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Susana

jueves 8 de junio de 2023
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Susana, por Vicente Adelantado Soriano
Me emocioné, y mucho. El azulejo me informó de que aquella fue la casa donde Susana, la fembra fermosa, hizo clavar su cabeza como penitencia.
Sea esta la manera, Berganza amigo: que esta noche me cuentes tu vida y los trances por donde has venido al punto en que ahora te hallas, y si mañana en la noche estuviéramos con habla, yo te contaré la mía; porque mejor será gastar el tiempo en contar las propias que en procurarse saber las ajenas vidas.
Miguel de Cervantes, Coloquio de los perros.

Siempre he pensado que la mejor forma de conocer una ciudad es caminar por ella. Sin rumbo fijo y, por supuesto, sin prisas. Y sin miedo a perderse, si es ello posible, en una gran ciudad. En todo lugar habitado existen puntos de referencia. O sobra con memorizar el nombre de una calle y preguntar. Preguntar. Soy de los que todavía preguntan, molestan o incomodan. Rara vez, como el común de los mortales, recurro al móvil para desplazarme por lugares desconocidos.

Estuve en Sevilla hace muchos años. Muchísimos. Recuerdo que unos conocidos me llevaron a Itálica. Sin embargo, de Itálica no recordaba absolutamente nada. Tenía una vaga imagen, tal vez por haberla visto después en fotografías y folletos, del anfiteatro. Nada más. Comimos en un restaurante a la salida de Itálica. Una comida típica de allí. Y eso sí lo recuerdo: comí muy a gusto. Ya se sabe: mojo picón con patatas arrugadas, creo. Pero no pondría la mano en el fuego por mis recuerdos. Pero comí muy a gusto. Eso es indiscutible.

Tal vez por la edad, y por otros asuntos en los que no voy a entrar, tengo problemas de insomnio. Siempre he dormido poco, es la verdad, pero últimamente duermo mucho menos. Por hacerme un favor, pues, me reservaron una habitación en un hotel de las afueras. Muy de las afueras. Allí ni me iban a molestar posibles ruidos, fiestas o botellones. Silencio monacal. Ahora bien, salvo perder mucho tiempo en idas y venidas, en espera del autobús o dejarme un dineral en taxis, no podía sentarme o tumbarme en la cama después de comer. Cuando llegaba al hotel ya no tenía ganas de volver a salir. Y no había ido a Sevilla a sestear. Recurría, pues, a los parques, allí los hay en abundancia, me sentaba, leía un rato y continuaba callejeando. Cuando no podía más, me iba a la parada del autobús, siempre muy lejana. Por regla general llegaba al hotel rendido. Y demasiado pronto como para meterme en la cama.

Prefiero, con mucho, los espacios abiertos, la Alhambra de Granada, o los jardines del Real Alcázar.

Callejeé por los alrededores de la catedral. En otro tiempo hubiera entrado a verla. Ahora ya no puedo: he terminado hastiado de tanto sufrimiento y de tanto dolor, de tanto mártir, de coronas de espinas, de tanta sangre, de tanta culpa y de tanta muerte absurda. Entré y salí. Prefiero, con mucho, los espacios abiertos, la Alhambra de Granada, o los jardines del Real Alcázar. Y desde luego, no puedo dejar de pensar en lo bien que han vivido algunos a costa de la sangre y el sufrimiento de muchos. ¿Para qué tanto espacio y tanto jardín?

Llegué a la taquilla del Real Alcázar de Sevilla cuando sólo cuatro personas, extranjeras, estaban haciendo cola para sacar la entrada. Fui de los primeros en entrar. Recorrí, pues, estancias y pasillos sin ser molestado por los impertinentes turistas. En uno de estos pasillos, estrechos, piso de tierra, vi una rata de un buen tamaño y nada delgada, muerta. No di crédito a mis ojos. Pero en cuanto salí del pasillo, me acerqué a un guardia de seguridad, que estaba hablando con otro, y les dije lo que mis pobres ojos acababan de ver. Salieron los dos escopeteados hacia el pasillo donde yacía la difunta rata. Pensé que aquel era el momento propicio para robar algo, si algo se hubiera podido robar. O en la posibilidad de aprovechar el funeral de la rata, más la salida de los guardias, para comenzar una novela de intriga. Dos estancias más allá, por ejemplo, aparece una señorita extranjera asesinada. Con un cuchillo clavado en el corazón. Pero hay un problema: las entradas son personificadas. Piden el carnet de identidad. La entrada lleva el número de éste. El asesino sería fácilmente localizable. Mejor, pues, no matar a nadie. Además, no llevaba ni cuchillo ni navaja. Y la muerte por estrangulamiento nunca ha sido de mi agrado. Salí tras haber visitado los reales retretes.

Sevilla es una ciudad que me resulta enormemente simpática y entrañable, y no sólo por sus amables ciudadanos. Me llamó la atención, ya de buena mañana, tropezarme con un azulejo, siempre de color azul, en el que se informaba que Cervantes menciona aquella plaza, llamada entonces de san Francisco, en sus novelas Rinconete y Cortadillo y El coloquio de los perros. El azulejo me alegró la mañana. No vi, sin embargo, nada que hiciera mención a Gustavo Adolfo Bécquer. Quizás lo mencionen en otros barrios.

No quise ser molesto ni entrometido. Pero aun así pregunté en varios lugares qué quiere decir las siglas NO-DO, representadas en el escudo de la capital. No me lo supieron explicar. También es verdad que casi todas las personas ignoran los símbolos que tienen sus ciudades y que arrastran por aquí y por allá, sobre todo en días de partidos de fútbol. Recurrí a Internet. Entre NO y DO hay un dibujo, una especie de ocho, o el símbolo del infinito puesto de pie y firmes. Es una madeja. Por lo tanto: no madeja do. No me ha dejado. Sevilla no abandonó a Alfonso X el Sabio cuando lo perseguía su hijo para aliviarle el dolor de cabeza: la corona pesa mucho en la cabeza de los padres.

Entré y salí de la catedral. Antes de ver Cristos muertos a cañazos, crucifijos de todos los tamaños y colores, sangre, dolor, sufrimiento, martirios, azotes, látigos y demás salvajadas propias de los seres humanos. Las calles de los alrededores de la catedral, luminosas, alegres, también tienen azulejos. Leí cuantos pude. Uno, No blasfemar; otro, aviso a los niños para que no maltraten a los pájaros; el de más allá advierte del Rincón del beso. Había una buena moza en la esquina del rincón descifrando el mapa de un móvil. Me acerqué esperando un dulce beso. No hubo tal. Pero me gané una preciosa sonrisa. Algo es algo.

Leí aquella historia hace muchos años. En un libro sobre la Inquisición española. Me impresionó tanto que escribí una novelita relatando tan triste suceso.

No recuerdo por dónde me metí. Por un callejón estrecho, desde luego. Frente a mí, otro azulejo. El corazón casi dejó de latirme. Me emocioné, y mucho. El azulejo me informó de que aquella fue la casa donde Susana, la fembra fermosa, hizo clavar su cabeza como penitencia. Avisó a su amante, un cristiano, de la sublevación que preparaban los judíos de la ciudad. Encabezados por su padre. Quería que él se salvara. Él los denunció. El padre y el hermano de Susana fueron torturados y ejecutados. Ella, abandonada y medio enloquecida, se prostituyó…

Leí aquella historia hace muchos años. En un libro sobre la Inquisición española. Me impresionó tanto que escribí una novelita relatando tan triste suceso. Sentí una pena infinita por Susana. Publiqué la novela pagando la edición de mi bolsillo, por supuesto. No creo que la hayan leído más allá de diez o doce personas. Ni, sabido es, he mitigado el insufrible dolor de la bella Susana. Empecé a encontrarme mal frente a aquel azulejo. Los turistas desfilaban ante él sin prestarle atención. Aquella mañana no sé cuántas veces volví sobre mis pasos y volví a pasar frente a la casa de Susana. Hasta que no pude más y me despedí de ella. Tal vez algún día regrese a Sevilla y vuelva a pasar por allí. No lo descarto.

—Ojalá —medio musité— existiera el más allá, y pudiera verte y abrazarte.

Seguí callejeando. En una de las calles, me acuerdo del nombre, di con una librería. Tema religioso. Ni entré. Luego vi otra, muy grande, que me llamó la atención: es un enorme pasillo en suave descenso, alfombra roja, con barandillas en los laterales. Éstas tienen aberturas: conducen a las distintas secciones, muy amplias y capaces: novela policíaca, artes plásticas… Pero antes de entrar, tras un alto escaparate, vi un libro buscado y no hallado durante largos años. Lo he leído, pues está en la red. Pero yo soy de lápiz, subrayado, notas y demás. El corazón me latió con fuerza. Antes de que nadie, y no había nadie, me tomara la delantera, abordé a la dependienta. Balbuceando de emoción le pedí el libro, Los grandes sofistas en la Atenas de Pericles, de Jacqueline de Romilly. Echó mano del teclado.

—No —casi grité señalando el escaparate. Y fue divertido ver a la dependienta caminar tras el cristal. Una especie de sirena en un mar sin agua, en busca de un libro. No lo veía. Se lo señalé. Y le pedí, también, el que tenía al lado. Por fin tuve en mis manos el ansiado libro de Jacqueline de Romilly. Por fin.

Pagué los libros y caminé por la alfombra roja de la librería. Salí por una de las aberturas de la barandilla que la limitaba, por donde estaba anunciada la novela histórica. Por supuesto no estaba el libro que iba buscando. Era de esperar. No quise molestar a la dependienta preguntando por un autor a quien nadie conoce. Pero contento y alegre con mi adquisición, me dirigí hacia el parque de María Luisa. No sin antes pasar, de nuevo, por casa de Susana.

Vicente Adelantado Soriano
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