjetivo “feliz” debe ser tomado desde un punto de vista irónico, de una falsa felicidad dominada conscientemente por las drogas, lo cual no queda explicitado de inmediato en el titulo traducido. El título original es Brave New World, algo así como “Nuevo mundo desafiante”.