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Convivium

jueves 7 de diciembre de 2017
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Convivium, por Vicente Adelantado Soriano
“Escena de banquete” (ca. 1610-1620), por Bartolomeo Manfredi (1582-1622). Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

Decía Antífanes bromeando que en cierta ciudad las palabras se helaban por el frío inmediatamente después de ser pronunciadas; y, después, desheladas, la gente oía en verano las cosas que había dicho en invierno.
Plutarco, Moralia.

Era inevitable, en aquellas fechas, no asistir al banquete de todos los años. No me gustan las tradiciones, ni tener que reunirme con la familia, lo que queda de ella, o con amigos, deudos y parientes, porque así lo marque la tradición o el calendario. En realidad me gusta reunirme con muy pocas personas. Considero que tres son una multitud. Y tengo muy claro que lo hubiera pasado muy mal en el siglo XIX donde, al parecer, la distracción de unos y otros era la tertulia, el bar, la peña, las largas horas ante una mesa. Y ya metidos en harina, a esto prefiero el mutismo; el tener la boca cerrada más que hablar de lo que ni sé ni entiendo, o pronunciarme sobre aquello sobre lo que carezco totalmente de autoridad, como diría Montaigne. Pero aquella tarde, tras una suculenta comida, seguida de un oloroso café, no tardó nada en surgir el tema candente. Tal vez era inevitable.

—¿Qué opináis vosotros sobre todo lo que ha pasado en Cataluña? —preguntó el agudo del banquete intentado mantener un gesto neutro.

Se hizo el silencio. Y así de entrada nadie opinó nada. Pues todo el mundo entendió que dicho planteamiento iba a ser el preludio de una agria discusión que no nos iba a conducir a nada bueno ni saludable.

En el fondo, y hasta las tumbas, todos llevamos algo de nacionalistas dentro.

—Olvídate del asunto —dijo uno haciendo gala de sensatez—. La conversación se agriará, y terminaremos enfadándonos los unos contra los otros. No vale la pena.

—A lo mejor es porque en este país —adujo un pretendido europeísta— todavía no hemos aprendido a discutir, a razonar como personas civilizadas.

—No creo —le respondieron— que seamos diferentes del resto de los europeos. Ya está bien de jugar al complejo de inferioridad. Como diría un ingenuo, quien esté libre de leyenda negra, que tire la primera piedra.

—Nos lapidaríamos los unos a los otros.

—Pues aquí paz y allá gloria. Se había terminado el problema.

—No creo que se haya terminado el problema porque, en el fondo, y hasta las tumbas, todos llevamos algo de nacionalistas dentro.

—Estoy convencido de que más de uno dejaría caer las piedras y se iría a casa tranquilamente, y sin herir a nadie. No creo que todos seamos nacionalistas. Sí, de acuerdo, el hombre, la mujer y el mono necesitan de una rama donde aferrarse en la selva, o de una mínima columna donde descansar el pie. Pero de eso a esas defensas a ultranza de ramas y árboles…

—Eso está muy bien. ¿Te imaginas a los estilistas, allá en el desierto, tirándose piedras, o salivazos, porque piedras allí no creo que tuvieran muchas, para defender que mi columna es mejor que la tuya porque es de mármol y la tuya de barro cocido? ¿O no quiere pertenecer a la misma iglesia que la tuya?

—Hubieran convertido el desierto en un gallinero. Y que hubiera terminado ahí la cosa. Porque como les diera por bajar de sus columnas…

—Y podía suceder entonces —apuntó el religioso del grupo— que bajara Dios y los eliminara a todos.

—Esa sería una buena solución. ¿Un nuevo diluvio universal? ¿Y encontraría a un nuevo Noé o a una nueva pareja como Deucalión y Pirra para salvarlos?

—Yo de Dios no me preocuparía por esas minucias. Haría como dicen que hizo aquel bravo capitán con los cátaros: los mataría a todos, y luego, en el cielo, ya separaría la cizaña del trigo. Y si hacía falta, los volvía a mandar a la tierra.

—Y eso es lo que sucederá si ciertos personajes siguen en el poder. Habrá un intercambio muy bonito, y no de piedras precisamente, de oriente hacia occidente y viceversa.

—¿Y tú crees que esas bombas serán tan potentes como para eliminarnos a todos?

—Sí. Creo que sí.

—Es que maldita la gracia que me haría que, por efecto de la radiación, me convirtiera en un ser con diez o doce ojos, cuatro o cinco manos, un par de cabezas, seis o siete orejas, y encima no saber latín.

—Ahora has dado en el clavo. Al fin y al cabo eso es lo importante, que todo lo demás es perdonable. Saber latín. ¿Y un poco de griego, no?

—Por supuesto. Si uno sabe latín, un poco de griego, e historia, puede dar clases a los niños y hacerles ver la bondad de aquel imperio, la vengativa justicia de los dioses, la grandeza de la mos maiorum, y la no menor grandeza de don Viriato, que luchó por la unidad de España. Sin olvidar la veracidad de muchos historiadores que trabajan por el bien de la patria, Tito Livio sin ir más lejos.

—Eran, como todos, producto de la época —apuntó el racionalista.

—Pues entonces tomémoslos como tal. No convirtamos cualquier libro en la Biblia. Ni a la misma Biblia.

¿Y qué es la historia de la humanidad sino la manipulación constante de todo?

—Ni a la Constitución; ni los profesores en profetas, aunque algunos de ellos ya han terminado crucificados.

—¿Tú crees que los profesores manipulan a los alumnos?

—¡Ay, Dios! —exclamó la dueña de la casa.

—¿Y qué es la historia de la humanidad sino la manipulación constante de todo? ¿No se han cruzado distintas especies de animales buscando el mayor provecho del hombre? ¿No se han injertado árboles, se han alterado semillas, tierras y demás? Y siempre, y en todo lugar, encontrarás gente que clama y eleva los brazos al cielo contra esto, aquello y lo demás allá… Aquí creo —dijo mirando a derecha e izquierda— que somos todos de la misma edad, ¿acaso no os hicieron cantar a vosotros en el colegio aquello de “cara al sol”? ¿Y no os preguntaban en el colegio, el lunes, el color de la casulla del cura en la misa del domingo?

—Sí, es cierto. Y, sin embargo, y hasta donde se me alcanza, ninguno de nosotros hemos seguido aquellas consignas.

—Bueno —dijo el escéptico—, eso puede ser por hartazgo, por la ley del péndulo, o, rompamos una lanza en favor del hombre, por el sentido crítico, tal vez innato, que todos poseemos, aunque no lo queramos reconocer. Quizás por comodidad o por pereza o por no calentarnos la cabeza.

—Eso que has dicho me parece que es de un gran optimismo rayano en la ingenuidad. Pues yo soy de los que creen que el sentido crítico también se aprende.

—Como casi todo en esta vida. Aunque si seguimos por aquí terminaremos por preguntarnos qué es lo natural y qué lo cultural. No hace mucho, por ejemplo, leí que Montaigne defendía que lo natural es que el hombre vaya desnudo. Claro, él partía de la existencia de una Providencia. Y si ésta ha creado al hombre desnudo es porque desnudo puede sobrevivir. Otros no creemos en dicha Providencia, y sostenemos que desnudos tal vez podamos sobrevivir en el verano y en ciertos climas y con las calles asfaltadas.

—¿Y ese señor iba desnudo por el mundo? —preguntó la señora de la casa.

—Pues no. Al menos no hay constancia de ello.

—Eso me recuerda a esos profesores que predican que la lengua es espontánea y que hay que escribir como se habla, pero luego ellos llenan todos sus escritos de haches, acentos, bes y uves. ¿Hay algún ser humano que no se contradiga?

—Eso, la contradicción —dijo quien había hablado de la manipulación en las escuelas—, es lo que pensé yo el otro día cuando oí decir que los profesores adoctrinaban a los niños en las escuelas catalanas. Y sí, cómo decías tú, también a nosotros nos adoctrinaron. La de tonterías que nos dijeron, por ejemplo, sobre el Cid, Viriato, Indíbil y Mandonio, y hasta el propio Séneca por no meterme en otros dibujos.

—Es exactamente lo mismo que pasaba en Roma: se trataba de crear un modelo de virtud, que se reencarnaba en algún pasado común, y así, de paso, se hace patria. El Cid, por ejemplo, sigue siendo una figura controvertida. Y siendo un señor feudal, un segundón en busca de tierras, no creo que se fuera con lindezas ni con moros ni con cristianos. Ahora, como no hay datos…

—¿No te parece que por eso mismo resulta más difícil manipular la historia actual, la contemporánea?

—Sí. Creo que sí. Tenemos pocos datos sobre el Cid. Y, aunque parezca mentira, sobre la misma Roma, pues en realidad todo cuanto ha perdurado ha sido la visión de la aristocracia. No sabemos cómo pensaba el esclavo, el tendero, la madre de familia, la esclava al servicio del señor. Nos movemos por la historia cojos, tuertos y mancos.

—Por lo tanto, todo son interpretaciones.

Hay que juzgar con conocimiento de causa, sine ira et studio, y congelando las palabras en invierno para oírlas en verano.

—Sí, pero unas interpretaciones tratan de esclarecer hechos, de buscar un mínimo de luz. Y otras, muy por el contrario, de defender ideas con uñas y con dientes, y de arrimar el ascua a su sardina.

—¿Y cómo se distingue una cosa de la otra?

—Tal vez cuando no hay ni parcialidad ni encono, sine ira et studio, puede haber algo de verdad, y digo algo… Todas las columnas tienen su aquel, y ninguna merece el desprecio de nadie, ni, mucho menos, ser destruida o dejada de lado.

—Estamos atacando el problema de una forma muy oblicua.

—Tal vez porque somos unos ignorantes y no sabemos hacerlo de otra forma. Pero al menos, creo, tenemos una cosa clara: hay que juzgar con conocimiento de causa, sine ira et studio, y congelando las palabras en invierno para oírlas en verano. Y en el verano reflexionar.

—Tal vez así se consiga hablar sin gritar, insultar, faltar al respeto, ni hacer monerías propias de diputados y gente afín. ¿Alguien quiere más café?

Vicente Adelantado Soriano
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