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Morir en Bagdad

miércoles 25 de mayo de 2022
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Morir en Bagdad, por Pedro García Cueto
Pudieron ver cómo las bombas arrasaban la parte alta de la ciudad y habían tocado ya edificios emblemáticos. Fotografía: Levi Meir Clancy • Unsplash

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2022 en su 26º aniversario

Las primeras bombas llegaron de madrugada, caían como un estruendo infinito que rompía la armonía de la noche. Pedro y Roberto iban en una camioneta con otros periodistas extranjeros. Tenían el miedo en la piel. Se podía ver el resplandor que dejaban las explosiones en el centro de la ciudad. Era la primera noche de bombardeos, muchos hombres con niños buscaban refugio en los lugares más insospechados, entraban en viejas casas o en iglesias que aún no habían sucumbido a las bombas.

Pedro era un reportero de guerra que había estado en los conflictos más importantes, en Ruanda, en Kosovo. Era un especialista en estos conflictos y conocía muy bien el miedo, pero también sabía actuar cuando era necesario. Tenía la mirada limpia del hombre que ha visto el dolor, la sonrisa franca del ser humano que cree en las pequeñas cosas y que intenta ayudar a los demás. Había huido de la comodidad de un empleo en la radio para enfrentarse al caos de la guerra. Roberto, sin embargo, era más joven que Pedro, alrededor de treinta años, era fotógrafo y había estado ya en Yugoslavia, cubriendo la guerra entre bosnios y serbios. Ambos se apreciaban y les gustaba viajar juntos, se compenetraban bien.

La noche era intensa, iba dejando en la piel el olor a pólvora, a humo denso que cegaba, casi, toda la ciudad, la convertía en un espacio fantasmagórico, movido por resplandores y casas derruidas.

Pudieron ver cómo las bombas arrasaban la parte alta de la ciudad y habían tocado ya edificios emblemáticos, algunas embajadas e incluso la famosa biblioteca nacional. Ambos sentían una especie de furia interior, no esperaban que, al final, se decidiese bombardear la ciudad. Había intensos rumores los últimos días y se presentía que el horror podía llegar.

 

Al mirar desde la pequeña terraza que tenía la habitación, Roberto pensó que parecía Roma ardiendo, en un ataque de furia de Nerón.

Llegaron a un famoso hotel donde se habían alojado en otras ocasiones personalidades importantes que visitaban el país, la llamaban la zona occidental, se podía estar más tranquilo allí; al menos, eso suponían.

Les asignaron una habitación, desde donde Roberto podía hacer buenas fotografías de los bombardeos y poseía excelentes vistas de una hermosa ciudad cubierta en llamas. Al mirar desde la pequeña terraza que tenía la habitación, Roberto pensó que parecía Roma ardiendo, en un ataque de furia de Nerón. Pero sólo era la locura de los americanos que habían tomado la ciudad, con aquellos tanques inmensos que se veían en la lejanía y que parecían protegerles. Todo el mundo sabía que allí estaban los periodistas extranjeros; muchas agencias cubrían entonces las noticias del comienzo de la guerra. Jurgen, el periodista de la agencia Reuters, o Martin, del Daily News.

Hubo un extraño espacio de calma, como en las noches donde uno espera la llamada de un familiar comunicando una noticia; se podía sentir la respiración de la noche, su aire, se podía inhalar ese humo que iba disgregando su veneno por toda la ciudad. Roberto empezó a hacer fotos, pese a la advertencia de Pedro, que le dijo que esperara un momento mejor, a la luz del día, donde se pudiera llevar a cabo un mejor reportaje. Pero Roberto era obstinado, amaba tanto su profesión que ya desde niño había ahorrado para comprarse una cámara de fotos. Cuando fue adolescente, trabajó de camarero para poder irse a África y hacer así un reportaje en plena selva. Su poderosa mirada, sus ojos azules, su frente despejada, donde se podían ver algunas incipientes arrugas y su pelo corto, donde se destacaba una cara ovalada, llena de matices, franca como su corazón que destilaba deseo de justicia, de igualdad entre los hombres.

Les dieron toallas, tenían un pequeño baño y dos camas, de poca calidad, atípico para un hotel de lujo. En la habitación se sentía calor.

 

Era posible que la seguridad iraquí viniese esa noche al hotel y montase un verdadero registro; el régimen de Saddam Hussein era muy estricto, todo el mundo sabía que el dictador controlaba todo en la ciudad. Se oían historias terribles sobre él, el asesinato de sus yernos, el ataque masivo a los kurdos; era terrible escuchar cualquier historia. Roberto y Pedro llevaban ya una semana allí y habían podido charlar con gente del pueblo, les contaban que Saddam había dejado el país en la pobreza, pero que temían que otro líder no traería más que desgracias; había una sensación de desconfianza a los americanos, se hablaba de que Bush hijo era otro dictador, que imponía su fuerza donde iba, sólo por dinero.

Era difícil para ellos convencer a la gente humilde de lo contrario; había tantas muestras de los abusos de los líderes que dominaban el mundo que Pedro y Roberto se callaban, siendo conscientes de que aquella gente tenía mucha razón. Les veían comer en aquellas casas de madera un pobre guisado o una sopa de ínfima calidad, a veces, ni siquiera tenían pan para acompañar la comida, los niños estaban algunos mal nutridos y había un olor a humedad que se filtraba por todas partes, como si algo se pudriese. En los mercados de Bagdad se veía una vida que ahora podía eclipsarse ante la invasión americana.

Sin darse cuenta, Pedro y Roberto durmieron durante varias horas; estaban tan cansados que apenas podían mantenerse en pie. Al llegar la mañana entraron los miembros de la seguridad iraquí al hotel para interesarse por los reportajes que se hacían. Eran la censura y pudieron observar los procedimientos no muy atentos que tuvieron con ellos, registrando la habitación, buscando algo que ellos no tenían.

Fue un revuelo aquella mañana, mientras la hermosa ciudad conservaba intacto el aire del pasado, sus viejas calles, sus torres, en un espacio de tiempo que les conducía a la gloria ya perdida.

 

Recordaba muy bien el dolor que le produjo fotografiar durante varios minutos a un hombre que iba a morir.

Aquella mañana fue imparable, charlas con los otros periodistas, bromas con el personal de servicio del hotel, tras la marcha de la seguridad iraquí.

Roberto miraba fotos estupendas que había hecho en Kosovo, mostraban la demencia de la guerra, niños mutilados, cadáveres apiñados en fosas comunes, que no distaban en nada de aquellos reportajes sobre el holocausto nazi. Podían verse ciudades derruidas y jóvenes soldados, de apenas dieciséis años, empuñando fusiles. Recordaba muy bien el dolor que le produjo fotografiar durante varios minutos a un hombre que iba a morir, con el pecho ensangrentado; era bosnio y quiso hablar con él en sus últimos momentos, pero no podía entenderle.

Pedro intentaba comunicarse con España para informar de los acontecimientos acaecidos aquella mañana, habían derribado los americanos parte del edificio de comunicaciones iraquí y varios hoteles. Ellos estaban a salvo ya que los americanos sabían muy bien que los periodistas internacionales estaban allí. A Pedro le dolía la cabeza con frecuencia y había pensado dejar todo aquello, pero algo le llevaba al peligro, para testimoniar el horror y poder ver la vida de otra manera, estaba harto de las opiniones de otros sobre la insatisfacción de sus vidas en ciudades acomodadas, donde no existía el hambre ni el dolor que él había visto tantas veces. No olvidaba Ruanda, el genocidio, los hutus y los tutsis en plena lucha, esa locura que, a veces, le despertaba de madrugada, reviviendo la pesadilla de las matanzas que presenció. Pocos habían estado tan cerca de ser decapitados como él, cuando fueron detenidos en la noche y sólo el milagro de un convoy policial les salvó.

Jurgen fue a verles y les contó que ya había baja de soldados americanos, algunos entraron al hotel, con sus uniformes, se podía ver la juventud en los rostros, la mirada de niños, como si aquello fuese un juego de guerra que jugaban en las acomodadas casas de su estado en vez de una guerra real.

Todos tenían el aire de soldados del Viejo Oeste, como si se repitiese la Guerra de Secesión americana; llevaban las enormes botas negras, el uniforme caqui, tenían la mirada de superioridad de aquellos que iban a vencer, Jurgen sentía el enorme respeto de aquel que no entiende la guerra, pese a estar en ella, aquellos jóvenes apenas sabían nada, ni habían leído nada sobre el mundo árabe, parecían niños con uniformes, sacados de las escuelas al ejército, por el simple hecho de ganar más dinero. La ignorancia se reflejaba en los rostros, en los ademanes bruscos, en la forma en que bebían en la cafetería del hotel, hincando las manos en la barra, como si fuesen a filmar una película.

También pidieron documentación y, aunque Roberto y Pedro hablaban inglés a la perfección, siempre sentían disgusto por el acento americano, como si fuese una jerga dentro de la pureza del inglés. Eran altos, rubios, pero también había dos soldados de color, una chica negra y un hombre muy robusto, con el pelo al cero. Parecía un boxeador y empujó a Jurgen, que se encontraba en la habitación con ellos, y le registró. Pedro era más hábil y pareció caerles simpático, mientras Roberto, agazapado para evitar un disgusto, fotografiaba desde la terraza. Aquello no pareció gustarles, porque le hicieron pasar al interior de un empujón y con la metralleta en alto; en aquel sentido nada distinguía a aquellos hombres de sus enemigos, sus modales bruscos, su superioridad así lo demostraban.

Se fueron y Jurgen respiró aliviado, sonrió a los periodistas e inició una conversación, ya que hablaba español a la perfección.

—Menos mal que se han ido, esto es una locura —les dijo—. No paran de venir a registrarnos.

—Bueno, ahora sí podemos hacer bien nuestro trabajo —contestó Pedro.

—Yo no me fío demasiado de los americanos, se supone que estamos protegidos por ellos, pero pueden cometer errores —dijo Jurgen.

—¿A qué te refieres? —preguntó Roberto.

—No sé, una bomba en el hotel o algo así, la ciudad es un caos —contestó Jurgen—. Las noticias son desoladoras, han destruido parte de la biblioteca nacional y hay tanques en todas partes. Los antiaéreos iraquíes hacen lo que pueden, pero la guerra va a ser larga.

—Tenemos que estar aquí, es nuestra obligación —dijo Pedro.

—Se oyen bombardeos, voy a salir a hacer fotos —agregó Roberto.

—Lleva cuidado —le contestó Pedro.

—¿Por qué no vienes, Jurgen, con tu cámara? —preguntó Roberto.

—Es buena idea, hay que aprovechar el momento. Vengo enseguida.

Había oído una fuerte explosión que rompió los cristales de la habitación y que provenía de la terraza.

Volvió con su cámara y ambos fotógrafos empezaron a disparar fotos con su teleobjetivo, el día dejaba un sol luminoso que se filtraba en la piel, corriendo un leve sudor por la frente. Se pusieron a fotografiar los fogonazos que llegaban de la parte antigua de la ciudad, pasando el río. Pedro se quedó dentro, tomándose una aspirina para el dolor de cabeza que crecía como un veneno por su piel.

Fue sólo un instante, no dio tiempo siquiera a mirar por la ventana, cuando Pedro se desplazó unos metros del baño donde se hallaba, había oído una fuerte explosión que rompió los cristales de la habitación y que provenía de la terraza. Salió gritando, vio los cuerpos de Jurgen y de Roberto ensangrentados, y empezó a pedir ayuda. La sangre manaba por la terraza y grandes heridas cubrían sus cuerpos. Llegaron varios periodistas a la habitación y, entre varios, cogieron a Roberto, muy mal herido, con el estómago destrozado, y a Jurgen con el rostro bañado en sangre. Les sacaron de la habitación a duras penas, pues regueros de sangre iban manchando las cortinas, las sábanas de la cama, todo lo que encontraban a su paso.

Pedro salió a la terraza y pudo ver un tanque americano que le miraba directamente apuntando a la habitación. En un instante se sintió más nervioso que nunca, descubriendo el temblor de sus manos, el sudor de su nuca y una sensación irreal que le hacía ver la ciudad como si hubiese bebido, cegado por el sol que, como una pantalla, recorría la habitación. Salió y se echó a llorar, sentado con las manos cubriendo la nuca, mientras oía el sonido de las ambulancias y el estruendo de la calle.

Supo poco después que ambos habían muerto y todo el horror que había visto le pareció poco frente a la inminencia de la tragedia que había vivido. Pensó en Roberto, en su juventud, en su familia y en todos aquellos recuerdos que dejaba en forma de fotos, de cartas, de sonrisas, de charlas sobre la injusticia del mundo. Detestó el horror y ya no vio a los enemigos, todos lo eran, nadie era mejor que nadie, la guerra y su locura lo eran todo.

Pedro García Cueto
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