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Una noche en un tren

jueves 12 de enero de 2023
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Una noche en un tren, por Vicente Adelantado Soriano
Yo no deseaba sino que el tren se pusiera en marcha. Hizo un tercer amago. Arrancó y comenzó a moverse con una lentitud pasmosa. Avanzamos unos metros. Verde Canyon Railroad
Cuánta razón tenía aquella persona a quien, preguntándole por el atributo que nos hace similares a los dioses, respondió: “la benevolencia y la verdad”.1
Anónimo, Sobre lo sublime.

—No quisiera generalizar —comenzó a decirme durante aquella larga e inolvidable noche—. Ni tampoco presentarme como un ser único u original. La verdad, hay cosas que siempre he creído que es mejor callarlas que contarlas. Sí, cierto, con la palabra, con la confesión, se puede producir el desahogo, la catarsis. Pero para eso, tal vez, se deba ser feligrés de alguna religión o de algún principio filosófico o ideológico. ¿Cree usted que tiene sentido que se confiese alguien no creyente? ¿Se le ha pasado por la cabeza? A menudo he pensado en ello. Y he visto, no sé si es coincidencia o no, que donde no hay confesionarios, hay psiquiatras. Muchos. ¿Le parece una idea descabellada?

—Nunca se me había ocurrido —confesé un tanto sorprendido—. Me coge usted totalmente desprevenido.

—A mí tampoco se me había ocurrido. No lo había pensado. Y tal vez todo cuanto estoy diciendo no sean sino tonterías. Pero no puedo dejar de hablar. ¿Le molesta?

—No. Puede seguir. Estamos detenidos por la enorme nevada. No podemos hacer otra cosa.

—Además, tenemos la ventaja de no conocernos de nada. Cuando salgamos de aquí, con un poco de suerte, nunca más nos volveremos a ver. No me avergonzaré de mis palabras ante usted.

Podemos mantener una conversación banal sobre cualquier cosa. O permanecer callados.

—No es mi intención avergonzar a nadie.

—No quería ser desconsiderado. Perdóneme. Quiero decir que no me sonrojaré al estar delante de usted porque le conté cosas que, tal vez, no debería contar.

—Está usted a tiempo. Podemos mantener una conversación banal sobre cualquier cosa. O permanecer callados.

—He visto —continuó sin hacer caso de mis sugerencias— que estaba usted leyendo un libro sobre Homero. Eso me ha dado confianza. Es un tanto a mi favor. ¿Sabe? Fue curioso. Yo también he leído algo sobre los griegos y su historia. Conozco, no muy bien, la verdad, su literatura. Infinidad de veces, por lo tanto, he oído hablar del famoso puerto de Atenas, el Pireo. Nunca el nombre de ese puerto ha tenido para mí ninguna connotación especial. No he estado en Grecia. No lo conozco. Pero un día, sin embargo, recordé, con gran sorpresa por mi parte, que de adolescente vi una película, en blanco y negro, titulada precisamente Los chicos del Pireo. No recuerdo nada de la película, salvo que la protagonista, muy guapa por cierto, cantaba una canción titulada así. Me gustó mucho la melodía. El estribillo se me quedó grabado a fuego. ¿Conoce usted la canción?

—La recuerdo remotamente.

La tarareó entrecerrando los ojos.

—Canta usted muy bien —dije sorprendido.

—Durante dos o tres días —continuó— no pude quitarme el dichoso estribillo de la cabeza. Hasta que al final me metí en Google y la busqué. Di con ella. Y para sorpresa mía apareció cantada por una actriz a quien tenía más que olvidada: Melina Mercouri. Recuerdo haber visto dos o tres películas de ella. Nada especial. Pero cantando Los chicos del Pireo me emocionó. Es un fragmento de una película, Nunca en domingo. No la he visto. ¿La conoce usted?

—No. Y a la actriz, tampoco.

—Pues leyendo cosas sobre Homero, debería verla cantando y bailando. Comienza a cantar medio tumbada en una cama. Pero en un momento determinado se levanta y, cantando, hace un breve baile chasqueando los dedos a izquierda y derecha. La danza no dura ni un minuto. Pero me sugirió a una Medea enloquecida, o a una ménade o bacante. Me quedé trastornado. Y ya no sé cuántas veces he visto ese fragmento… No lo sé. Tiene algo mágico y terrible.

No me pareció nada del otro jueves nada de cuanto aquel desconocido me estaba contando. No entendí a santo de qué venían tantas prevenciones iniciales. Rechacé el cigarrillo que me ofrecía y me abroché mi anorak hasta donde éste lo permitía: habían rebajado la calefacción, dando a entender así que no sabían cuánto tiempo íbamos a permanecer en aquella situación. El tren hizo un breve amago de arrancar. Volvió la quietud. No el silencio.

—Va para largo —dije por decir algo.

—También me recordó a mi madre —apuntó con una voz mucho más suave.

Noté cómo en ese momento se me paralizaba el corazón durante unas décimas de segundo. Tosí. Me removí intranquilo en mi asiento, y me prometí no decir ni una palabra.

—Hay muchas cosas que desconocemos de nosotros mismos. Y de nuestros familiares. Cosas raras, extrañas, inéditas. Mi madre —dijo susurrando, ahogándose— era alcohólica. En un mundo rural. No le hablo de las grandes ciudades, de la pretendida deshumanización, de la presión de la empresa, del estrés, de una forma de vida alocada, o del vicio. Le hablo de un pueblo. Tan bucólico él. Y sí, del vicio. O no, no lo sé. Sea como fuere, mi madre bebía mucho. Dicen que se moderó al nacer yo. No lo creo. El recuerdo que tengo de ella es del olor de un vino espeso y malo, agrio. Ignoro cómo o por qué llegó a esa situación. No lo sé. Mi madre, eso sí lo sé, me daba miedo. Mucho miedo. Lloraba desconsoladamente cuando la veía desarrapada, con las greñas cayéndole con la frente y yendo titubeante de un lugar a otro. Algunas veces, en semejante estado, vino a mi cama. Me despertaba su apestoso aliento. Me miraba fijamente, rozándome la nariz con sus greñas. Me despertaba asustado, y me ponía a llorar… Era feliz cuando estaba lejos de mi casa.

—¿Y su padre? —pregunté rompiendo mi promesa de no inmiscuirme—. ¿No decía nada ni hacía nada?

—Mi padre era un don nadie. Hacía amagos de esconder el vino. Ella sabía de sobras dónde se encontraba… En el pueblo, cierto es, se bebía mucho. Pero beber y emborracharse eran cosas de ellos, de los hombres. Si alguna mujer bebía, y no dudo que era así, no salía de su casa. No lo sabía nadie. El caso de mi madre era excepcional. La comidilla del pueblo. Más de una vez, camino del colegio, tuve que aguantar la impertinente pregunta de algún vecino:

—¿Vas a comprarle vino a tu madre? —me decía socarrón el más borracho del pueblo.

—También tuve, cómo no, mis encontronazos con mis compañeros de colegio. Aquello era insufrible. Día sí y al otro también, terminaba peleando con alguien, tirándole piedras a alguien, y recibiendo yo algún que otro cantazo. Regresaba a casa sangrando, con la camisa rota y el pantalón despedazado… Me había convertido en el chivo expiatorio. Era yo solo contra todos. La situación me podía. Comencé a pensar en cómo abandonar el pueblo, salir de allí y nunca jamás regresar.

Siempre hay una salida en esta vida. Todo es cuestión de proponérselo.

Continuaba nevando. Era de noche. Había luna llena. Podía ver los copos de nieve cayendo a través de la ventanilla del tren. Éste volvió a hacer un triste amago de arrancar. Hacía frío.

—¿Cree que saldremos de aquí? —pregunté deseando cambiar de tema.

—Sí, por supuesto —me dijo encendiendo otro cigarrillo—. Siempre hay una salida en esta vida. Todo es cuestión de proponérselo. No se puede imaginar el gran poder que tiene la fuerza de voluntad. Cuando algo se desea con mucha intensidad, se logra. No lo dude. Yo conseguí salir del pueblo en una edad muy temprana. Eran otros tiempos, desde luego. Pero me fue bien. Trabajé mucho. Y hasta me di el lujo de estudiar algo. No hice ninguna carrera, por supuesto. Eso era impensable. Pero terminé el bachillerato, y me aficioné a leer. Hasta me saqué el carnet de conducir. Y una noche, bien de noche, regresé al pueblo. No vi a nadie. Me acerqué a mi casa. Eché un sobre por debajo de la puerta. Escribí mi dirección y un teléfono al que me podía llamar. Y me fui.

—¿Le importa que abra la puerta? —le pregunté—. Me está molestando ya el humo de sus cigarrillos.

—Abra, abra. Y perdone. He sido un desconsiderado. Ya sé que no se puede fumar… pero ya son demasiadas horas. Lo necesito. Todos necesitamos algo… Me llamaron cuando falleció ella. Y asistí al entierro. Y todavía allí tuve que soportar un último chascarrillo:

—Con tanto vino en el cuerpo, seguro que no se pudre.

—No repliqué. Me fui del pueblo. Y no he regresado nunca jamás. Si mi padre ha fallecido, nadie me avisó, pues nadie, salvo él, sabía dónde localizarme… Fíjese a lo que me ha llevado el recuerdo de una canción, o la danza de una actriz… Los chicos del Pireo.

Yo no deseaba sino que el tren se pusiera en marcha. Hizo un tercer amago. Arrancó y comenzó a moverse con una lentitud pasmosa. Avanzamos unos metros. Luego, unos pocos más. Y, por fin, poco a poco, ganó velocidad. Subieron la calefacción de los vagones. Salí al pasillo huyendo del humo de los cigarrillos. No había nadie. Respiré a pleno pulmón. Y me moví por allí reanimando a mis piernas. Arriba y abajo. Varias veces. Sin pensar en nada. Cuando regresé al departamento, había desaparecido mi vecino de trayecto. Lo agradecí. No bajó en la siguiente parada. Espié el andén. Bajé yo: estaba en mi destino. Nunca más lo he vuelto a ver.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Anónimo, Sobre lo sublime. Barcelona, 1996. Editorial Bosch. Traducción de José Alsina Clota.
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