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En el centenario de don Benito Pérez Galdós
Un voluntario realista

domingo 19 de julio de 2020
“Un voluntario realista”, de Benito Pérez Galdós
Benito Pérez Galdós escribió Un voluntario realista (1878), el octavo episodio de la segunda serie de los Episodios nacionales, a los 35 años. Disponible en Amazon

I
Un convento de monjas y un sacristán

Pues estamos también sujetas a comer y a dormir, sin poderlo escusar —que es harto trabajo—, conozcamos nuestra miseria y deseemos ir adonde nadie nos menosprecia.
Santa Teresa de Jesús, Moradas del castillo interior.

Un voluntario realista es el octavo episodio de la segunda serie de los Episodios nacionales. Está fechado en Madrid entre febrero y marzo de 1878. Tenía, pues, don Benito 35 años cuando lo escribió. La acción del episodio se desarrolla en 1827 en la ciudad de Solsona (Lérida). Es este un episodio que roza el folletín por no decir que lo es, sobre todo en su parte final.

En él se narran varios años de la vida de sor Teodora de Aransis, una monja bellísima, atrapada en el laberinto de la guerra de Cataluña o dels Malcontents. Galdós hace un magistral retrato del alma de esta mujer zarandeada por los acontecimientos en los que participa, y a los que no les hace ascos. En un primer momento.

Pepet, arrancado de las montañas del Cadí, por donde corre libre como un gamo, es trasladado al convento; éste le produce más pavor que devoción.

Comienza el episodio de forma realista. Con una magnífica panorámica se da cuenta de los alrededores de Solsona, de la riqueza de sus tierras y de sus bosques. Se centra luego en la ciudad. Se habla de la catedral y de los conventos que posee la villa. Y, lógicamente, de los desmanes cometidos por los franceses allá por el mes de septiembre de 1810 en las santas casas. Las heridas no habían cicatrizado:

También pusieron mano en los conventos, encariñándose demasiado con los de religiosas, donde cometieron desafueros que mejor están callados que referidos.1

De entre estos conventos, terminando con la panorámica, don Benito se fija en el de San Salomó, obra de 1573.

Este cenobio fue saqueado y derribado en parte. Estaba ubicado en las afueras del pueblo. Era una heterogénea mezcla de estilos. Y en su interior no reinaba la pobreza. Pertenecía a la orden de las dominicas, que no eran muy amigas de la pobreza. Se encargaba de recoger a las señoritas nobles que la vocación, los amores desgraciados o el no saber qué hacer con ellas sus familias, las separaban del mundo. En el claustro seguían siendo nobles; allí no se admitía a otro tipo de mujeres. Y éstas tenían sus particulares prerrogativas, mesa aparte, criadas, golosinas, etc. Por ellas no había pasado santa Teresa de Jesús ni su reforma carmelita. Eran, además, famosas por su cocina.

Dicho convento, donde no reina la paz entre sus moradoras, tiene un sacristán, don José Armengol. Éste, ya mayor, ruega a las hermanas que acepten a un nieto suyo como su sucesor en la sacristía. Las monjas lo hacen. Y es así como Pepet Armengol entra al servicio de las hermanas a la temprana edad de doce años.

Pepet, arrancado de las montañas del Cadí, por donde corre libre como un gamo, es trasladado al convento; éste le produce más pavor que devoción. No obstante, con el tiempo se calma, y las monjas le parecen unas buenas señoras. Es durante una ceremonia solemne, en medio de cánticos, cirios, más de doscientos, oro, encajes y pedrería, cuando

el estupor del sacristán en ciernes llegó a su colmo al ver que entre la fila de las monjas arrodilladas en la delantera del coro apareció una joven de sorprendente hermosura.2

La joven parece una estatua. Va vestida con ricos ropajes y lleva collar y pendientes. Sus cabellos son largos y negros. Pepet ve con estupor cómo la van despojando de todo adorno. Y cómo, con unos rápidos tijeretazos, la privan de sus cabellos. Salta indignado en medio de la ceremonia, grita y pierde el sentido. Al recuperarse

sintió que en su espíritu entraban de rondón ideas nuevas, y que su conciencia empezaba a sacudirse y a resquebrajarse como un gran témpano que se deshiela.3

La joven profesa es Teodora de Aransis y Peñafort, sobrina del conde de Miralcamp. Entra en el convento casi al mismo tiempo que Pepet.

La infancia, como casi todo en esta vida, tiene sus propias reglas. El joven sacristán, hecho a las correrías por los montes y los ríos, enfermó encerrado entre aquellas venerables paredes con tanta monja. Ante su enfermedad, la madre abadesa permite que salga a jugar con los niños de su edad. Éstos se reúnen en el río, donde arman guerras y batallas. Pepet no tarda en demostrar su superioridad en tales juegos.

La convalecencia fue larga y penosa. Un día, en el claustro, sor Teodora lamenta no tener un juguete para él. Quiere ver al niño alegre. Le pregunta qué es lo que desea. Pide un tambor. La monja corre a su celda y sale con un sombrero de papel y una espada de caña. Se la ofrece a Pepet. Éste la rechaza:

La espada que yo deseo no es de caña, sino de hierro.4

Cabe recordar que el episodio está ambientando en 1827. Reinaba Fernando VII, el Rey Felón, monarca absolutista contra el cual se está levantando una buena parte del país. Lucha esta parte a favor de su hermano Carlos, que oye misa todos los días. Cree esa parte del país que el rey está abriendo la mano en demasía en favor de los liberales. Ellos y los masones, la muletilla del siglo XIX, están minando el Trono y la Religión. Tres años antes, sin embargo, en 1824, se produjo todo lo que Galdós tildó de terror: ejecuciones, persecuciones, inestabilidad, y conspiraciones para una guerra que se estaba larvando en conventos y tertulias a pasos agigantados. Parte de Cataluña se sublevó contra el rey. Su hermano, Carlos María Isidro de Borbón, que oía misa todos los días, consideraba que éste era demasiado blando con los liberales y muy poco benévolo con los apostólicos. En Cataluña alentará la Guerra dels Malcontents. Es un movimiento ultraconservador. Pepet tomará parte muy activa de esa guerra que está al caer. Pronto tendrá, pues, su espada de hierro. Sor Teodora lo alentará en sus aspiraciones a favor del pretendiente, que oía misa todos los días.

 

II
La espada de hierro

Pues nadie es tan estúpido que prefiera la guerra a la paz, que, en ésta, los hijos sepultan a los padres, mientras que, en aquélla, son los padres quienes sepultan a los hijos.
Heródoto, Historia.

Conforme van pasando los años, va cambiando el carácter de Pepet. Como si fuera él quien hubiese profesado, en vez de hacerlo sor Teodora, es a éste a quien le trastocan el nombre. Debido a que los franceses acabaron con las campanas del convento, las monjas utilizan un menguado esquilón para llamar a los oficios. Al manejarlo Pepet, lo bautizan con el nombre de Tilín.

Siempre que a la Iglesia no le gusta algo, ese algo pertenece al gobierno de Satanás, que es el malo.

Ha cumplido dieciocho años. Se ha hecho un fanático de la religión y gusta de leer libros de historia. A menudo olvida sus quehaceres de sacristán. Estrecha también su relación con sor Teodora. A ésta, en el claustro, le confiesa su vocación guerrera, su ardor bélico, contrapuesto totalmente a la sotana de sacristán que viste.

La monja lo miraba atentamente, y mirándole resolvía en su cabeza atrevidos y desusados pensamientos, que rara vez, como no sea en España, ocupan el amodorrado cerebro de una religiosa. No decía nada por temor de decir demasiado con una sola palabra.5

No se puede decir con menos palabras, ni con más elegancia, lo que estaba pasando por muchas cabezas “religiosas” y lo que estaba sucediendo en muchos conventos de España. En especial en el de san Salomó. Tilín quiere guerra, pero hay paz. Sor Teodora lo desengaña: ella no ve más que guerra, pues “los masones tienen minado el Trono”.6 No se detiene ante el tópico la monja:

Todo está por hacer: con la derrota de los liberales no se ha conseguido casi nada; todo está, pues, del mismo modo: la Religión por los suelos, la Inquisición sin restablecer, los conventos sin rentas, los prelados sin autoridad.7

Una parte de la sociedad, por inverosímil que parezca, clamaba por la vuelta de la Inquisición. Para sor Teodora, que la añora, todo el aparato del Estado está, además, en manos de los masones. Hasta el mismo Trono. Y, por supuesto,

Contra la masonería, que es el gobierno de Satanás, se levantará la Religión, que es el gobierno de Dios.8

Siempre que a la Iglesia no le gusta algo, ese algo pertenece al gobierno de Satanás, que es el malo. Curioso que, últimamente, en pleno siglo XXI, un ex ministro y un arzobispo señalen al diablo como el origen del mal, es decir de aquello que les molesta a ellos de este sufrido país. Hay personas que parecen sacados de los peores personajes de los Episodios nacionales. Por supuesto, sor Teodora se decanta por el carlismo. La Iglesia y el progresismo están reñidos. Aunque en los viejos tiempos no tenían Inquisición. Algo de progreso sí que ha habido, por lo tanto.

Pronto se entiende, por la visita de un señora noble al convento, lo que quiso decir el narrador al afirmar que sor Teodora, cuando habla con Tilín, “no decía nada por temor de decir demasiado con una sola palabra”: las monjas están intrigando a favor de la guerra. Todo el clero está movilizado, no en busca de la paz, faltaría más. Por si fuera poco, cuentan, curas, frailes y monjas, más el beaterío profesional, con el beneplácito de la Santa Sede. Así lo afirma la noble señora, por la herencia, que visita a las monjas. En los conventos se guarda el dinero de la facción. Y se alienta la guerra, de las que casi todas las hermanas son partidarias.

¡Guerra! clamó ante el altar
el sacerdote con ira;9

No obstante, ahora, al igual que en Napoleón en Chamartín,10 tampoco falta la voz discordante de una anciana monja:

Todos los lectores de Vich y todos los prelados de la cristiandad no me convencerán de que la causa del Señor y el triunfo de la Fe hayan de conquistarse con guerras, violencias, brutalidades y matanzas.11

Sus palabras sonaron “como palabras salidas de la tumba”. A ellas se opuso la vibrante voz de sor Teodora. Ésta hace una encendida defensa de la guerra. Le responde la anciana recordando los horrores de la invasión francesa. Sor Teodora es muy joven; no conoce, ni de lejos, lo que es capaz de hacer el hombre cuando no tiene que rendir cuentas ante nadie. Destrucción, saqueos, robo, violaciones, muerte… La discusión se agría entre las dos hermanas.

Con el estudio de la historia y del latín, que rechaza el ex sacristán, se deberían enseñar las brutalidades de la guerra.

Con razón la Inquisición, que querían restablecer las dominicas, prohibió las obras de Erasmo de Rotterdam: “No hay paz tan inicua que no sea preferible a la más justa de las guerras”.12 Y aquella sublevación no era ni eso.

La guerra, poco después, la predica abiertamente un fraile. Y aparece Tilín vestido de militar, con charreteras y sable. De hierro. Sus hazañas comienzan por apresar a un viejo coronel y hacerse con sus armas. Eso lo eleva por encima de la tropa. Su sueño comienza a convertirse en realidad. Es encargado de reclutar tropas, animales, armas y dinero. Cumple la orden a rajatabla:

Respetado y temido, Tilín avanzaba en su empresa y fue terror de los pueblos y brazo potente de la insurrección en aquella agreste comarca, donde reclutaba zorros para hacer de ellos leones.13

Al fin y al cabo ya tenía lo que tanto había deseado: guerras y muertes. Empeñado en imitar a los héroes de la antigüedad, no se había preguntado, ni falta que le hacía, qué sintieron aquellos pueblos a los que atacaron los personajes que tanto admiraba: Alejando Magno, César, Hernán Cortés, etc. Ni que decir tiene que la defensa de la religión, de una visión de la misma, no fue sino excusa para masacrar a personas que tuvieron la desgracia de tropezarse con estas alimañas.

Con el estudio de la historia y del latín, que rechaza el ex sacristán, se deberían enseñar las brutalidades de la guerra. Contrasta Tilín con Fernando Calpena, protagonista de buena parte de los episodios de la tercera serie. Educado este último por un sacerdote, le inculca la importancia del latín, es un gran admirador de Cicerón, de la moral y de la estética.14

Tilín, como el resto de los jefes de la facción, no se plantea sino que Carlos María Isidro oía misa todos los días. Y por él y por eso había que matar y morir. Sin dejar hablar a los otros. Por desgracia sólo nos queda la voz de los vencedores. Don Benito, no obstante, hace hablar a los vencidos una y otra vez a lo largo de los Episodios. Cosa que es muy de agradecer. En otros ámbitos su obra sería de lectura obligatoria y gozosa para niños y políticos. Algún día sucederá. Como dice el fugitivo hablando con Tilín “es propio del tiempo tardar”.15

 

III
Un amor imposible

Amor sin temor y sin miedo es fuego ardiente y sin calor, día sin sol, cera sin miel, verano sin flor, invierno sin hielo, cielo sin luna, libro sin letras.
Chrétien de Troyes, Cligés.

Tilín, recorriendo la comarca en busca de animales, voluntarios y dinero, hace prisionero a quien será su rival, y por quien morirá. En ese momento lo ignora. El prisionero lo engaña, logra escapar y ofrece unas reflexiones sobre el país que tardarán muchos años en perder vigencia, si es que la han perdido. Preludian las amarguras de Amadeo de Saboya, futuro rey de España:

Esto no tiene enmienda por ahora, ni hay alquimia que de esta basura haga oro puro (…). Un puñado de hombres refugiados en Inglaterra se empeñan en librar a su país del despotismo, y mientras ellos sueñan allá, ese mismo país se subleva, se pone en armas con fiereza y entusiasmo, no porque le mortifique el despotismo, sino porque el despotismo existente le parece poco y quiere aún más esclavitud, más cadenas, más miseria, más golpes, más abyección.16

Siempre hemos estado faltos aquí de voces potentes que se negaran a usar las armas no ya contra sus semejantes, sino contra sus mismos vecinos. Hay un cierto placer en ser más bestial cuanto más vecino es el prójimo que no piensa como se debe pensar. Cualquier excusa es buena para masacrarlo: la religión, una lengua, el capricho de una familia real, etc. Y siempre los mismos tópicos, aunque cambiando de nombre: judíos, marranos, erasmistas, masones, terroristas, rojos, herejes, ateos… Le surge al ex prisionero de Tilín la inevitable comparación: don Quijote, la lucha por un ideal. Se siente derrotado ante un país de frailes y guerrilleros hambrientos de esclavitud. “Patria querida, me repugnas”,17 concluye.

Tilín es un brutal aviso de lo que es la guerra, cosa en la que sor Teodora no debería haberse involucrado.

En unos pasajes admirables, Galdós nos describe las dudas de este personaje. Está a punto de dirigirse a la frontera y abandonar la misión que lo ha traído a España. Pero reconoce, con una mentalidad que le honra, que no todos los frailes son guerrilleros, ni toda Cataluña es absolutista. Decide, pues, continuar su misión. La cual lo lleva a Solsona. Allí acude también Tilín llamado por su superior. En Solsona va a sentir por primera vez las envidias y temores de sus superiores. Los buenos defensores de la religión no estaban exentos de ellas. Pixola, su superior, que ha descubierto que el viajero era un liberal, castiga a Tilín a permanecer en la ciudad cuidando los presos, entre los que está el viajero.

Tilín pasa largas horas en el convento haciendo trabajos y contando sus aventuras. Y poco a poco va descubriendo su pasión por sor Teodora. Esa pasión se ha ido acrecentando con los años. Siente por ella un respeto rayano en lo supersticioso. Ha perdido, no obstante, la delicadeza que tenía antes con ella. Y no se engaña con respecto a la guerra: él soñaba con grandes hazañas y ejércitos, no con partidas de bandoleros. Sor Teodora trata de calmarlo. Éste, por la noche, le sale al encuentro en la iglesia para dar rienda suelta a su pasión: “Monja, yo te amo”,18 le espeta provocando un ataque de pánico en la hermana. Superado el pánico considera a Tilín un ser enteramente aborrecible.

Este hecho, que juzga una brutalidad por parte del ex sacristán, lleva a sor Teodora a considerarse culpable de cuanto está aconteciendo. Tilín es un brutal aviso de lo que es la guerra, cosa en la que ella no debería haberse involucrado. Ya se lo advirtió la anciana monja a la que nadie quiso escuchar:

¿Qué era Tilín sino la personificación monstruosa de aquella misma guerra salvaje, de aquel bando osado, violento, sedicioso, rebelde a toda ley?19

Lo sucedido, cree ella, era el castigo por haber olvidado la ley de Dios, y la santidad de la Orden consagrándose a preparar la guerra. Sor Teodora pasa la noche en oración y flagelando sin consideración sus bellísimas carnes. Galdós aprovecha el momento para introducir una suave ironía sobre el autor omnisciente:

Sin embargo, como testigos presenciales, podemos asegurar que los instrumentos de mortificación usados por la madre Teodora de Aransis no eran de los más destructores, y que cualquiera podría hacerse santo con ellos sin riesgo de perder la vida temporal.20

Tal como Sancho Panza desencantando a Dulcinea, que abofeteaba los árboles en lugar de sus rollizas nalgas.

Al día siguiente, en el claustro, Tilín vuelve a insistir en su declaración. Parece la de un loco. Tilín ha ido a hacer unas reparaciones en una parte del tejado del convento. Hecho el trabajo, se despide de la monja diciéndole que se verán antes de lo que ella imagina. Lo repite varias veces para que no quepa ninguna duda. Sor Teodora se asusta.

Poco a poco se van descubriendo las entrañas de los apostólicos. Sor Teodora, merced a la declaración de Tilín, ha descubierto la brutalidad del guerrero. Tilín no obedece las órdenes de su superior. Se va a Manresa para participar en la batalla que se avecina. Se entera de que la plaza se va a rendir por traición, y recibe el glorioso encargo de limpiar las botas del general Jep dels Estanys, e ir a comprarle tabaco. Empieza a vislumbrar lo que se cuece:

Ni esto es guerra, ni estos son soldados, ni esto es causa apostólica, ni esto es decencia, ni esto es valor, sino una farsa inmunda.21

Cada vez la situación se va degradando más y más. Tilín ya no ve en la causa sino miseria y mezquindades. Así concluye Galdós el episodio de su estancia en Manresa tras la alocada declaración a sor Teodora:

Aquella guerra no era una guerra; era una campaña de rencillas, de insultos, de miserias, de contiendas mezquinas, semejantes a las disputas de las verduleras.22

Al fin y al cabo se luchaba por quien oía misa todos los días.

Y una vez más, Tilín, asqueado, incumpliendo órdenes, con el caballo del mismísimo Jep dels Estanys, huye a Solsona. Ebrio de rebeldía ordena que todos los presos sean puestos en libertad. Entre ellos está su antiguo prisionero. Sor Teodora se asusta al enterarse de su llegada.

 

IV
El rapto

EL REY.- Todo es inverosímil en tu cuento.
MAESE LOTARIO.- Señor, siempre son inverosímiles las historias de amor.

Ramón María del Valle-Inclán, Farsa italiana de la enamorada del rey.

Sor Teodora habita una celda del convento semiderruido. Apenas se han reparado los destrozos de los franceses. Sor Teodora ocupa una celda aislada en lo que se conoce como la Isla, debido a que las contiguas a la suya han desaparecido. A los tres o cuatro días, principios de octubre de 1827, de haber llegado a Solsona, una noche Tilín, provocando el consabido terror, se presenta en la celda de sor Teodora.

Sor Teodora no pudo gritar; cayó desfallecida en una silla, cerró los ojos, y sus brazos se estiraron trémulos como para apartar algo terrible.23

Tilín ha ido a pedirle perdón por su alocada declaración, a besar las baldosas que ella pisa, y a decirle que, despreciado por unos y por otros, los perros son más felices que él. Sor Teodora lo desprecia. Tilín huye lleno de rabia y coraje. Derramando lágrimas.

La monja pasa la noche en vela, orando, mortificándose o tratando de leer. Al día siguiente el desasosiego puede con ella. No la deja parar ni un momento. Nos advierte el narrador que

aquel desasosiego, aquel constante mudar de ocupación, aquella caprichosa inconstancia en los empleos que había de dar a su fantasía y a sus manos, eran fenómenos que se repetían invariablemente todos los días desde hacía algún tiempo.24

Ello es debido, entre otras causas, a su apartamiento de las intrigas y cosas de la guerra. Se ha quedado desocupada. No consigue dar con nada que llene ese vacío. Se cuestiona su vocación, parecida a un amor juvenil o al estallido de fuegos artificiales. Sor Teodora languidece en el convento, “como la imagen del sol de mediodía reflejada en el fondo de un pozo”.25 Trata, no obstante, de reponerse, y de hallar el lugar por el que se coló en su celda el malvado Tilín.

Don Benito era un perfecto y concienzudo novelista. No cabe duda. Poco a poco va dando cuenta de toda una pequeña serie de detalles que, al final, formarán una tupida red creando todo un mundo tan coherente como perfecto.

Al salir éste del convento, utilizando una soga que colgó el último día que estuvo trabajando en la santa casa, se tropieza, de nuevo, con su ex prisionero. Tilín le hace jurar que no dirá nada de su escalamiento. Hablan ambos hombres, quedando concertados en intercambiar un caballo, para el prisionero, a cambio de una tartana para Tilín. Ambos piensan huir de Solsona.

Pero al ir a recoger el caballo, el nuevo amigo de Tilín se encuentra con viejos conocidos que lo persiguen. Están a las órdenes de su hermanastro, furibundo guerrillero carlista. Huyendo de ellos va a dar con la soga por la cual se descolgó Tilín cuando salió de la celda de sor Teodora. A ella se acoge nuestro héroe.

Don Benito era un perfecto y concienzudo novelista. No cabe duda. Poco a poco va dando cuenta de toda una pequeña serie de detalles que, al final, formarán una tupida red creando todo un mundo tan coherente como perfecto. Asombra que el término medio de escritura de cada Episodio fuera de dos meses o poco más. Tal vez el tiempo dedicado a la preparación y recopilación de datos fuese mucho mayor.

Trepando por la cuerda, y moviéndose por entre las sombras, el fugitivo va a dar con la aislada celda de sor Teodora. La buena monja no gana para sustos. Pues éste entra en ella poniéndole el puñal en el pecho. Se produce un diálogo digno del mejor de los folletines. Él pide perdón por la forma en la que ha entrado; ella lo rechaza indignada; él descubre que está herido; ella lo cura con sus finísimos dedos.

El semblante de la religiosa era todo compasión, y el del aventurero gratitud.26

El diálogo que transcurre entre ellos es una verdadera maravilla. Poco a poco la monja va cediendo en su enfado. El fugitivo le descubre que es liberal. Jacobino, apostilla ella. Pero recuerda que también su hermano lo es. Decide ocultar al fugitivo, pese, o por ello mismo, a que éste se niega a revelarle el objeto de su ida a Solsona. Sor Teodora siente cierta simpatía hacia él.

Pese a lo folletinesco de la situación, los personajes galdosianos nunca son de una pieza. Así, la monja que se opone a la guerra, la pacífica que se enfrentó a sor Teodora es, al mismo tiempo, una mujer llena de envidias y rencores. Y éstos recaen sobre la de Aransis: la vigila continuamente. La espía a través de un agujero de la celda. Y a través de él ve al fugitivo. No dando crédito a sus ojos, va a referírselo a la madre abadesa. Pero en ese momento se declara un incendio en el convento. Es éste de tal magnitud que cada uno salió por donde pudo. El convento desapareció entre las llamas. Se reúnen las monjas. Se cuentan, se llaman. Falta sor Teodora.

La monja pacífica cree que ha sido el fugitivo quien ha prendido fuego al convento. Lo denuncia ante el furibundo guerrillero Carlos Garrote. Lo apresa. Garrote, como Tilín, se siente engañado: Fernando VII ha llegado a Cataluña, y quiere que todos entreguen las armas. Garrote se niega a ello: él lucha por el otro rey, el que oye misa todos los días, por la verdadera Religión. Renunciando a sus charreteras sale, con sus ayudantes, camino de Álava. Se llevan al prisionero con ellos. Quieren nombrar a Tilín sustituyo suyo, pero nadie lo ha vuelto a ver. Participó, no obstante, en el traslado de las aterrorizadas monjas en medio de las llamas.

Don Benito, llegados a este punto, interrumpe el relato para hacer un excurso sobre aquella sublevación apostólica de 1827. La define como la intriga más repugnante de las habidas desde el motín de Aranjuez. Ni los historiadores saben cómo se inició ni por qué se terminó. Fernando VII hizo fusilar a todos los cabecillas que pudieron dar razón de dicho levantamiento. Sirvió, no obstante, para preparar el terreno para las guerras carlistas. Algunos cabecillas se levantaron por eso mismo, por un cambio de monarca. Querían a Carlos María Isidro de Borbón, que oía misa todos los días. De ahí la intervención del Rey Felón. Al pedirles, por la llegada de éste, que entreguen las armas, se sienten traicionados. Eso mismo determinó su exterminio.

Volvemos a Pepet y a sor Teodora. Éste, aprovechando el incendio del convento, la ha raptado. Se la lleva en una tartana a su morada en el Cadí. Lo sacaron de allí para hacerlo sacristán.

Todo cuanto sucede a partir de este punto no hace sino poner, bien a las claras, que don Benito era un excelente novelista.

Sor Teodora se entera de que van a fusilar a Monsalud. A las seis de la mañana. Quedan pocas horas. Pero en tan breve espacio de tiempo hace lo imposible por salvarlo.

Huyendo Tilín, llevando raptada a sor Teodora, se desvía del camino, pues oye a una tropa cercana que va detrás de ellos. El eje de la tartana se rompe, y sor Teodora huye hacia una mole, en la cual suena una campana. Es el convento de Regina Coeli, habitado por dos nonagenarios frailes. Tomado, en ese momento, por una partida realista. La comanda don Pedro Guimaraens, conocido de la monja. Allí le dan cobijo a sor Teodora. Y allí ha ido a parar Carlos Garrote con su partida. Entrega las armas, dada la inferioridad de su partida. Y también entrega al prisionero, acusado de incendiar el convento de san Salomó. Da la orden de que sea fusilado. Después de los auxilios de la Iglesia, que él no le puede dar: no lleva a ningún sacerdote en su partida.

Continuando su camino, Garrote se tropieza con la partida de Chaperón.27 Le encarga a éste que fusile al reo que ha dejado en Regina Coeli. Y, por fin, nos revela el nombre del joven que entró, puñal en mano, en la celda de sor Teodora: Salvador Monsalud. Es el protagonista de la segunda serie de los Episodios. Aunque ahora el protagonismo, como también en la primera serie, es compartido con otros personajes.28

Sor Teodora se entera de que van a fusilar a Monsalud. A las seis de la mañana. Quedan pocas horas. Pero en tan breve espacio de tiempo hace lo imposible por salvarlo. Sor Teodora se ha enamorado:

No podía de ningún modo asentir a que pereciese aquella figura airosa y gallarda, aquel mirar dulce y penetrante, aquella discreción y urbanidad del lenguaje (…). Después de doce años de claustro, de calma y de tibia y rutinaria devoción, Teodora de Aransis perdía toda su entereza y su paz espiritual por la presencia de un desconocido.29

Lo que sigue son unos capítulos preciosos, maravillosos, puro folletín: sor Teodora convence a Tilín, que la ha seguido, para que ocupe el lugar de Monsalud en el paredón. Le promete, a cambio, que estarán juntos durante toda la eternidad en el cielo. El sacristán, metido a guerrillero, acepta el tal sacrificio. La monja le ha dicho que Monsalud es su hermano. Tilín, todavía de noche, es fusilado. Monsalud huye a uña de caballo a cumplir con su misión jacobina. Y sor Teodora se queda sola en Regina Coeli. Y así termina este apasionante episodio.

Con esa afición tan de don Benito, de cruzar y entrecruzar personajes, el final de sor Teodora de Aransis es relatado en La desheredada, novela de 1881, capítulos 10 y 27. Vale.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Un voluntario realista, capítulo I.
  2. Ibídem, capítulo II.
  3. Ibídem, capítulo II.
  4. Ibídem, capítulo II.
  5. Ibídem, capítulo IV.
  6. Ibídem, capítulo IV.
  7. Ibídem, capítulo IV.
  8. Ibídem, capítulo IV.
  9. Bernardo López García, Oda al dos de mayo.
  10. Napoleón en Chamartín, capítulo XXII.
  11. Un voluntario realista, capítulo V.
  12. Erasmo de Rotterdam, Querella por la paz.
  13. Un voluntario realista, capítulo VII.
  14. Para más información, Vicente Adelantado Soriano, “Algunos aspectos de los Episodios nacionales de D. Benito Pérez Galdós”, Isidora, Nº 18, pp. 25 y ss.
  15. Ibídem, capítulo XVII.
  16. Ibídem, capítulo IX.
  17. Ibídem, capítulo IX.
  18. Ibídem, capítulo X.
  19. Ibídem, capítulo XI.
  20. Ibídem, capítulo XVI.
  21. Ibídem, capítulo XIII.
  22. Ibídem, capítulo XIV.
  23. Ibídem, capítulo XV.
  24. Ibídem, capítulo XVI.
  25. Ibídem, capítulo XVI.
  26. Ibídem, capítulo XX.
  27. Este personaje aparece enteramente retratado en El terror de 1824. Ahora se limita a hacer un canto y elogio de un general apostólico, que con sus exageraciones infunde tanto terror como risa. Era capaz de compaginar la crueldad más absoluta con la misa diaria. En acudir a ella cifraban los apostólicos todos las virtudes habidas y por haber. Eso de la fe sin obras es una fe muerta, lo interpretaron como que había que fusilar a todos los negros, los liberales. Se dieron buena maña en ello.
  28. Gerona, primera serie, no está narrada por Gabriel Araceli sino por Andresillo Mariguán. Araceli no podía asistir a todos los lugares. Galdós tuvo problemas de verosimilitud. De ahí la intervención de varios protagonistas.
  29. Un voluntario realista, capítulo XXIX.