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Exilio y cultura en España en la mirada de Jordi Gracia y Vicente Llorens

viernes 25 de mayo de 2018
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Exilio y cultura en España en la mirada de Jordi Gracia y Vicente Llorens, por Pedro García Cueto

Exilios y otros desarraigos. 22 años de LetraliaExilios y otros desarraigos. 22 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2018 con motivo de arribar a sus 22 años.
Lee el libro completo aquí

Jordi Gracia es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Barcelona y colaborador del periódico El País. Nacido en 1965 en Barcelona, es también un notable investigador del exilio cultural español y ha publicado, entre otros, el excelente ensayo La resistencia silenciosa: fascismo y cultura en España, premio Anagrama de Ensayo en el año 2004, donde hace un magnífico repaso a las posturas políticas de los intelectuales ante la Guerra Civil española. No hay que olvidar tampoco su libro Estado y cultura, Premio Internacional de Ensayo Caballero Bonald en el año 2005 y otros libros de indudable interés, publicados todos ellos en Anagrama; me refiero a Estado y cultura: el despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo y La vida rescatada de Dionisio Ridruejo.

A Chile fueron unos 2.300 refugiados, a la Unión Soviética unos 1.000, a la República Dominicana unos 3.000, a Argentina, Colombia y Cuba unos 2.000 y a México, alrededor de 5.000.

Pero su último libro toca el interesante tema del exilio cultural español, que ya había estado presente en otros volúmenes de su obra; sin embargo, aquí se centra en el exilio. Su título: A la intemperie: exilio y cultura en España.

En el primer capítulo del libro, titulado “La ilusión de una tregua”, tiene un apartado que resulta muy interesante donde hace una valoración de los exiliados hacia diferentes lugares del mundo. En la línea de Llorens, comenta lo siguiente sobre los exiliados a Francia:

Muchos de los exiliados en Francia entre enero y febrero de 1939 (en torno a unos 40.000) volvieron muy pronto. Quienes no podían documentar familiares allí, ni amigos que los avalasen, ingresaban a la fuerza en los campos de refugiados franceses.

Comenta también que todos aquellos que no podían documentar una relación familiar con Francia tenían dos posibilidades: el alistamiento militar en la Legión Extranjera o la vuelta a España. Por ello, volvieron alrededor de unos 250.000 refugiados a su país.

Las cifras que da Gracia sobre los otros exiliados a Hispanoamérica son coincidentes con las que dio Llorens: a Chile fueron unos 2.300 refugiados, a la Unión Soviética unos 1.000, a la República Dominicana unos 3.000, a Argentina, Colombia y Cuba unos 2.000 y a México, alrededor de 5.000, en un principio, pero llegaron muchos más durante los años cuarenta.

El apartado titulado “La libertad del exilio” es muy interesante, ya que nos informa del destino de muchos de los que se quedaron y de los que se fueron.

Tal es el caso de Dámaso Alonso, quien no obtuvo la autorización de salir por parte de las autoridades republicanas, aunque (según Gracia) es probable que no hubiese salido de España, al igual que Aleixandre, enfermo, o el joven profesor e ilustre investigador Rafael Lapesa.

El caso de Gerardo Diego fue de adhesión al régimen, como los muy conocidos de Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Dionisio Ridruejo, etc., todos ellos afines al régimen y militantes en la Falange los últimos citados aquí.

Parece ser que Aleixandre recibe noticias de los exiliados; tal es el caso de su comunicación con Jorge Guillén (quien siempre despreció el avance comunista en la Guerra Civil española) o de las noticias que le da Dámaso Alonso en su grata y continua comunicación con Pedro Salinas.

El caso de Rafael Lapesa (como nos cuenta Gracia) fue un triste proceso de depuración, que le llevó a ser considerado simpatizante del Partido Socialista por la Comisión Depuradora de enero de 1940, muy cercano a Américo Castro y, además, se le culpaba de su extrema dedicación hacia el Centro de Estudios Históricos, por querer mantener la actividad cultural del centro durante la guerra (otros miembros del centro como Tomás Navarro Tomás, director del centro en el período anterior a la Guerra Civil, se exilió al final de la guerra junto a Corpus Barga para acompañar al ya enfermo Antonio Machado en su lamentable y trágico final en Colliure.

Lapesa, vencido por las acusaciones, pudo entregar a Joaquín de Entrambasuagas (otro hombre del franquismo) y a Miguel Herrero García ficheros y códices valiosos.

Desde 1938 se creó, por orden de Franco, la agrupación de todas las academias, incluyendo, claro está, el Centro de Estudios Históricos, y se inició (a partir de febrero hasta agosto de 1939) el proceso de expulsión de la Universidad de Madrid de la nómina más brillante de profesores no afines al régimen.

Lapesa, como nos cuenta el investigador catalán en su muy interesante libro, publicará más tarde su famosa Historia de la lengua española, en 1942, obra en la que llevaba trabajando mucho tiempo, y en 1948 La trayectoria poética de Garcilaso. Pese a ese proceso de depuración, Lapesa consigue la cátedra que dejó vacante su maestro Américo Castro en la Universidad Central de Madrid. Lapesa no cede a la tentación del exilio, pese a que se le hace una oferta en la Universidad de Harvard.

Lapesa aceptará estancias en universidades americanas por corto espacio de tiempo, pero nunca se quedará allí. También Dámaso Alonso será profesor visitante en Estados Unidos varias veces.

El caso de Adolfo Salazar, crítico y ensayista clave para la música, fue también digno de atención, ya que acaba en México, entre otras cosas, porque el patronato de la Casa de España, Daniel Cossío Villegas, le cuenta en noviembre de 1938 que ya están en México amigos como José Moreno Villa, León Felipe, José Gaos, Enrique Díaz-Canedo, etc. Otro exiliado con Salazar en la ciudad de México era Rodolfo Halffter, hermano mayor de Ernesto Halffter, importante hombre de la música.

Rodolfo era miembro del Consejo de Colaboración de Hora de España y profesor del Conservatorio Nacional de Música en México.

Hubo casos, sin embargo (sigo en todo este estudio el libro de Gracia), como Luis Felipe Vivanco, quien se adhiere al régimen y fue el encargado de terminar la colonia de El Viso tras el exilio de Rafael Bergamín a Caracas en 1938.

La vuelta a España de algunos exiliados demasiado pronto es interpretada como connivencia con el régimen; ya vimos la forma en que algunos se dirigieron a Juan Gil-Albert por haber traicionado los principios de la República y volver a España.

La figura de Ortega y Gasset fue una de las más polémicas, ya que había dudado seriamente sobre la adhesión a la República y había cuestionado duramente el comunismo. Ortega estuvo en Buenos Aires desde 1939 hasta 1942, pero viaja a Lisboa en ese año, cuando nada parecía prever un cambio de régimen en España.

La gran decepción que sintió el filósofo (también exiliado en México) José Gaos por la decisión de Ortega de volver a España, viene, como nos cuenta Gracia, por ese acercamiento del prestigioso filósofo hacia ideas reaccionarias:

Tras su fallecimiento en Madrid, en 1955, Gaos afina su análisis, más allá de la decepción y seguramente más completamente informado. Subraya entonces el fracaso del magisterio de Ortega tras la guerra sobre dos certezas: “la doble imposibilidad de alistarse entre los defensores de la República y entre los sostenedores del régimen actual de España ha debido ser un patético drama entrañado en lo más radical y sensible de la intimidad de Ortega, que ha debido de hacer singularmente penosa su vida en los últimos lustros en el fondo incluso de su éxito internacional de los últimos años” (pp. 62-63).

Ciertamente, Ortega vive la encrucijada de una no adhesión a los vencedores y de una desconfianza e incluso de un cierto desprecio hacia los vencidos.

En el muy interesante libro de Gregorio Morán sobre Ortega titulado El maestro en el erial, merece la pena, entre otras muchas páginas esclarecedoras y polémicas que contiene el libro, la que desvela el privilegio que Ortega tenía frente a otros intelectuales con el régimen y con adláteres como el gobierno de Portugal:

Nuestro pensador goza de un rango excepcionalmente privilegiado, utilizando el término privilegio en las encogidas acepciones del momento. Tanto la embajada española en Lisboa, regida por el hermano del caudillo, Nicolás Franco, como los periodistas institucionales que pululan por la capital, tienen regulares contactos con Ortega, al que no se cansan de visitar y escuchar reverencialmente. Hacerle volver a España es un objetivo prioritario (p. 83).

Su desprecio hacia los “rojos” es también una de las muchas informaciones que nos transmite el polémico libro de Gregorio Morán. La figura de Ortega queda así envuelta en sombras difíciles de desenredar.

Resulta interesante también lo que, yendo de nuevo al libro de Gracia, señala sobre la necesidad de los exiliados de colaborar en revistas españolas. Lo harán en los años cincuenta, hastiados de vivir lejos y de no estar presentes en un panorama que podía cambiar mucho, intelectualmente, con sus voces y opiniones.

Surge, con el apoyo de un censor y adepto al régimen, Camilo José Cela, Papeles de Son Armadans (creada en 1956), donde colaboran Américo Castro, María Zambrano, Emilio Prados, León Felipe o Rafael Alberti, entre otros.

Termina este apartado del libro de Gracia reconociendo la labor importante que hicieron, desde Madrid, Menéndez Pidal y sus amigos, Rafael Lapesa y Dámaso Alonso, para dotar al Centro de Estudios Históricos (recordemos que ya se había perdido el espíritu que lo alumbraba y que el franquismo lo había convertido en una sección más de otros estudios intelectuales). Gracia dice, con razón, que no podía igualarse a El Colegio de México y a la labor que se estaba haciendo allí, en libertad y exentos de la censura que vivía España, pero Pidal, Lapesa, Alonso y otros crearon el mimbre de un trabajo encomiable y silencioso, como el de las abejas, para restablecer la luminosidad de los antiguos estudios de antes de la guerra, sin que el régimen tuviese inteligencia suficiente para detectar la clandestina labor de estos grandes personajes de la historia de España.

Tanto fue así que en los años cuarenta en España se empezó a realizar una labor intelectual que dio sus frutos en la reanudación de la Revista de Occidente, en la creación de la colección de poesía Adonáis y en otros pequeños empujes hacia una cultura en libertad desde la intelectualidad que vivía las dificultades de trabajar en España sin apoyar al régimen, pero sin enfrentarse a él, como método de supervivencia.

Otro apartado del libro que merece nuestra atención es el que se titula “Vivir de veras”, donde el investigador y profesor catalán indaga en las decisiones de algunos intelectuales ante la posible vuelta a España o la permanencia en el exilio.

Uno de los casos de mayor renombre fue el del director de cine Luis Buñuel, el cual se pregunta qué debe hacer; la respuesta es la permanencia en el exilio, ya que la vuelta a España sería muy problemática y poco segura. Como sabemos, en su período mexicano el director aragonés intensificó su carrera, logrando algunas de sus mejores películas.

No todos los exiliados llevan con pena su tiempo de emigración. En el caso de Buñuel, nos cuenta Gracia, se siente a gusto en México.

Sin sospecha de haber claudicado al poder franquista volvió sobre Carles Riba, quien regresó muy pronto a España, y Joan Oliver, el cual tuvo que visitar la Cárcel Modelo en varias ocasiones, concretamente (como nos cuenta Gracia) durante un par de meses, entre los cuales fallece su mujer. Oliver es, por ello, un hombre abatido por la mala suerte y por la inquina de unos hombres sin moral y sin escrúpulos.

Pese a todo ello, se recompone del dolor y prepara y edita él mismo sus poemas en la editorial Aymá, estrena en el teatro Romea su versión de El Misantrop en 1950, etc.

En el caso de Ferrater Mora, el exilio supuso un duro trance, tanto que soportó duros ataques intestinales en Chile, antes de pasar por Princeton en 1948 (residió en la casa que le prestó entonces Américo Castro). Fue prolífico en el exilio, ya que decidió, como muchos otros, sobreponerse al dolor de vivir fuera de su país a través de la creación.

Hizo el Diccionario de filosofía en 1941 y un grupo de ensayos que reúne en Las formas de la vida catalana (1944). Joan Oliver aconseja a Ferrater Mora en 1950 que regrese a España.

No todos los exiliados llevan con pena su tiempo de emigración. En el caso de Buñuel, nos cuenta Gracia, se siente a gusto en México; sus palabras refiriéndose a la idea de España como una comparación con la Edad Media que a veces se imagina, resulta hoy dolorosa, pero no lo era tanto ante una España que había quedado relegada en el tiempo por el nuevo régimen.

Gracia también alude en este apartado a Juan Gil-Albert, concretamente haciendo mención de su vuelta a España en 1947. Pero lo que le interesa al investigador catalán es la imagen que el escritor alicantino encontró al volver:

Cuando lo hizo en 1947, Juan Gil-Albert encontró “un fantasma que cobraba realidad”, un fantasma porque pareció durante un tiempo que la España negra, la España eterna, había sido arrumbada por fin (pp. 108-109).

Lo que cuenta Gracia incide en ese espectáculo de Edad Media al que se refería Buñuel, y que también lo fue para los ojos asombrados de Juan Gil-Albert:

Lo que él encontró a su regreso fue la inflación religiosa, la exhibición impúdica de la fe, la artificiosidad teatral y exacerbada, combinadas con una moral ciudadana “de baja factura y, para el que volvía a la patria que dejó, visiblemente deteriorada” (p. 109).

Otro personaje que nada tiene que ver con Gil-Albert, el cual vivió su exilio interior a la vuelta a su país y no tuvo (hasta bien entrada la democracia) reconocimiento alguno, salvo el abrazo de los poetas jóvenes de los setenta que encontraron en él un modelo a seguir, fue Ramón Gómez de la Serna, quien vuelve para recibir audiencia de Franco, con lo que su ideología reaccionaria queda de manifiesto. La fotografía de media página (como nos dice Gracia) puede verse en el ABC el 26 de mayo de 1949.

En el apartado del libro titulado “La cortina de hojalata”, donde comenta lo que he citado sobre la connivencia de Gómez de la Serna con el régimen, Gracia expresa interesantes consideraciones sobre el exiliado y su exilio:

Al exiliado se le detiene la historia en la memoria porque los cambios suceden mientras él no está, pero no sólo porque no habita su lugar de origen, sino porque ese lugar ha dejado de expresarse y de vivirse como fue: los olores y las calles, los colores y las fachadas… (pp. 121-122).

Hay una imposibilidad, concluye Gracia en este fragmento, de vivir con la realidad, ya que pesa el recuerdo idealizado, y la vuelta a un lugar que ya no es el mismo les hacer vivir ensimismados.

Hay muchos nombres que Gracia menciona en este estudio apasionante, pero para no abrumar con nombres y destinos que nos separarían de nuestra verdadera intención, trazar un panorama de conjunto del exilio cultual español, cabe señalar una última cita de este apartado, referente a la imagen que el régimen tuvo del exilio, porque llegó un momento en que era necesario crear una apertura para dignificar un sistema con muchas sospechas y sombras:

El exilio fue para el régimen un problema aplazado a conciencia, reprimido y represaliado como lo fueron los testigos mudos de la derrota en el interior. Pero dentro del propio sistema franquista irrumpió de nuevo la realidad: para las clases intelectuales del régimen, para sectores universitarios e ilustrados, para algunos jerarcas falangistas, la evolución y la estabilidad del sistema aconsejó cambiar de estrategia, aunque fuese sólo de manera transitoria o de prueba (p. 139).

Volvieron entonces, en los años cincuenta, científicos exiliados, se procuró cierta tolerancia con respecto a escritores antes marcados, etc.

Se empezaron a leer, en la España de los cincuenta, artículos de Max Aub, Guillén, Juan Ramón Jiménez, León Felipe, Ayala, Ferrater Mora, etc.

El último apartado, titulado “Democracia caníbal”, también merece atención. En él aparece un interesante apartado titulado “Huir de aquí”, donde Gracia examina diferentes actitudes ante un futuro que no se vislumbraba con claridad. Como comenta el profesor catalán, Max Aub nunca entendió lo que le dijo el gran poeta Ángel González cuando éste le comentó que le hubiese gustado haber estado en el exilio mucho antes de su periplo americano, ya que la vida en España, para el poeta asturiano, estaba presidida por una mediocridad latente en cada rincón.

Como comenta Gracia, desde 1946 empieza una nueva etapa de emigración, como le ocurrió a Manuel Tullón de Lara, quien se exilió en Francia ese año. La paradoja es inevitable, como nos cuenta el profesor catalán: el exilio de algunos hombres de la cultura “asfixiados del interior” que les tocó vivir y la vuelta de otros que viven el “agobio exterior” y que desean volver a su país, pese a la falta de libertad.

Personas tan importantes para nuestra cultura como José Ángel Valente, Alfonso Costafreda, Joan Ferraté, Esteban Pinilla de las Heras, etc., se marchan al exilio para encontrar una situación laboral mejor que la que tienen en España. Otros como Juan Goytisolo, Fernando Arrabal, Eugenio de Nora, Gonzalo Sobejano, Emilio Lledó, etc., ven un mejor futuro fuera de nuestras fronteras.

En el año 1954 se crea una nueva plataforma de contacto entre los exiliados y los que viven en España; su nombre, Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura. Se trató de contrarrestar la influencia comunista en la clase y la vida intelectual de España; fue fundado a iniciativa de la CIA (ya conocemos la inquina que el gobierno americano tuvo contra el comunismo). Los liberales que realizan una propaganda antimarxista desde esta plataforma editorial fueron, entre otros, María Zambrano, Rosa Chacel o Luis Araquistaín. También el filósofo Ferrater Mora formó parte de este grupo. No hay que olvidar otra revista en el exilio, Ibérica, fundada por otro hombre de la izquierda en el exilio, pero nada sospechoso de comunismo alguno, Salvador de Madariaga.

Un caso interesante que cuenta Gracia en este apartado fue el de Rosa Chacel, gran amiga de Juan Gil-Albert. Nos cuenta el investigador catalán que la escritora ya tuvo confrontación con los miembros de la revista Hora de España por la forma de luchar intelectualmente en la guerra. La escritora fue presa de una importante depresión que le persiguió muchos años, pese a la beca Guggenheim que disfruta en la ciudad de Nueva York entre 1959 y 1961 (antes estuvo en México, como ya comenté).

Rosa Chacel mantiene buenas relaciones con el joven exiliado Jaime Salinas, con Jorge Guillén, con Juan Marichal o Joaquín Casalduero. Rosa vuelve a España durante seis meses, concretamente a Madrid, entre finales de 1961 y 1962. Parece ser que las razones, como nos cuenta Gracia, tienen que ver con sus problemas oculares y la necesidad de ser atendidos en condiciones en Madrid, ya que en Nueva York los tratamientos médicos son muy costosos.

Se marcha después a París y de allí volverá a Madrid en un segundo viaje, esta vez durante año y medio. Estamos en 1963 y la escritora inicia una nueva colaboración con la segunda etapa de la Revista de Occidente que ha aparecido recientemente. Son los años en que vieron la luz libros como Ritmo lento, de Carmen Martín Gaite, o el prestigioso y muy reseñado Tiempo de silencio de Luis Martín Santos.

Ya ha ocurrido (fue en 1962) el famoso contubernio de Múnich, cuando se inicia una notable apertura hacia la democracia por parte de intelectuales que estuvieron al lado del franquismo, como fue el caso de Dionisio Ridruejo, quien emprende uno de los procesos de cambio hacia la crítica al régimen desde su falangismo de inicio hacia una visión necesaria de aperturismo y de democracia, lo cual le traerá períodos de detenciones que no podemos desarrollar aquí, dada su extensión.

Son tiempos de cambio, ya que el régimen estaba desgastado notablemente y muchos empiezan a demostrar sus diferencias con la dictadura.

No sólo fue Rosa Chacel quien inició viajes tímidos a España (cortos y desencantados); también fue el caso de Max Aub, quien vuelve a Barcelona en 1969, como lo cuenta magistralmente en su imprescindible libro La gallina ciega.

Un tiempo que ha dejado huella en muchas generaciones, que truncó proyectos, planes humanos, pero que también, dada la constancia y la fuerza del ser humano, enriqueció otros países, como México.

A Max Aub le fue denegado el visado en 1963 y no viajó a España hasta el año que he comentado antes. El desengaño de la vida española, llena de mediocridad y en un mundo que en nada se parece al que conoció, marca de lleno los días de su estancia en nuestro país.

Para no extenderme más con este libro, pese a la extensa documentación que contiene que he resumido aquí, comento sólo una apreciación final de Gracia que sirve para sintetizar lo que fue el exilio y sus consecuencias:

Ni el poder franquista acabó pronto ni el exilio pudo ganar apoyos para acabar con el franquismo; ni el franquismo logró proteger a la cultura peninsular del contagio del exilio ni el exilio se desentendió de la España del interior; el exilio no encarnó heroica y exclusivamente la derrota porque fueron muchos los derrotados y resistentes del interior; el telón de acero se fue haciendo cortina de hojalata y, con todo, tampoco la ilusión del regreso pudo mantenerse viva demasiado tiempo porque no hay ruta de regreso a la memoria (p. 194).

Tiene razón Jordi Gracia: el regreso a la memoria es imposible; por ello, nunca volvieron a ver su país como lo habían presenciado en los tiempos anteriores a la guerra Max Aub o Rosa Chacel, por poner un ejemplo; tampoco Gil-Albert encontró su misma Alcoy natal, algo significativo había ocurrido. La Guerra Civil, el dolor inmenso que había causado, el rencor que dejó en los dos bandos, pesan todavía hoy en algunas generaciones e incluso, y para desgracia nuestra, en nuestra clase política; por ello, el exilio lo era para siempre, porque no hay, como dice impecablemente Gracia, regreso a la memoria.

Su libro nos informa, pero también nos hace meditar por un tiempo que ha dejado huella en muchas generaciones, que truncó proyectos, planes humanos, pero que también, dada la constancia y la fuerza del ser humano, enriqueció otros países, como México (la gran labor de El Colegio de México, por ejemplo), ya que se siguió creando, publicando, investigando y, como dice el investigador catalán, la dictadura no pudo ni supo cortar la comunicación entre los de dentro y los de fuera, una corriente que fue muy fluida en algunos casos, tanto que algunos de los que pertenecieron al falangismo, como Ridruejo, encontraron otras formas de pensamiento, amparadas en un mundo más libre, lejos de su primera ideología.

Rosa Chacel, herida por dentro y por fuera, volverá a España definitivamente en 1973 con una beca de la Fundación Juan March para terminar su conocido libro Barrio de maravillas. Murió en Madrid en 1994.

Max Aub, sin embargo, volvió a México, tras su estancia en España en 1969, y murió allí en 1972. Su visión de España, desencantada y agria, le dejó un triste y amargo sabor, quizás porque su vida tampoco había sido fácil; nos quedan sus libros, imprescindibles para entender una visión de la Guerra Civil y la posguerra fundamental para cualquier estudioso de esa época.

 

La mirada de Vicente Llorens al exilio republicano español

Fue el maestro Llorens una de las personalidades que más ahínco pusieron en el estudio del exilio cultural español. En el prólogo al libro que voy a comentar, Estudios y ensayos sobre el exilio republicano de 1939, podemos conocer las palabras muy acertadas de Manuel Aznar Soler cuando recuerda que Llorens fue el mejor historiador de los exilios culturales españoles.

Dice también en el citado prólogo lo que fue también el periplo de Llorens en el exilio, su llegada a Ciudad Trujillo, lo que convierte al investigador valenciano en una figura fundamental para entender el exilio, porque también lo sufrió en sus propias carnes:

Vicente Llorens, exiliado de la España Peregrina, llegó a Ciudad Trujillo, con ganas de dejar de ser un desterrado errante (p. 35).

Es cierto que su periplo ya era largo para aquel entonces; me refiero a 1940, había estado en Francia anteriormente y ya le parecía una eternidad ese período, pero en México inicia un interesante periplo por el mundo académico, como nos cuenta Aznar Soler:

Acababa de ser nombrado profesor de Literatura Española en su universidad (Ciudad Trujillo) y recuperaba la ilusión de reanudar su carrera académica… (p. 35).

El profesor Llorens quiere recuperar muchos libros que tenía en Madrid y que ahora necesitaba, pero él ignora que su casa de Madrid ha sido saqueada, con lo que perdió también su ingente biblioteca.

Le regalan libros y compra otros, hasta conseguir doscientos volúmenes, pero en dos años ya se halla en Santo Domingo; el exilio no ha terminado, ya que entre 1945 y 1947 ejerció como profesor de Literatura Española en la Universidad de Río Piedras, en Puerto Rico. Llorens ya está realizando un trabajo esencial e imprescindible sobre la poesía española del destierro.

Pasará luego a la prestigiosa John Hopkins University de Baltimore, en 1947 (fue Pedro Salinas quien le consiguió el puesto en esta prestigiosa universidad).

Podría hablar largamente de una figura tan prestigiosa, pero me interesa para este estudio su visión del exilio cultural español:

La vida del desterrado apenas merece tal nombre. Rota, frustrada, vacía, fantasmal, está en realidad más cerca de la muerte que de la vida (p. 105).

Pone el ejemplo de Ovidio; desterrado, recordemos que escribió en su exilio las Tristia, bello poema que aún nos conmueve. Para el que le destierran, la muerte en vida es una realidad, es una sensación que pesa en el espíritu y en el cuerpo:

Ya no habla un ser viviente, sino un ser que pertenece al pasado. Por lo menos, la existencia del desterrado, y este es uno de sus rasgos más característicos, se proyecta anormalmente hacia el pasado. Como el anciano, el desterrado, viejo prematuro, vive casi del recuerdo (p. 105).

Acierta Llorens, porque el tiempo del exilio no es el mismo, es como si todo se hubiese fragmentado, las horas son distintas a las que el desterrado siente en su patria. Ese desarraigo pesa en el espíritu del hombre sin patria.

Pero el desterrado, nos dice Llorens, vive para volver, porque sí tiene patria, aunque no lo parezca ya, una patria que vive en su imaginación, que crece en sus sentimientos, que se fragua dentro de él:

Ante la imposibilidad de desprenderse del pasado, pero temiendo perecer en él al mismo tiempo, el desterrado, tendiendo la vista hacia adelante, acaba por crearse otro futuro, tan estrechamente vinculado al pasado que casi parece la transposición hacia el porvenir de lo que ya pasó: la esperanza del retorno a la patria (p. 106).

Todo lo que he citado pertenece al libro, concretamente al apartado titulado “El retorno del desterrado”, escrito en 1948. Pero es muy interesante el apartado que lleva por título “La actividad literaria de la emigración española”, escrito en 1949, ya que nos desvela algunas ideas interesantes como el peso que tiene el exilio tras la Guerra Civil, el cual supera en número de exiliados al de otros que se han producido en otros tiempos de la historia de nuestro país:

Numéricamente, la emigración republicana española de nuestros días supera a cada una de las emigraciones de afrancesados, constitucionalistas, carlistas, moderados y propagandísticas del siglo pasado, y aun a todas ellas juntas (p. 129).

También nos dice que el exilio español excedió el de otros períodos en lo que se refiere a la geografía, ya que muchos desterrados fueron a América:

Mientras las emigraciones anteriores no rebasaron en general los límites del occidente europeo, la actual ofrece el hecho nuevo del contacto con América, y especialmente con el mundo hispanoamericano. Factor de extraordinaria importancia no sólo por lo que ha contribuido a condicionar la existencia del emigrado sino también por su repercusión en el orden intelectual (p. 129).

Además, señala que ante la imposibilidad de escribir para los de su propia tierra, debido a la censura, las obras tienen su público preferentemente en Hispanoamérica, donde fueron a parar muchos de ellos. La ventaja, naturalmente, fue la lengua común, lo que supuso algo favorable para los exiliados que desconocían el idioma inglés o el francés y pudieron expresarse en su mismo idioma, porque los lectores gozaban del privilegio de compartirlo.

Cita a intelectuales importantes, como los poetas Pedro Salinas, León Felipe, Juan Ramón Jiménez, Emilio Prados, Moreno Villa, Alberti, Benjamín Jarnés, Ramón J. Sénder, Ortega, José Gaos, etc.

Pero destaco de todo ello su apreciación de la obra de León Felipe como la que más constancia ha tenido en lo que respecta a la poesía combativa, ideológica:

León Felipe es casi el único representante de la poesía combativa, de larga tradición entre expatriados políticos y cuyo más inmediato antecedente español se encuentra en Unamuno. Pero el sentido nostálgico de la patria y otros motivos líricos del destierro aparecen fugaz o insistentemente en la obra de casi todos. La evolución de la tierra nativa adquiere particular interés en los poetas andaluces: Cernuda, Alberti, Prados, Garfias, Rejano (p. 132).

También señala la labor creativa y docente que tuvo lugar en el exilio y cita El Colegio de México, donde muchos intelectuales españoles pudieron desarrollar su labor:

Por fortuna, casi todos ellos tuvieron acogida en diferentes universidades o en instituciones como El Colegio de México, donde además de la labor docente han podido proseguir sus estudios o iniciar nuevas investigaciones (p. 135).

Cernuda sabe que hay una aspiración a lo eterno que sólo se consigue en el instante, cuando podemos crear una nueva realidad de aquello que recordamos.

Cita nombres tan importantes como Américo Castro, Navarro Tomás o Claudio Sánchez Albornoz, entre otros.

Otro apartado interesante es el que dedica a los temas, en el apartado titulado “La imagen de la patria en el destierro”, escrito en 1949, donde nos habla, entre otros temas, de la figura de Luis Cernuda, gran poeta sevillano y un exiliado doliente en Inglaterra, Estados Unidos y México.

Se trata de un artículo donde Llorens nos habla de la visión de la patria que tiene Cernuda, el contraste entre el mundo práctico que supone la vida del exiliado y el mundo interior que tiene Cernuda, donde sobrevive una imagen de España, hecha de luz y de sombra.

Para Llorens, la lejanía en la que vive el poeta sevillano hace más vivo el recuerdo; el poder de la memoria está más presente:

Las cosas adquieren nueva claridad porque están iluminadas por el amor, que quiere fijarlas para siempre, sin que la distancia o el tiempo logren borrar su contorno (p. 151).

Habla el investigador valenciano de revelación para referirse a ese poder de la memoria; las cosas se revelan, surgen con nuevos contornos ante la luz del tiempo, como si no fueran iguales a las que conoció entonces.

Refiriéndose Llorens a la visión que tiene Cernuda del Escorial dirá lo que cito ahora, comprendiendo que el desterrado mira de otra manera, hace que el pasado se revele en el presente con nuevas tonalidades, donde se adivina lo eterno que hay en nosotros:

El desterrado, perdido cual ningún otro ser en lo movedizo y transitorio, al buscar anhelante un asidero firme a su vivir insatisfecho, ha convertido al Escorial, como creación armónica del hombre ante la naturaleza, en el símbolo del gozoso y trágico vivir humano que aspira a eternidad; a una eternidad no de muerte como en la visión de Gautier, sino de vida (p. 154).

Cierto, porque Cernuda sabe que hay una aspiración a lo eterno que sólo se consigue en el instante, cuando podemos crear una nueva realidad de aquello que recordamos; sólo así somos verdaderos dioses en un mundo de barro.

Otro apartado muy interesante del libro lo dedica Llorens a la lengua del desterrado en un capítulo titulado “El desterrado y su lengua. Sobre un poema de Salinas”. Resulta interesante lo que el profesor valenciano dice acerca de la lengua ajena y la imposibilidad de expresarnos adecuadamente, perdidos los resortes de la nuestra, donde podemos encontrar todos los matices que la otra no sabe darnos:

Habituado a manejar sin esfuerzo los más sutiles resortes del propio idioma, necesitaría poder moverse con igual desenvoltura dentro del ajeno para sentirse a gusto. Por su condición intelectual está llamado a convivir entre gentes de su calidad, tan hábiles en su lengua como él en la suya. Mantener tal convivencia en términos decorosos es poco menos que imposible (p. 156).

Considera Llorens que el poeta no sabe expresarse, desde el romanticismo, en otra lengua que no sea la suya. Sabe el pensador valenciano que todos volvemos a nuestra lengua, que el ímprobo esfuerzo de traducir los pensamientos a otra lengua son temporales, nada tiene la homogeneidad de nuestro propio idioma para la poesía y para la propia vida:

De todos modos, el emigrado es más bien un escritor bilingüe; la adopción de la lengua ajena, debida a circunstancias muy diversas, suele ser temporal; tarde o temprano acaba por volver a la suya (p. 157).

La idea del desterrado que se aleja, que se vuelve hierático, que deja de comunicarse, en una suerte de ensimismamiento, como le ocurrió a Juan Gil-Albert, refuerza el amor por su idioma, único eslabón que le queda a un mundo que ha querido y sigue queriendo en el recuerdo.

Pone el ejemplo de la prosa de Salinas, el gran poeta del veintisiete, cuando dice lo siguiente:

El lector menos atento puede observar en la obra de Salinas que la prosa de sus años de destierro no es como la anterior, y que esa diferencia no parece deberse a un cambio deliberado ni a un proceso de madurez literaria (p. 158).

La explicación reside en el goce que tiene la propia lengua en un mundo extranjero, donde su idioma no tiene la importancia que los amantes del verbo le dieron en el suyo. La identificación con su propia vida es total:

Su raíz es más profunda: el afán de afirmación propia a través de la lengua, con la cual se identifica plenamente. Salvarla es salvarse; por eso teme también perderla (p. 159).

Llegará a decir, al final de este capítulo, donde comenta un poema de Salinas dedicado a su lengua, en el libro Todo más claro, lo que yo considero una declaración de amor a un idioma que no abandona, sino que es compañero de infortunios en la soledad infinita del exiliado:

Gracias a la lengua, el poema será posible; pero sus santas palabras, además de hacerle poeta, tienen la virtud de mantenerle ligado a su origen. Al sentirse así vivir dentro de su milenaria comunidad tradicional, patria verdadera y permanente de la que nadie puede arrancarle, el destierro quedará abolido (p. 166).

El destierro es sólo un sueño, incomparablemente inconsistente al lado del poder de arraigo a su tierra, a la lengua madre, al amor que siente por ella y que le sustenta en el difícil camino de vivir en otro país que no sea el suyo.

Un capítulo interesante, porque se refiere más a personas determinadas, abandonando los temas y las reflexiones que he comentado hasta ahora, es el que lleva por título “La emigración republicana de 1939”, fechado en 1976, el más extenso sobre el destino de los republicanos en el exilio.

Resulta interesante el apartado que dedica a la emigración a Francia, cuando documenta alrededor de cuatrocientos mil los refugiados en ese país. También es interesante la mención de Llorens al destino de los exiliados, cuyo sino fue acabar en campos de concentración. Las fuerzas armadas francesas condujeron a los fugitivos a los campos. Algunos muy conocidos como el de Saint-Cyprien, donde estuvo Gil-Albert, como ya comenté extensamente antes:

Tristemente célebres fueron los de Argelès-sur-Mer, Saint-Cyprien, que en marzo de 1939 contenía ciento dos mil hombres, y Bacarès, el más reciente y mejor establecido, que gracias a la organización de los propios confinados llegó a disponer hasta de una biblioteca (p. 291).

También menciona otros campos, localizados en Gurs, en los Bajos Pirineos, donde se reunieron miles de vascos, de combatientes de las Brigadas Internacionales, los cuales dieron clases de lengua, matemáticas, física y aerodinámica a los otros exiliados. Concretamente, en Agde, en Hérault, hubo numerosos catalanes y dieron clases de francés maestros de escuela de poblaciones vecinas.

Los campos no se sustentaron sin una ayuda, que, como era previsible, venía de los propios republicanos españoles, el Servicio de Evacuación de Republicanos Españoles (Sere); también hubo ayuda de grupos políticos o humanitarios de diferentes países. Esto facilitó que los campos fueran lugares donde se pudo hacer una vida casi normal, con recitales poéticos, estudio, lectura y juegos (ajedrez, fútbol).

Otro aspecto interesante que investiga Llorens en este apartado es el de las diferencias entre el destino de los exiliados a Francia con respecto a los que emigraron a México y a otros países de Hispanoamérica.

Merece la pena, de nuevo, citar las palabras de Llorens:

La situación de escritores y periodistas emigrados —cuyo deslinde profesional difícilmente puede trazarse en España desde tiempos de Larra— no fue la misma en la América de habla española que en los países europeos. Mientras en México encontraron unos y otros ocupación en la prensa mexicana como redactores o colaboradores, en Francia hubieron de confinarse, salvo raras excepciones, a los periódicos que ellos mismos fundaron (p. 298).

La diferencia se halla en que los exiliados en Francia colaboran en revistas esencialmente políticas, donde muchas veces no percibían remuneración por sus colaboraciones, frente a los exiliados en México, donde sí hubo revistas que tocaron temas literarios y percibían un dinero por colaborar.

Menciona Llorens ejemplos de diferentes intelectuales que fueron a Hispanoamérica como el caso de Corpus Barga, quien en 1957 se trasladó a Perú para dirigir una escuela de periodismo, o Federica Montseny, conocida como escritora anarquista, que residió en Francia largos años.

Trágico destino sufrieron el escritor Julián Zugazagoitia que, junto con otros hombres de trayectoria política como el sindicalista Juan Peiró, ministro con Largo Caballero y Luis Companys, uno de los fundadores de la Esquerra Republicana y sucesor de Maciá en la Presidencia de la Generalitat, fueron detenidos por la policía al producirse la ocupación alemana de Francia y fueron devueltos a España. Los aquí citados fueron sentenciados a la pena capital por tribunales militares y ejecutados.

En África del Norte también hubo emigrantes. Fue el caso de Max Aub, famoso escritor que estuvo en el campo de castigo de Djelfa, en Argelia.

Antonio Turiel fue profesor en el Liceo de Rabat; en Argelia se asentaron muchos militares, muy activos en política. En 1946 (como nos recuerda Llorens) empezó a publicarse en Argel el periódico III República, portavoz del Consejo de Gobierno de la Tercera República.

Inglaterra fue el destino de gentes tan importantes como Juan Negrín, el cual se refugió en Londres.

Fue la Unión Soviética uno de los lugares donde se exiliaron personajes muy comprometidos políticamente con la izquierda. Tal fue el caso de Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”; otros personajes destacados fueron Enrique Castro Escudero y Jesús Hernández, éste procedente de Murcia y muerto en México en 1971. Fue antiguo director de Mundo Obrero y ministro durante la guerra del gabinete de Largo Caballero.

Emigraron muchos militares a la Unión Soviética. Tal fue el caso de los siguientes: Antonio Cordón, subsecretario del Ejército de Tierra con Negrín; Manuel Márquez, jefe de Cuerpo de Ejército, y otros, como fue el caso de Enrique Líster, jefe del famoso Quinto Regimiento de Madrid, y Valentín González, “El Campesino” que se distinguió en la famosa batalla de Teruel.

Un escritor y periodista que emigró allí fue César Muñoz Arconada (Astudillo, Palencia, 1900; Moscú, 1964). Novelista de tipo social antes de la Guerra Civil. En Moscú estuvo encargado desde 1942 de la edición española de Literatura Internacional.

Inglaterra fue el destino de gentes tan importantes como Juan Negrín, el cual se refugió en Londres. Como todos sabemos, fue presidente del Consejo de Ministros desde mayo de 1937 hasta el final de la guerra, catedrático de Fisiología en la Facultad de Medicina de Madrid, etc.

Otros catedrático que tuvo su exilio en Inglaterra fue José Castillejo, el cual murió en Londres en 1944. Era catedrático de Derecho Romano en la Universidad de Madrid, formado como educador por Giner de los Ríos y la famosa Institución Libre de Enseñanza. Fue secretario y animador, desde su fundación en 1907, de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas.

Estuvo en Oxford otro prestigioso educador, Alberto Jiménez Fraud, quien murió en Ginebra en 1964. Fue director de la Residencia de Estudiantes de Madrid al ser fundada por la Junta para Ampliación de Estudios en 1910.

Casos de poetas que vivieron en Inglaterra tenemos los de Pedro Garfias, quien estuvo en este país no mucho tiempo, para ir a México poco después. Diez años estuvo en Inglaterra Luis Cernuda. Allí murió otro escritor andaluz, Esteban Salazar Chapela, quien murió en Londres en 1965.

Fraguó en Inglaterra su mundo literario el escritor Arturo Barea, el famoso escritor de La forja de un rebelde.

Otro hombre de letras, periodista de prestigio, Manuel Chaves Nogales, vivió en Londres hasta su muerte en 1944. Fue muy conocido por su biografía del torero Juan Belmonte y por varios relatos de gran calidad.

Hay muchos otros nombres, pero sería exhaustivo nombrarlos a todos. Cabe decir que en Inglaterra también estuvo Salvador de Madariaga, el más renombrado de los intelectuales españoles en Londres. Madariaga no fue un exiliado por la guerra sino porque estuvo muy implicado en labores diplomáticas para conseguir una vuelta a los valores democráticos en España, desde la posición de ente social con los ingleses para que ayudasen a la España republicana.

También hubo intelectuales que emigraron a Bélgica o a Suiza, pero fue a México donde fue la mayor parte de los hombres de letras, también de ciencias, de nuestra España.

Llorens destaca en su libro que el número de intelectuales que llegaron a México en la fecha del 1 de julio de 1940 rondaba los ocho mil seiscientos veinticinco emigrados republicanos. Se calcula que llegaron posteriormente mayor número de españoles hasta engrosar la cifra de más de quince mil refugiados (entre los quince mil y los veinte mil).

Por hablar sólo de los poetas y escritores que llegaron a aquellas tierras (Llorens detalla muchas más profesiones y muchos más nombres de los que voy a dar), cabe destacar a los siguientes: Enrique Díez-Canedo, poeta y crítico, murió en México en 1944; León Felipe, el cual estuvo en varios países de Hispanoamérica antes de la Guerra Civil y volverá a ellos como consecuencia del exilio; José Moreno Villa, poeta, ensayista y crítico, que murió en México en 1955; no hay que olvidar a Juan Larrea, escritor surrealista, fue secretario de Cuadernos Americanos en México, para ocupar luego una cátedra en la Universidad de Córdoba en la Argentina; Juan José Domenchina y su mujer Ernestina de Champourcin; Emilio Prados, Pedro Garfías y, naturalmente, el ya citado Luis Cernuda, quien después de unos años en Estados Unidos e Inglaterra pasó sus últimos años en México.

El caso de Juan Rejano fue el de un largo exilio, pues murió en México en 1976. También fallecieron en este país Max Aub en 1972 o Paulino Massip en 1963.

A México fue a parar también Cipriano Rivas Cherif, quien murió allí en 1968, tras haber sido director del Teatro Escuela de Arte de Madrid, cuñado de Azaña también.

Del mundo de la música podemos destacar a Rodolfo Halffter o Adolfo Salazar, quien murió en México en 1958. Del mundo de la pintura, dejaron su vida en las tierras mexicanas Aurelio Arteta y Salvador Bartolozzi, entre otros.

Otro de los lugares a donde fueron a parar muchos españoles fue Argentina. Profesores tan prestigiosos como Luis Jiménez de Asúa, quien murió en Buenos Aires en 1970 y fue uno de los redactores de la Constitución de 1931, además de catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Madrid. También vivió en Argentina Claudio Sánchez Albornoz, catedrático de Historia Antigua y Medieval de España en la Universidad de Madrid, ministro durante la República y académico de Historia. No hay que olvidar tampoco a Francisco Ayala, escritor muy reconocido y catedrático de Derecho Político en la Universidad de La Laguna y oficial letrado del Congreso.

No hay que dejar de mencionar la llegada de dramaturgos a Buenos Aires, una de las ciudades que más vida teatral tenían en la época. Fue el caso de Jacinto Grau, quien murió en Buenos Aires en 1958, o Casona, quien no murió en Buenos Aires porque volvió a España, falleciendo en Madrid en 1965, pero sí estuvo un tiempo allí exiliado y logró estrenar obras que no había estrenado en su país.

Resulta interesante la fecunda labor que los emigrantes españoles tuvieron en la prensa argentina o en revistas literarias de allí. La revista Realidad fue creación de Francisco Ayala, o la famosa revista literaria Ínsula, entre cuyos colaboradores estuvieron un amigo de Juan Gil-Albert, Máximo José-Khan, quien murió en la ciudad bonaerense en 1952.

Hubo muchos intelectuales gallegos, vascos y catalanes en Argentina. Uno de los más famosos fue Castelao, famoso dibujante, escritor y diputado a Cortes.

En editoriales argentinas trabajaron algunos emigrantes de prestigio, como fueron los casos de Rafael Alberti y Arturo Serrano Plaja, en la Schapire, o Rafael Dieste (otro amigo de Gil-Albert, al igual que Plaja), en la sección literaria de Atlántida.

Llorens cita también el número de emigrantes en otros países de Hispanoamérica como Cuba, Bolivia, Chile, etc.

Puerto Rico fue otro de los lugares a donde fueron algunos emigrantes, aunque en proporción mucho menor que en México, el más visitado y donde hicieron la mayoría su hogar una parte de su vida o el resto de ella. En Puerto Rico estuvo Juan Ramón Jiménez, quien falleció en Santurce en 1958, o el famoso violoncelista Pablo Casals, quien murió en Hato Rey en 1973.

Hubo también profesores visitantes en la Universidad de Puerto Rico, como Pedro Salinas, quien estuvo allí un tiempo, o el filósofo José Gaos, invitado varias veces. Otros conferenciantes ilustres en la Universidad de Puerto Rico fueron, entre otros, Gustavo Pittaluga, Francisco Giral, Luis Jiménez de Asúa, Jorge Guillén y María Zambrano.

No hay que olvidar que Pedro Salinas o Francisco Ayala fueron (como nos cuenta Llorens) promotores de revistas literarias que tuvieron su importancia en la vida cultural de ese país.

No hay que dejar de mencionar el exilio de importantes intelectuales a Estados Unidos, como fue el caso de Américo Castro. El famoso investigador y profesor español ocupó una cátedra desde 1941 hasta 1953 en la Universidad de Princeton; allí realizó su encomiable estudio de la historia española, que le dio indudable prestigio.

Pedro Salinas, magnífico poeta y eminente miembro de la Generación del 27, fue profesor de Literatura Española en Wellesley College y desde 1940 hasta su fallecimiento en la John Hopkins University de Baltimore. También estuvo en el Wellesley College su buen amigo Jorge Guillén.

Y no hay que olvidar, como muy justamente cita Llorens, a las mujeres profesoras que pasaron por las universidades americanas: Gloria Giner de los Ríos, Concha de Albornoz, Pilar Madariaga, Laura de los Ríos García Lorca, Carmen Aldecoa, Margarita Ucelay, Joaquina Navarro, etc.

Para no extenderme más con la larga lista de nombres (podrían ser muchos más, ya que la lista es exhaustiva y sólo he hecho un resumen de ella), cabe citar a Fernando de los Ríos, tan significativo en la cultura española, quien fue, entre otras muchas cosas, dirigente del Partido Socialista, catedrático de Estudios Superiores de Ciencia Política en la Universidad de Madrid, embajador durante la guerra española en Washington, etc. De los Ríos fue profesor en la New School for Social Research de Nueva York, institución fundada para acoger a intelectuales europeos emigrados por causas políticas.

Me gustaría terminar este repaso a este esclarecedor e imprescindible libro de Llorens dedicado al exilio cultural español con unas palabras de su primer capítulo que resumen, con maestría, la sensación del exiliado cuando regresa a su país, un sentimiento agridulce que tiene como causa principal la huella que el destierro le ha dejado para siempre (pertenece al primer capítulo, titulado “El retorno del desterrado”, de 1948):

La desilusión del retorno no es en último término sino la consecuencia del íntimo desasosiego que consume al desterrado. Ni alejándose de su patria ni volviendo a ella podrá encontrar ya cabal satisfacción. Su expatriación es un mal y un bien al mismo tiempo; vive muriendo, pero no deja de vivir; la gran actividad que despliega por fuera oculta un vacío interior; quiere olvidar su pasado, pero sólo en él se goza; sueña con el retorno y lo rechaza. Toda su existencia es un vivir a medias (p. 126).

El libro de Llorens indaga no sólo en el mundo del exiliado, sino en su dolor, a través de los numerosos casos que cita, grandes mentes que tuvieron que recomponer sus sueños en otros lugares.

Quizá esté en estas palabras la clave de todo. El exilio ha dejado honda huella, ha cambiado conductas y ni el país que ha acogido al exiliado ni el país al que vuelve (si es que lo hace) son suyos de verdad; algo se ha perdido en el camino, una sensación de desarraigo queda para siempre en el corazón del desterrado.

Por ello, Llorens dice estas palabras pensando en el largo dolor del exiliado, que también fue el suyo, esa herida que no la cura el tiempo, porque prevalece aunque nuestro corazón pueda volver al lugar amado (en muchos casos, totalmente distinto, como nos contó de forma excepcional Max Aub en su genial La gallina ciega, cuando visitó España a finales de los años 60 y encontró todo lleno de mediocridad, exento del espíritu que tenía cuando dejó el país).

Sin duda, Gil-Albert, el cual estuvo pocos años en el exilio, sintió el peso del destierro y, por diversas razones, tuvo que volver, para enfrentarse a otro tipo de exilio, el interior, en una lucha por crear literatura, fuera de los mundos sociales y literarios que realmente merecía y había conocido.

El libro de Llorens indaga no sólo en el mundo del exiliado, sino en su dolor, a través de los numerosos casos que cita, grandes mentes que tuvieron que recomponer sus sueños en otros lugares, muy lejos de su amado país.

 

Bibliografía

  • Gracia, Jordi: La resistencia silenciosa. Anagrama, Barcelona, 2006.
  • Llorens, Vicente: Estudios y ensayos sobre el exilio republicano de 1939. Renacimiento, Sevilla, 2006.
Pedro García Cueto
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