
Para José Luis Olmos, in memoriam.
El hombre debería reflexionar siempre sobre todas las cosas humanas. Precisamente en eso consiste la sabiduría excelente y divina, en conocer con certeza y en profundidad, y en tener estudiadas las cosas humanas, en no admirarse de nada de cuanto acontece y en pensar, antes de que suceda, que no hay nada que no pueda suceder.1
Cicerón, Tusculanas.
Esperé ansioso a que pasara el insoportable calor del verano. Cada año lo sufro peor. Mi cuerpo, además, se rebela contra mis deseos, y me impone largas horas de ocio y de inanición. Momentos ha habido en los que no podido ni leer durante media hora: no asimilaba nada de cuanto leía; se me cerraban los ojos sobre las hojas del libro. Un tormento. De nada servían ventiladores o bibliotecas con aire acondicionado. Todo cambió con la aparición de las primeras lluvias. Entonces, recuperado, pude terminar los libros que, de una forma y otra, había estado leyendo.
Y pude volver a Itálica.
—No sé si existe la casualidad o no —le dije a Marco Aurelio caminado por el decumanus maximus de la vieja ciudad—. Pero fue llegar a casa, quedar con unos amigos para cenar, y regalarme, uno de ellos, una nueva edición de la Historia augusta.
—Mucha falsa noticia y demasiados chascarrillos. La historia no es eso. O no debería ser eso.
—Sí, lo sé. Soy consciente de ello. He leído, además, infinidad de advertencias en contra de ese libro.
—Pero aun así lo leíste.
—Ya lo había leído. Hacía años. Pero mi primera lectura fue motivada por un trabajo académico. Y la verdad, le presté poca atención. Entre otras cosas por la infinidad de advertencias en su contra. Sin embargo, no creo que otros libros difieran mucho de él. ¿Hablamos de Tito Livio y de su fantasiosa Ab urbe condita?
La historia que conocemos no es sino una interpretación de los hechos acaecidos, que, tal vez, ni acaecieron como nos los han narrado.
—Hay una ligera diferencia —me repuso sonriendo—. Aunque, cierto es, la historia que conocemos no es sino una interpretación de los hechos acaecidos, que, tal vez, ni acaecieron como nos los han narrado. No obstante, creo que es fácil distinguir al historiador honesto del que busca otras cosas que nada tienen que ver con la honestidad. Eso sí, ya lo dije en mis Meditaciones, todo es opinión.
—Sí, y una interpretación. Ni más ni menos. Una interpretación de una opinión.
—Por desgracia nuestro conocimiento se basa en las palabras, y las palabras se pueden moldear como el alfarero moldea la arcilla. De ahí la importancia de la filosofía.
—Y de los sofistas. Fueron los primeros en estudiar el lenguaje, sus mecanismos, y en centrarse en la teoría del conocimiento.
—Sí, tienes razón. Lo utilizaron, además, con suma precisión. Advirtiendo, de paso, de los peligros de una excesiva racionalización. El ejemplo lo tienes con Aquiles y la tortuga.
—El sueño de la razón engendra monstruos, como ilustraría uno de nuestros grandes pintores.
—Sí. Hay que ser comedido en todo. Aunque yo no lo fui en el estudio de la filosofía. Es más, me hubiera encantado dedicarme a ella exclusivamente. Por eso nunca he entendido esos afanes de algunas personas por hacerse con el poder. ¿Para qué?
—Tal vez por vanidad, o por llenar con algo facilón sus vacías vidas. No creo que ninguno de tus sucesores, por no hablar de los políticos de ahora, tuvieran o tengan una idea de país, de cómo mejorar la vida de los ciudadanos. Más bien desean hacer el país a su imagen y semejanza. Cuando no metérselo en el bolsillo. Lo cual es tan ruin como deleznable. No fue tu caso, ya lo sé. Y en ello insiste también la Historia augusta.
—Mi error fue mi hijo. No era mal muchacho Cómodo… Quiero pensar, tal vez para justificarme, que fue corrompido por la corte, por el poder… Le faltó el estudio de la filosofía. Y el cumplir con sus obligaciones. Ser virtuoso.
—De eso mismo carecieron todos cuantos vinieron a continuación. Siempre he oído decir que ese fue el error del primer emperador, de Augusto: no haber marcado claramente la línea de sucesión.
—Aunque lo hubiera hecho de nada hubiera servido: las grandes tragedias, como sabes, se dan entre las familias. Y hermanos del rey o del príncipe, hermanastros, madrastras, primos y abuelos, han matado y envenenado a media familia, o a la familia entera, por hacerse con el trono. De poco ha servido nombrar al primogénito como heredero.
—Sí. Sobre eso tenemos unas cuantas historias aquí en este país. Y unos cuantos cuentos infantiles. O eso dicen, que son infantiles.
—Como las fábulas de Esopo, donde los animales hablan como los hombres, y los hombres se comportan como animales. Este tipo de figuras les encantaban a los sofistas.
—Cierto.
—Entonces, gracias a tu amigo, ¿volviste a leer la Historia augusta?
—Sí, la volví a leer. Empecé leyendo la parte dedicada a Adriano, de quien leí una novela histórica, género que no es santo de mi devoción. De hecho, Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, la leí de joven y no me gustó. Ahora, por el contrario, disfruté con su lectura.
—El tiempo no pasa en vano.
Cada día soy menos dado a las grandes afirmaciones. Quizás mañana vea lo que no veo ahora…
—Por eso cada día soy menos dado a las grandes afirmaciones. Quizás mañana vea lo que no veo ahora… Y al fin y al cabo, la novela de Yourcenar es una interpretación como lo es todo en esta vida. Y quizás, por aquello de la simpatía, menos alejada de la realidad que las páginas de la Historia augusta.
—Tal vez tengas razón. Aunque también hay que andarse con pies de plomo con eso de la simpatía. Ya sabes. Recuerda a Delfos: nada en demasía. ¿Y qué te pareció ahora la Historia augusta?
—Lo debería juzgar como un buen libro. Pues fue capaz de despertarme unas grandes ansias de saber. Gracias a él me leí dos monumentales biografías sobre Adriano y sobre ti. Estoy esperando ahora otra sobre Septimio Severo, uno de tus tantos sucesores.
—Éste se complacía en decir —añadió con cierta tristeza— que me tomaba como modelo. No sé de qué.
—De nada. Era propaganda política. Mentiras y más mentiras. Como ahora. Un burdo intento de aprovechar la buena fama que habías dejado. Fue un emperador brutal, ambicioso, y dispuesto a no dejar con vida a nadie que le tosiera.
—La historia de Roma, y del mundo, es una historia escrita con sangre, y más sangre. Y es curioso: ni Tiberio ni yo hicimos nada por alcanzar el imperio, el poder. Y llegamos a él. Sin quererlo. Tiberio fue el más triste de los hombres… yo hice lo que pude. Me mantuve donde me habían puesto, aunque sin derramar más sangre que la de los bárbaros… Añorando siempre mis años de estudiante. Pero cumpliendo con mis deberes. Siempre.
—Tiberio también añoraba Rodas, su vida solitaria. Y a su mujer. La amaba con locura. Y por eso del poder lo obligaron a divorciarse de ella. Entre unos y otros lo hicieron un desgraciado.
—Sí. Fue muy triste la vida de este hombre. No es oro todo lo que brilla. Ya lo dije, y lo hemos comentado: todo es opinión. Y el poder, de verdad, no lo es tanto. Comporta muchas miserias.
—Nada que te obligue a ir en contra de tus pensamientos o sentimientos es bueno ni significa poder. Desde luego. Es más poderoso el filósofo encerrado en su cuchitril con sus cuatro libros y su escudilla de madera que cualquiera de estos politicastros. Se recorren el país de cabo a rabo como antes lo hacían los cantantes de rock. Para dar conciertos por aquí y por allá. De necedades demasiado a menudo.
—Y para cantar siempre lo mismo: vaciedades. ¿Qué prometió Septimio Severo que no pudiera dar Pértinax? Ya: dinero a los legionarios. Mucho dinero al ejército a fin de que nadie se moviera. De ahí la importancia de nuevas conquistas: más botín, más esclavos, más tierras y más preocupaciones. Una carrera sin fin. Abocada al abismo.
En contra de lo que se piensa creo que ser pobre, o tener un mediano pasar, es una bendición.
—Y el asesinato de muchos senadores o mercaderes ricos con el fin de hacerse con sus riquezas. En contra de lo que se piensa creo que ser pobre, o tener un mediano pasar, es una bendición. Y vivir en un país donde haya que trabajar para comer… Me estoy acordando ahora de lo que les sucedió a los indios de Estados Unidos cuando el Estado entró en bancarrota, y en sus tierras, las Colinas Negras, se encontró oro. Masacraron a los pobres indios. Flechas y lanzas contra revólveres, rifles de repetición y una enorme brutalidad.
—¿Y qué me dices de los legionarios siguiendo a Severo y muriéndose de sed allá por Mesopotamia? Cumplió sus expectativas, llegó a emperador. Y murió como murió el más pobre de los pobres. Y patética fue la ejecución del breve emperador Juliano: “¿Qué he hecho mal? —preguntó el pobre hombre— ¿A quién he quitado la vida?”. De nada le valió… 66 días de gobierno…
—Creo que estar alejado del poder siempre ha sido una bendición. Y lo seguirá siendo en tanto los políticos, es una fábula, no se ocupen del bienestar de los ciudadanos en vez de hacerse con el poder para robar, favorecer a quienes los han aupado y despreciar al resto de la humanidad.
—Pero vas a votar, ¿no?
—Sí. Una obligación moral, como la tuya de ocupar el trono, aunque con menos compromisos y vicisitudes. Al fin y al cabo, los míos nunca ganan.
—Paciencia. Todo llegará. Aunque tal vez en ese momento, cuando ganen, dejen de ser de los tuyos.
—Todo pudiera suceder.
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