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En el centenario de Galdós
(historia de varias lecturas y de un convencimiento)

viernes 7 de febrero de 2020
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Benito Pérez Galdós
La lectura de los libros de Galdós fue crucial para mí.
Si la voluntad humana no resucitara a los muertos, ¿de qué serviría?
Benito Pérez Galdós, La batalla de los Arapiles.

Sinceramente no recuerdo cuándo fue la primera vez que cayó en mis manos una novela de don Benito Pérez Galdós. He perdido algunos libros en varios traslados de casas; otros, prestándolos. El sentido práctico, además, se ha impuesto en alguna que otra ocasión: por falta de espacio, me ha tocado deshacerme de varios volúmenes que tenían un cierto valor sentimental para mí. Inútil es, por lo tanto, revolver las estanterías en busca de viejas imágenes o sensaciones, y de las fechas que, una costumbre, siempre pongo en los libros en el momento de su compra.

La primera imagen que tengo de don Benito, imborrable, no es otra que la de una frustrante sensación. La de la impotencia. El muro que no se podía traspasar. Recuerdo que durante dos o tres cursos, en el bachillerato, tuve varios libros de lengua y literatura. Siempre, fuera el curso que fuere, en clase, comenzábamos los libros por el principio. Y el principio era Iliada y Odisea. De estos libros, que nunca leíamos, se daba un salto monumental, y nos encarábamos con el Cid y su cantar. Y así, con pequeñas incursiones en otras literaturas, llegábamos al final del curso. Éste siempre estaba marcado por una foto, en blanco y negro, de don Benito Pérez Galdós, a quien conocíamos tanto como a Homero.

Nunca, todo sea dicho, sentí curiosidad por leer las obras de aquel hombre, siempre en actitud pensativa. Tampoco por quien lo acompañaba, un anciano de barba rala, eternamente de perfil, y tocado con una boina: don Pío Baroja.

Dije, a todo aquel que quisiera escucharme, que si tenían que regalarme algo, que fuera el regalo algún libro de Pérez Galdós.

No obstante, en el instituto donde estudiaba recuerdo que, durante un curso, se organizaron unas sesiones en torno a don Benito. Asistí a todas ellas, resultándome muy interesantes los análisis que hicieron los profesores de historia. Ambos, sin embargo, se centraron en la novela Ángel Guerra. De aquellas sesiones no recuerdo absolutamente nada, salvo que fui muy feliz oyendo las diversas ponencias. En una de ellas, un compañero de clase se sentó a mi lado, por apellidos estábamos separados en las aulas; en un descanso, comenzó a hablarme de Pío Baroja. Al día siguiente apareció por el aula con uno de sus libros. Me lo prestó. Devoré las novelas de don Pío. Pero seguí impasible ante don Benito, siempre tan pensativo en las últimas páginas de los libros de texto.

Tengo la vaga sensación, sin embargo, de haber comenzado a leer alguna obra de don Benito con motivo de las charlas. Pero también tengo la impresión de que sus libros se me cayeron de las manos. Vagas sensaciones, muy vagas. Sí, las estanterías conservan todas las obras de don Pío, con su fecha incluida; pero no hay ninguna novela de Galdós que coincida con esos días y años.

Las cosas, pese a todo, nunca caen en saco roto por más que se empeñen algunas personas en que si no recuerdas la fórmula de la composición del agua de nada ha servido el estudio de la química. No estoy de acuerdo, por supuesto. Como ya dije en una ocasión, no tengo oído musical, una desgracia como otra cualquiera. Así pues me suenan muchas músicas, pero soy incapaz de distinguir a Mozart de Beethoven. No por eso me he privado, ni me privo, de oírlos, a uno y a otro, y a más músicos anteriores y posteriores a ellos. Sería necio no oír a Schubert porque no se van a recordar sus cuartetos o quintetos.

Hay guisos que necesitan de una larga y lenta cocción. No se puede desperdiciar ni rechazar ningún momento de ese proceso culinario. Todos contribuyen a su buen fin. Y así, un día, sin duda llevado por todo cuanto me había acontecido, en una librería me hice con los dos volúmenes de Fortunata y Jacinta. Me los llevé con la misma facilidad que respiro o con la que, antes, me había llevado otras muchas novelas de varias y distintas librerías. Y me puse a leerlos enseguida. El guiso estaba casi preparado. Aquello hizo eclosión, pero le faltaba algo. Me gustó tanto la novela que, durante un largo tiempo, se convirtió en mi tema de conversación. De una forma tan obsesiva que un viejo amigo, algunos años después, me ofreció una edición de lujo de Fortunata y Jacinta como regalo de bodas. Volví a leer la novela. Y mi entusiasmo creció tanto que dije, a todo aquel que quisiera escucharme, que si tenían que regalarme algo, que fuera el regalo algún libro de Pérez Galdós. Con dedicatoria incluida. Son estos volúmenes, pese a estar desencuadernados, los que están en los estantes de mi librería. Los que me he prometido no prestar ni, mucho menos, tirar o regalar.

Mi entusiasmo creció hasta tal punto que, antes, mucho antes de tener en mis manos la edición de lujo de Fortunata y Jacinta, comencé los Episodios nacionales. Por motivos que no vienen a cuento, abandoné mis estudios universitarios y me puse a trabajar. Un mes antes de las navidades. Cuando llegaron estas fiestas, a todos los empleados se les dio la famosa paga extra. A mí no me correspondía nada, pues llevaba un mes escaso en la empresa. Pese a todo, me dieron una pequeña cantidad. No sé a santo de qué, decidí invertirla en la compra del primer volumen, de letra infame, de los Episodios nacionales. Y comencé a leerlos. No estaba en mi mejor momento. Aquel libro, además, era inacabable. Aun así me compré el segundo volumen, ya con mi propio dinero. Se quedó virgen y entero en espera de la voz que nunca llegaba.

Me enteré, con horror, de que nadie, en su momento, quiso editarle La fontana de oro, su primera novela.

Un día, tras haber abandonado aquella empresa, y haber regresado a las aulas, con la carrera ya terminada, me di cuenta de un grave error. Paseando yo solo por el monte me percaté de que conocía, mal que bien, la literatura española de la Edad Media; pero que no había leído nada de los siglos posteriores. Del siglo XX, por otra parte, conocía a Pío Baroja, gracias a aquel compañero, y varios retazos de Galdós. Nada más. Cogí entonces un manual de literatura, y comencé a seguirlo de nuevo, como hacíamos durante el bachillerato. Pero el inicio no estaba ahora en el Poema de mio Cid, sino en la Ilustración. No tardé nada en tropezarme, otra vez, con la fotografía, siempre en blanco y negro, de don Benito Pérez Galdós. Leí su biografía, muy breve, y comencé a desempolvar algunas de sus novelas. El entusiasmo por él fue en aumento. Ahora sí.

Me enteré, con horror, de que nadie, en su momento, quiso editarle La fontana de oro, su primera novela. Consiguió sacarla a la luz porque la edición se la pagó su cuñado. Yo también tenía varias novelas y muchos cuentos durmiendo el sueño de los justos en discos duros, lápices electrónicos y demás artilugios. Pero carecía de fe en mí mismo. Ni se me ocurrió pedir que alguien, suponiendo que lo hubiera, corriera con los gastos de la edición. Di entonces en escribir pequeños artículos. Éstos se publican fácilmente en revistas electrónicas.

En esas, y sin orden ni concierto, seguí con las novelas de don Benito. Hasta que un día, lleno de entusiasmo, desempolvé aquellos viejos volúmenes de los Episodios nacionales. No se me cayeron ahora de las manos, ni mucho menos. Todo lo contrario. Pero, eso sí, tuve que responder a un par de necias y estúpidas preguntas. Me invitaron unos conocidos a cenar una noche. Había varios sujetos a los que no conocía de nada. En un momento de la cena, comencé a hablar de mi entusiasmo por Galdós, y de que estaba acometiendo la lectura de los Episodios. Uno de aquellos sujetos me miró con desdén, y con desdén y desprecio dijo que leer todo eso era una absurda pérdida de tiempo. Que la vida está hecha para vivirla. No sabía yo que cuando se lee se está muerto. Nunca se deja de aprender en esta vida.

Sorprendiéndome a mí mismo ni me enfadé por semejante tontería, ni monté en cólera ni me marché dando un portazo. Con la mayor calma del mundo me bebí un buen sorbo de aquel excelente vino que tenía ante mí. Tras lo cual le expliqué a aquel buen chico que, pese a mi juventud, me habían detectado esa terrible enfermedad llamada alzhéimer. Su cara fue un poema. No le di respiro. Y que el médico, dije mirándolo a los ojos, me había recomendado ir por la calle memorizando matrículas de coches, números de casas, etc. Y que entonces había pensado yo algo mucho mejor: leer Guerra y paz, y memorizar todos los nombres en ruso, o, mejor todavía, y así todo quedaba en casa, leer los Episodios nacionales y memorizar los nombres de todos los personajes que desfilan por ellos. Y en esas estábamos. Por lo tanto Galdós estaba resultando para mí un buen medicamento, excelente, muy asequible además.

Siempre he pensado que hubiera sido un buen actor. Pues aquella noche dije lo del alzhéimer con tal seriedad que, al despedirme, acabada la cena y la sobremesa, tuve la sensación de estar abandonando el mundo de los vivos. Sólo faltó el incensario. Y la capa pluvial.

Los Episodios nacionales son imprescindibles para comprender la historia de España.

Tampoco aquella patraña cayó en saco roto: al día siguiente, aprovechando una gruesa libreta, a la que no sabía qué uso darle, comencé a tomar notas. Poco a poco se fue dividiendo en apartados: quería tener las opiniones de Galdós sobre la guerra, los estudios, la Iglesia, el latín… Memoricé y anoté muchísimas cosas. Tantas que, al terminar los Episodios, me di cuenta de que tenía material para rendirle un cálido homenaje a don Benito. Y es lo que hice. Y con ello di cima a uno de mis sueños: publicar algo, lo que fuera, en papel. Se publicó en papel mi estudio de los Episodios.

La lectura de los libros de Galdós fue crucial para mí. Impulsado por ellos, y por historias familiares, di en componer una novela, cuya publicación me costó dinero y disgustos; hay editoriales que más bien son mafias. Sea como fuere, el libro, como siempre, lo adquirieron deudos y parientes. Y uno, no sé si deudo o pariente, buscando molestarme, con una enorme sonrisa de autosuficiencia, me dijo que mi novela olía a Pérez Galdós ya desde la dedicatoria. No me molestó. Todo lo contrario. Le dije que sí, que tenía razón. Que Galdós decía “buenas tardes”, y olía a Cervantes, y que yo decía “buenos días”, y olía a Galdós. Era aquello lo mejor que podía haberme dicho. Galdós tuvo la voluntad de resucitar a Cervantes, y yo, pobre de mí, la de resucitar a Galdós. ¿Para qué sirve la voluntad si no?

Me sigue asombrando, cada vez que releo alguno de los Episodios, la capacidad de trabajo de don Benito. Y que fuera capaz de escribir todo aquello cuando no existían ni los ordenadores, ni Internet, ni los móviles, ni que él tuviera un automóvil para viajar y moverse por los escenarios que describe, toda España. Mi asombro y admiración por él se acrecientan con cada relectura. Y si bien, como dijo Marx, para conocer la sociedad del siglo XIX, la francesa, hay que leer a Balzac, mejor que cualquier libro de sociología, lo mismo, o más, sucede con las novelas de Galdós. Y desde luego son imprescindibles los Episodios para comprender la historia de España. Que le dieran el premio Nobel de lengua y literatura a Echegaray en lugar de dárselo a él, también es un buen retrato de este país y de parte del extranjero. Un excelente maestro don Benito. El mejor junto con Cervantes.

Vicente Adelantado Soriano
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