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Mañana

domingo 24 de mayo de 2020
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Mañana, por Sergio G. Colautti
Los dos imaginaron brazos apretando la espalda, como juntando todos los abrazos pasados.

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

Cerró la puerta de calle, como tantos días de tantos años, antes de las seis. Algo le decía, en cada movimiento, que esta no era una mañana igual a todas las mañanas planas que poblaban su recuerdo y su costumbre. Creyó que el gesto de girar la llave y buscar con la mirada la esquina donde siempre esperaba el flaco Ariza, allá en la esquina, moviendo el brazo derecho en alto para señalar que ya viene el ómnibus que los llevará a la empresa, sería el mismo, pero no. Ariza, el loco lindo que la vida le regaló como amigo, esta vez levantó las dos manos, dirigiéndolas hacia él, inventando un abrazo que comenzaba ahí para terminar en la esquina, donde llegó agitado, casi corriendo, abriendo también los brazos para recibir al flaco y su sonrisa.

Un metro antes del abrazo, se paró, como si lo congelara un rayo, y preguntó:

—¿Se puede abrazar? ¿Seguro?

El amigo hizo más grande su sonrisa y dijo, fraternal:

—Dijeron que todavía no, que ya se podrá. Paciencia, amigo.

Era el silencio opaco de la ciudad sin lenguaje.

Los dos imaginaron brazos apretando la espalda, como juntando todos los abrazos pasados: un calor, una extrañeza, como si fuera un cobijo nuevo que celebraba la sensación de estar vivos, tocándose, apretando los brazos sin abrazos que durante dos meses estuvieron solos en la casa amurallada.

Subieron al ómnibus. Cada dos asientos, una letra X señalaba la prohibición de sentarse, para mantener el distanciamiento. A los dos los sacudió el mismo silencio que guardaban todos los pasajeros. La mudez, las letras X cubriendo todos los respaldos, el tartamudeo del motor y la ciudad dormida eran, para sus ojos y los del flaco Ariza, un paisaje extraño. Todo era igual, menos su sentido. Todo estaba como la costumbre lo ordenaba, pero había un estupor por los lugares vacíos, por las miradas vacías, por no saber si alguien vendría a ocupar mañana el lugar de las X o serán las X las dueñas nuevas de ese lugar. Por inédita vez, el vacío era un espacio, un silencio donde temblaba la desnudez de estar ante una inminencia, una intemperie por vivir. Nadie quería hablar en el trayecto por la ciudad vaciada. Nadie sabía decir las palabras viejas.

Era el silencio opaco de la ciudad sin lenguaje.

En la oficina los primeros saludos cambiaron el clima, recuperaron algo de la rutina desandada por años. Una nueva inocencia obligaba a esperar que la vida funcionara como siempre, aunque se presentía que en el fondo nada iba a ser igual: los intercambios virtuales durante los largos meses dejaban vislumbrar algunas cosas. Como la inutilidad de acumular mercancías o la certidumbre de saber que todos somos, muchas veces, esas mercancías. Como el mundo desigual, ya insoportable. Otras que cobrarían un valor hasta acá, desapercibido: un encuentro, un café, un patio, un balcón, una mirada, una canción olvidada, el tiempo verdaderamente propio, la invención de una soledad elegida, la intuición de que la vida estaba exactamente ahí donde la extraviamos, mucho antes del encierro.

Acomodado en la silla de siempre, pensaba que el aislamiento asumido como fatalidad, recogimiento, temor y perplejidad nos venía a decir una vulnerabilidad que esquivamos sólo hasta aquí, nos venía a contar la precariedad de ser, la extrañeza de ser, la maravilla efímera de ser, la cercana presencia del distante. Tenía la frágil presunción de haber aprendido todo eso y a la vez la tristeza de sentir que pudiese ser otra vez olvido, que volvamos al vértigo sin memoria. En la silenciosa ciudad que se quedó sin palabras, lo que pensaba lo inquietó hasta turbarlo, y sacudió la cabeza como sacándose todas esas ideas de encima. Respiró.

De escritorio a escritorio le dijo al flaco, a Ariza, que quizás el mundo que venía tenía que ser más maternal, le dijo.

—¿Qué decís, che? ¿Cómo si nos cuidara una madre, decís vos?

—Eso, dijo. Y el agregado de Ariza lo embaló: nos fue muy mal con el mundo masculino, ¿viste? El mundo de laburar destruyendo, pisoteando todo. ¿No te parece? ¿Y si viene el tiempo del cuidado del mundo y de nosotros en el mundo, por qué no, donde no sobre nadie, ¿viste?, se me ocurre… un mundo con sensibilidad femenina, digo…

El silencio por las ausencias que atronaban todo encuentro para dejar pasar la tímida esperanza del vivir, como se pueda, otra vez, en el extenso mundo nuevo.

—Donde el cuidado sea para liberar, no para sujetar, querrás decir vos…

—Claro, como hacen las buenas madres. Y los buenos padres.

—Un mecanismo que contradice todas las formas del poder, sería ese…

—Y sí… me volvió medio anarquista este tiempo solo, ¿viste?

—Un anarquismo suave, maternal y solidario.

—¿Podrá ser, che, flaco utópico?

—Y yo qué sé. Lo que presiento es que nada será igual, ni adentro ni afuera.

En el trabajo, ya, cada cruce con los otros abría la complicidad de la sonrisa, los papeles tenían fecha de dos meses atrás, cuando empezó esta tregua impensada, hasta que apareció la vacuna del parche, la que tenían todos en el brazo y que provocaba ahora la competencia de las bromas, para adivinar en qué piel había dibujado figuras más originales: del estupor a la broma, como un gesto humano que pretendía borrar sin decirlo el temblor pasado, el silencio por las ausencias que atronaban todo encuentro para dejar pasar la tímida esperanza del vivir, como se pueda, otra vez, en el extenso mundo nuevo.

Después que preguntó por el viejo Elías, a quien no vio en toda la mañana, se quedó pensando en las ausencias, en el modo en que casi todos se referían a “los que quedaron”, “los que no vinieron”, “los que no están”, sin acertar nunca con esos nombres sin nombres, como el que denunciaban las sillas solas y desnudas que se llevó Fernández, después de simular que limpiaba y acomodaba.

Las palabras viejas no terminaban de fugarse mientras apenas se escuchaba el murmullo lento de las palabras por venir.

Desde su sitio, Ariza prendió su grabador. Subió el volumen para que todos se den vuelta y lo miraran sin objetar. La canción repetía: “La lluvia borra la maldad y cura todas las heridas de tu alma, y esto será siempre así, quedándote o yéndote”. Todos comprendieron. El flaco utópico tenía que ser.

La cortina del ventanal mayor, elegante y discreta, bailaba apenas sin dejar adivinar si la movía la ínfima brisa de septiembre o el sol, que brillaba de nuevo entre las mesas. Mirándose, los muchachos sonrieron: en eso, al menos, la mañana era como las de antes.

Sergio G. Colautti

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