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Lluvia y frío

jueves 13 de abril de 2023
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Lluvia y frío, por Vicente Adelantado Soriano
La fina lluvia era soportable. Además, iba bien equipado. Me animé. Estuve caminando durante unas dos horas.
La virtud es evitar el vicio y la sabiduría primera haberse liberado de la estupidez.1
Horacio, Epístolas.

Estaba en mi elemento: llovía y hacía mucho frío. Lo cual me obligaba a debatirme entre dos opciones: salir a caminar, me encanta hacerlo bajo la lluvia, o quedarme en casa, con una manta sobre las piernas, leyendo y traduciendo. O escribiendo cartas que nadie iba a leer. Esta última opción también me gusta mucho. Llueva o salga el sol.

No tenía ninguna obligación. No tenía prisa ni por comer ni por volver a casa a una hora determinada. Las ventajas de la vida de anacoreta. Pensé, por lo tanto, que podía hacer ambas cosas: salir a caminar, primero, y, tras una reparadora ducha, y un hermoso café bien caliente, dedicarme a lo segundo mientras los ojos me lo permitieran.

Me abrigué bien. Me calcé mis botas antideslizantes, me puse un gorro de lana y unos guantes, y me lancé a la calle. Chispeaba. Ni un alma por ningún sitio. Las farolas todavía estaba encendidas. Me alegré. Era domingo.

Son el vivo reflejo del caballo de Atila: si por donde pisaba éste no crecía la hierba, por donde pasan aquéllos abunda la porquería.

Por desgracia, todos mis caminos pasan por delante de varias discotecas. Me molesta tropezarme con las personas que salen de esos establecimientos los fines de semana. Algunos, alguna vez, más bien bebidos que serenos, se encararon conmigo. Risas y burlas. Al no hacerles ni caso, dejaron de seguirme y de decir sandeces. Me incordian, sin embargo. Encerrados toda la noche en el tugurio, y con los zumbidos a todo volumen, cuando salen de allí van medio borrachos algunos. Y atontados casi todos. Ellas, varias, con los zapatos de tacón en las manos y descalzas. Seguramente ambos géneros se han aburrido mucho a lo largo de toda la noche: una vez en la calle vomitan y hablan a gritos. Se llaman unos a otros como si estuvieran en pleno desierto. Molestan a todo el vecindario. No les preocupa en absoluto. Y continuando el aburrimiento, dejan botellas y bolsas de plástico allá por donde pasan. Son el vivo reflejo del caballo de Atila: si por donde pisaba éste no crecía la hierba, por donde pasan aquéllos abunda la porquería.

Los taxistas estaban haciendo su agosto: la lluvia y el frío hicieron acudir a los taxis a las puertas de la discoteca como moscas a un tarro de miel. Ninguna chica por las calles caminando con los zapatos en la mano. Ni un grito. Los sufridos vecinos pudieron dormir toda la noche. Alguno estaría rezando pidiendo más días de lluvia.

La fina lluvia era soportable. Además, iba bien equipado. Me animé. Estuve caminando durante unas dos horas. Luego, una buena ducha y un café bien cargado y caliente me reanimaron. Me senté ante mi mesa dispuesto a devorar todos los libros que tenía pendientes. Tarea superior a mis fuerzas y por encima del tiempo a mi alcance. Pero no dejé de intentarlo.

Hacía tiempo que no leía ninguna novela. No sé si se puede catalogar como novela, ficción, o todo lo contrario, el libro que tenía entre mis manos. Sea novela, biografía novelada, o cualquier otra cosa, lo importante era que estaba despertando mi interés. Me había sumergido en un mundo totalmente desconocido para mí. Y me intrigaba. Me compré el libro a raíz de la lectura de otro, un interesante ensayo sobre la soledad, Biografía de la soledad, de Fay Bound Alberti. La lectura actual era de una autora, Sylvia Plath. Se suicidó muy joven, a los treinta años. No acababa de entender, y me daban rabia mis limitaciones, cómo esta mujer llegó a ese triste final. Tampoco entendía muy bien su vida y sus reacciones. Y, desde luego, me causaron un hondo pesar tanto su trayectoria como el hecho de que ésta arrancara recordando la triste ejecución, en la silla eléctrica, del matrimonio formado por Julius y Ethel Rosenberg.

Una clara advertencia de a dónde puede llevar la histeria, o los negros intereses de las políticas y de quienes las manejan. Repugnante la alegría de una amiga de la autora al saber que iban a freír a dicho matrimonio en la silla eléctrica estrenada, hacía unos años, en la prisión de Sing Sing. Julius falleció con la primera descarga. Ethel, una mujer menuda, necesitó tres. Abominable. Y más si se tiene en cuenta el juicio plagado de irregularidades, carente de pruebas sólidas, y la sed de sangre y venganza de una sociedad depauperada psicológicamente. Es, creo, lo que muestra el libro de Sylvia Plath a través de los diversos personajes que se deslizan por él. Hay más en el libro, por supuesto. Mucho más.

Seguía lloviendo cuando terminé la lectura del libro. Me dejó muy mal sabor de boca. Tanto que por la tarde no tuve ganas ni de seguir leyendo.

Seguía lloviendo cuando terminé la lectura del libro. Me dejó muy mal sabor de boca. Tanto que por la tarde no tuve ganas ni de seguir leyendo, ni de salir a caminar de nuevo pese a que seguía lloviendo. Llamé a mi vecino. Me abrió su casa de par en par.

—Un labrador romano o griego, no recuerdo —le dije apenas traspasé su puerta—, puso en venta su finca diciendo que contaba con un buen vecino. Eso aumentaba su valor. Hoy sería necesario añadir que, además, está lejos de cualquier discoteca o sala de fiestas.

Se rio de buena gana. Sacó la botella de vino y pasamos la tarde charlando, bebiendo y comiendo queso. Me despedí cuando se acabaron ambas cosas. Quería leer un poco antes de meterme en la cama. Me hubiera gustado salir a caminar de nuevo. Pero ya era de noche, el cambio de horario obligaba a encender las luces a las cinco de la tarde. Y más con el día como estaba. La lluvia no cesaba.

Me costó concentrarme en la lectura. No sé por qué comenzó a tener importancia la breve reflexión que me hizo mi vecino. Poco antes de llamar a su puerta, había estado viendo una película, es un gran aficionado al cine, que pasaban por un canal de la televisión. Su televisión tiene infinitos canales. Me contó que esa película la había visto siendo joven, cuando le faltaban tres o cuatro años para la treintena.

—Entonces —me contó— se me hizo larga y pesada. Y ahora poco ha faltado para que me arrancara las lágrimas. Supongo que con los años uno se hace un sentimental. Además de viejo.

—En esto último estoy de acuerdo —le contesté—. Sentimental yo creo que no lo he sido nunca. Y espero no serlo.

Por supuesto, una cosa es querer, y otra, muy distinta, lograr o alcanzar el deseo. No sé si eso es sentimentalismo. Yo sentía una pena infinita por todo cuanto le había pasado a la protagonista de la novela de Sylvia Plath. Y una pena infinita por la cruel ejecución de Ethel Rosenberg. Y más por algo que no había hecho. Al parecer fue su propio hermano quien la denunció. Sin pruebas.

Ya advierte un libro tan viejo como la Biblia sobre la importancia de los hermanos. Caín, José y sus hermanos, Esaú y Jacob… No conseguí recordar ninguno más salvo a Rómulo y Remo. No obstante, tuve suficiente con esos. Añadí a ellos la triste historia familiar: todos los hermanos revueltos los unos contra los otros por una magra herencia. A ninguno de ellos los sacó de la pobreza. Supongo que reñir, discutir, odiarse, no hablar los unos con los otros, creerse en poder de la razón, etc., los hacía sentirse vivos cuando estaban más muertos que cualquier faraón enterrado en el Valle de los Reyes. Menuda descendencia la de mis abuelos.

El Diablo, según los cátaros, hurtó y acabó la obra comenzada por su rival. Esa intervención explica la maldad reinante en todo el orbe.

Tal vez por todo esto, la familia marca, siempre he sido un profundo admirador de los cátaros. Afirmar en plena Edad Media, cuando la Iglesia estaba rebosante de poder, que sí, la creación del mundo había sido comenzada por Dios, pero a mitad de creación se metió el Diablo por el medio y la terminó, fue toda una heroicidad. El Diablo, según los cátaros, hurtó y acabó la obra comenzada por su rival. Esa intervención explica la maldad reinante en todo el orbe. El mundo, pues, obra de Satanás, tenía que ser destruido. Pero, personas pacíficas como eran estas buenas gentes, recurrieron no a la violencia sino a la solución de no tener hijos. Grave pecado para la Iglesia y el Estado: si las mujeres no concebían, ¿quién iba a trabajar las tierras? ¿quién iba a ir a las guerras promovidas por unos y otros para dejarse matar e ir volando hacia el cielo llenos de gloria y honores? Los cátaros fueron masacrados. Con el visto bueno de la Iglesia.

A veces me daba por pensar que yo era el último cátaro. Tal como hay un último mohicano, un último lobo, y un último en cualquier carrera pedestre de estas organizadas, siempre en domingo, por la sufrida ciudad. En mi finca, sin embargo, también viven varios solteros y alguna soltera. No sé si ellos, no lo creo, conocerán a los cátaros. Siempre he pensado que éstos, en el fondo, son la causa de mi soltería. Hace años estuve saliendo con una chica. Me gustaba. Estaba a gusto con ella. Pero había algo, no sé, un tanto extraño. Un día le confesé, sin venir a cuento de nada, que este mundo no me gusta nada. Es ruin y abominable. Es una necedad, en consecuencia, tener hijos. Yo no los quería. Eso no es —añadí— como creer en los dioses, sino un signo de debilidad. Le dije que estamos solos, nacemos solos y morimos solos. El resto es una pamplina. Aquellas palabras fueron el final de mis amoríos.

Se terminó la bonita relación amorosa. Sí. Pero pese a todo no he llevado una vida tan triste como la de Sylvia Plath, ni he tenido hermanos para denunciarme ante cualquier comité de histéricos o tribunal sediento de sangre. Calma y tranquilidad es la norma de mi vida. Y no es nada aburrida. Están los libros, los días de lluvia, los paseos. Y alguna conversación con algún compañero, más las visitas a mi impagable vecino. No necesito más.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Horacio, Sátiras, Epístolas, Arte poética. Cátedra Letras Universales. Madrid, 2010. Epístolas, I, 41 y ss. Traducción de Horacio Silvestre.
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