
¿A qué diablos se pudre de que yo me sirva de mi hacienda, que ninguna otra tengo, ni otro caudal alguno, sino refranes y más refranes?
Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
Yo tenía recuerdos, muchos recuerdos. Unos en ebullición, y otros durmiendo a la buena de Dios. Muchos recuerdos. Pero, y desde una edad muy temprana, había desconfiado de mi memoria. Cada vez, pues, que me sucedía algo importante, recurría a la escritura. Lo apuntaba todo con una meticulosidad aplastante. Y con una letra tan cuidadosa como elegante. Llené una veintena de libretas, tamaño folio. Hasta el día en que todo aquello me cansó, me aburrió y me pareció una verdadera locura. Dejé de escribir. Quemé las libretas.
Ahora, a veces, en lugar de recordar el hecho en sí, recordaba la escritura, mi narración. Recordar cosas pasadas, a menudo hace daño. Así me sucedió aquella absurda mañana. La noche anterior viví de nuevo el mito de la famosa magdalena proustiana. En este caso, como en muchos otros, multiplicado por cien. Mi cabeza parecía una pastelería repleta de magdalenas y de todo tipo de bollería.
Era sábado. Había salido de casa bien temprano. Consultando mi libreta de viajes y pueblos, saqué un billete para uno de ellos, lejano, pues aquel día no me apetecía estar en casa. Primer resultado del recuerdo, la inercia. Me había acostado muy tarde, demasiado. Y dormido muy pocas horas. Me sucede a menudo. Tras ver aquella película, me enfrasqué, frente al ordenador, buscando datos y más datos sobre ella y su protagonista. Me quedé de piedra leyendo.
Tenía varias libretas en las cuales apuntaba las películas que iba viendo, junto a una crítica de las mismas.
Siempre me han gustado mucho tanto el cine como el teatro. Indudablemente, y dados los tiempos, he visto muchas más películas que montajes teatrales. Y dada mi grafomanía, también tenía varias libretas en las cuales apuntaba las películas que iba viendo, junto a una crítica de las mismas. Igualmente me deshice de las libretas. Pues hubo un momento, como no podía dejar de suceder, en el cual se mezclaron el cine y la vida personal. Recuerdos molestos. Era mejor desprenderse de ellos. Olvidarlos. No es una cosa fácil el olvido. Lo descubrí tras quemar todas las libretas.
Tenía una tía, la mujer de un hermano de mi madre, que era una mala persona. Sin ninguna inteligencia, desde luego, y gracias a Dios. Allá donde iba discutía y reñía con todo el mundo. No se llevaba bien ni con ella misma. Hoy, al recordarla, siento verdadera pena. Durante muchos años dejó de hablarse con mi madre. Se reconciliaron al cabo del tiempo, para volver a reñir a los dos o tres meses y volver a firmar la paz de nuevo. Así pasaron la vida. Cuando murió mi madre estaban reñidas.
Coincidieron unas treguas familiares con la llegada al pueblo de una película. Me despertó todas mis ansias e ilusiones. Íbamos a ir a verla mi madre y yo un jueves por la noche. No había televisión en aquella época. Los cines abrían los sábados y domingos, tarde y noche, y los jueves por la noche. A esta sesión iba poca gente. Por eso la escogimos. Se trataba de una película de género, de John Sturges, El último tren de Gun Hill.
Desde siempre me han encantado las películas llamadas de vaqueros o del oeste. He visto muchas, tantas que me permitió, bastantes años después, percatarme de que dicha película es un batido de muchas frutas, una olla podrida o mezcolanza bien hecha, de unas cuantas películas del género. Pero ¿qué obra de arte no es un batiburrillo de otras anteriores con una pequeña o gran aportación novedosa? A veces.
No importa eso ahora. No voy a hacer una crítica. La cuestión fue que aquel nefasto jueves se presentó en mi casa mi nefasta tía. Y convenció a mi madre, hasta ese punto les llegaba la necedad a ambas, de irse al cine ellas solas y dejarme a mí en casa. Así lo hicieron. No entendí la actitud de mi madre. Y no se murió, desde luego, sin que se lo tirara en cara. Hacer daño sin lograr nada a cambio. Una verdadera estupidez. La definición de la perfecta necedad. Aquella noche anoté en la libreta mi desazón, mi rabia y mis ganas de llorar por no poder ver la dichosa película. Concebí un odio terrible hacia mi tía, odio que ella se encargaría de acrecentar. De mi madre prefiero no hablar.
Vi la única película de vaqueros en la cual, al decir de los críticos, aparece el mar: El rostro impenetrable, interpretada y dirigida por Marlon Brando.
Poco después llegó al pueblo otra película del oeste. Viendo los carteles, fotogramas de la misma, en las puertas del cine, se me disparó la imaginación. Y me juré que, esta vez, nadie me impediría verla. Le pedí dinero a mi padre, y robé algunas monedas de aquí y de allá. Reuní el coste de la entrada. Y sin decir nada a nadie, un jueves por la noche, cargado de libros, pues se suponía que iba a estudiar no sé dónde, me metí en el cine. Disfruté mucho. Vi la única película de vaqueros en la cual, al decir de los críticos, aparece el mar: El rostro impenetrable, interpretada y dirigida por Marlon Brando. También han dicho algunos críticos que es un film megalómano, rodado a mayor gloria de su protagonista. No lo sé. Y en aquel momento no me importó lo más mínimo. Me gustó mucho la película, y más, mucho más, la actriz principal, Pina Pellicer. Pasé semanas y semanas con su bello rostro grabado en la memoria. Y ganas me dieron de robar uno de los carteles donde aparecía ella, un primer plano. Pero la valentía nunca ha sido mi fuerte. Y también, pasado el tiempo, la olvidé.
El viernes por la noche, con la mochila preparada, harto de leer y estudiar, me senté frente a la televisión. Estuve dándole al mando hasta que apareció en pantalla, con gran sorpresa para mí, el título de la susodicha película. El corazón me dio un vuelco. Dejé el mando en paz y volví a ver aquella película que tanto me había gustado cuando era un pobre adolescente. Alabé mi buen gusto de entonces: Pina Pellicer estaba guapísima. Con el toque de melancolía de los viejos años…
Acabada la emisión caí en la cuenta de que a Katy Jurado, la otra protagonista, en el papel de madre, la había visto en muchas películas, pero en ninguna más a Pina. Conecté el ordenador entonces y me enteré de su vida. El mundo se me vino encima: se suicidó siendo muy joven. No podía dar crédito. Me desapareció el sueño. Se esfumó. Estuve buscando más y más páginas, a través del ordenador, donde se dieran noticias de esta chica. No cabía duda sobre su muerte. Me entristeció hasta unos límites insospechados, tal vez enfermizos.
Me fui a la cama con una tristeza infinita. La tristeza que nunca había sentido por la muerte de algunos deudos y parientes. Y dormí mal, muy mal. Me desperté temprano. Demasiado temprano. Me duché, desayuné y me preparé un par de bocadillos con toda la parsimonia del mundo. Y no, no quise conectar el ordenador y ver aquel rostro, que tanto me impresionara, con su suave y negro flequillo. Ahora estaba en el ordenador: lo podía ver cuantas veces quisiera. No lo hice. Cargué con la mochila, cerré la puerta con llave y me fui a la estación.
Cuando me desperté, todo sobresaltado, me di cuenta de que me había pasado de mi destino.
La tristeza no disminuía. Me acurruqué en mi asiento, saqué un libro, y a los pocos minutos de comenzar a leer, con el tren en marcha, me dormí. Estuve durmiendo mucho tiempo. Cuando me desperté, todo sobresaltado, me di cuenta de que me había pasado de mi destino. Sin pensar en nada más, sin saber muy bien lo que hacía, me bajé en la próxima estación. Y no, no había tren hasta el día siguiente. Tampoco tenían ni restaurantes, ni cines ni bibliotecas. La única solución, a fin de regresar a casa, era deshacer el camino a pie, veinticinco kilómetros, y llegar a un pueblo al cual sí llegaba el tren. La salida hacia la capital era a las seis de la tarde. Tenía tiempo de sobras. Gracias a mi previsión llevaba comida y agua en la mochila. Me indicaron un camino de montaña para ir a dicho pueblo. No era conveniente caminar por las vías del tren. Hice caso. No tenía ganas de discutir nada con nadie.
Hacía frío. Nunca ha sido un impedimento para mí. Lo prefiero al insoportable calor. Me abrigué bien y comencé a caminar. Recordé entonces una situación similar. Haciendo el servicio militar, un compañero y yo, al salir de una guardia, nos fuimos a un pueblo donde había una famosa discoteca. Nos dormimos en el tren, y nos pasamos de pueblo. Teníamos el dinero justo para la entrada y el regreso, pero no desde tan lejos. Nos olvidamos de la discoteca, regresamos a pie hasta donde nos alcanzaba el dinero, volvimos al cuartel, y contamos allí la vieja historia, la historia interminable, que nadie se creyó.
Estuve caminando durante horas y horas. Sin notar ni el cansancio ni el frío. Y sí, esa noche, dormí como un tronco. Añorando la libreta donde anoté mis impresiones sobre aquella película y sobre Pina Pellicer. La tristeza no me abandonaba. Tal vez sea una cuestión de edad.
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