
Urbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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Las ciudades son pueblos grandes enraizados en la memoria de los ciudadanos. Su esencia se mantiene y crece y existe y se palpa en la cotidiana tradición que heredamos y es la marca que llevamos de nuestra ciudad personal.
De todas las ciudades que he conocido, siempre regreso a mi esencia. Esta que llevo en mi alma como un talismán encendido. Vamos construyendo en la cotidianidad de los años, muchas veces sin darnos cuenta, imperceptiblemente, la ciudad soñada. Por años la vamos buscando, nos convertimos en su amante. Arribamos anhelantes a las laderas de altas montañas, y, a más de dos mil metros, nos topamos con la aldea de Los Nevados, en los Andes venezolanos. El camino es empedrado, laberíntico y lleno de farallones y riesgosos acantilados. En llegando se ve, entre las abras de las montañas, el sinuoso río de Nuestra Señora de los Desamparados, donde antiguos castellanos instalaron sus trillas para elaborar el pan de horno. Hoy las viejas trillas se siguen moviendo al paso de tranquilas mulas y encallecidas manos de ancianos labriegos. De ese apartado y frío pueblo he guardado sus alturas y silencios para construir mi ciudad del alma. También un cuadro donde una virgen es Señora que preside la procesión de quienes la llevan, al atardecer, por los caminos montañosos, como divina presencia que protege y cuida, almas.
Un día desperté y, al abrir la ventana, estaba de vuelta en el sitio donde toda emoción tiene el sabor del agua dulce de sus ríos. Puerto Ordaz, la ciudad de entre ríos, es una lengua arenosa que se levanta entre el Caroní y el Orinoco. Uno nace en el cerro de la Neblina, sierra de Parima, en plena selva del Amazonas venezolano. El otro baja de las nubes llamándose Kukenán, y cambia de nombre para verter sus aguas en el Yuruarí, y forman la catarata del Salto Ángel. Luego sigue su curso por entre la selva hasta llamarse Caroní. Puerto Ordaz es la ciudad de la intensa luz, de un sol esplendoroso que hierve las aguas y cubre los humedecidos cuerpos de quienes la pueblan. Me quedan la luz del atardecer y la suave humedad de sus dulces aguas entre mis labios. El habla amorosa de quienes la habitan y la furtiva mirada de hermosas y gráciles mujeres, que despliegan sus azabaches cabelleras en medio de su erótico andar.
Vamos por la vida llenándonos de abrazos, de miradas y voces, de plazas, cementerios y mercados. De olores, sabores y saberes compartidos, y espacios que hemos encontrado en nuestro paso por la vida. También por aquellos lugares que nunca hemos conocido, y también de aquellas ciudades inventadas, soñadas y fantaseadas por poetas y pintores. He sido afortunado al saber que existió Ur, la milenaria ciudad en la legendaria Mesopotamia. También Van y Ubartu, donde los gatos con ojos de doble color duermen largas siestas. He sabido que en Bizancio hay un templo donde los gatos rondan por sus espacios y se confunden con los turistas. He soñado con la gata Gli, que sigue siendo, aun después de partir, la guardiana espiritual de la basílica, mezquita y museo de Santa Sofía.
He sumado a mi ciudad el intenso olor a los pinos de los bosques griegos y el sabor del vino artesanal, y la traslúcida y dulcísima uva de Corinto.
Mi ciudad tiene el cielo azul rizo del rey, tan semejante a los azulejos que existen en los zocos de Fez, donde los sabores del carnero se degustan cuando salen de los pozos ardientes que rompen los viejos cocineros, de entre las vasijas de barro crudo. También he degustado el queso de cabra con paprika mientras grababa en mi memoria los solitarios caminos bordeando las laderas del monte Olimpo. De esos caminos he sumado a mi ciudad el intenso olor a los pinos de los bosques griegos y el sabor del vino artesanal, y la traslúcida y dulcísima uva de Corinto, donde el Auriga sigue contemplando la eternidad con su misteriosa belleza. En Corinto, donde vivía la pitonisa, en silencio he preguntado por mi descendencia, y sólo pude sentir el estremecimiento cuando se contempla al Ave Fénix en su quietud. Tanto encantamiento y plenitud en un lugar donde Apolo tenía su templo y los amantes, viajeros, príncipes y reyes coincidían mientras la pitonisa a todos atendía.
Menciono también a Meteora, en el valle de mis hermanas brujas de Tesalia, donde los monjes construyeron en los altos morros sus monasterios. Hasta ahí fui para encontrar las sombras que cubren el día y la tarde del ángelus en la ciudad de mi alma. Los monjes continúan su laborioso trabajo de crear retablos con icónicos rostros dorados. Siguen los olivares en las orillas del mar Egeo moviendo sus ramas en mi ciudad. Las límpidas aguas de ese mar puro y celeste dejan su imperceptible sal en el gusto por el pan campesino que existe en este mi lugar sagrado, mi espacio sin tiempo y pleno de memoria, donde agrego la soledad de Belgrado, la ciudad blanca, mientras veía el Sava y el Danubio abrazarse en una sola corriente de agua larga y tan lejana como un deseo extraviado.
En mi ciudad duerme una calle y muros de casas que vi y toqué en las ruinas de la Villa de Santiago de Cubagua, sepultada en el mar Caribe, que tuvo escudo y pendón, y después la llamaron Nueva Cádiz de Cubagua. De esa ciudad del salitre guardo las perlas extraviadas entre lágrimas de viejos pescadores que vieron cómo el soldado-poeta, Jorge de Herrera, grabó en la pared de su casa, al decir de Juan de Castellanos, el primer poema de tema venezolano: “Aquí fue pueblo plantado, / cuyo próspero partido / voló por lo más subido; / mas apenas levantado / cuando del todo caído. / Quien examinar procura / varios casos de ventura / puestos en humana casta, / esto sólo le basta / si tiene seso y cordura”. En las cuevas de los conejos salvajes que todavía la pueblan queda el rumor de esos antiguos versos, como una ardentía que en las noches surge y es destello entre las aguas de esta mi telúrica ciudad.
La ciudad que habita en mí es silenciosa. Todas las noches paso debajo del Arco etrusco, donde termina la vía Ulisse Rocchi en la inmortal Perugia. Amo su silencio mientras el tiempo del invierno cubre con su niebla mis pasos. Perugia está poblada por un leve rumor que es vital como la sonrisa de quienes la habitamos, y es belleza y alegría de vivir, plenitud mientras se aprecia la comunión y la hermandad en la diferencia de hablas y lenguajes de todos los caminos recorridos. Mi ciudad es una Venecia que sigue creciendo mientras sus ciudadanos construyen islotes y puentes para encontrarse, para amparar sus miedos y la incertidumbre del mañana. Por eso prefiero la eternidad de vivir el presente, el gerundio infinito donde todo transcurre y todo encuentro es celebración. Así es mi ciudad, colmada de arte, donde Soto, Cruz Diez y el Lotto se permiten el encuentro en una inmensa plaza, despejada y colmada de abrazos. En el antiguo Café Florian, en San Marco, están sentados Borges y Díaz Rodríguez, Proust comenta con Monet il tramonto que enrojece la tarde veneciana. Llegan también Chaplin y Kafka tomados de la mano, mientras la cortesana más famosa de la Serenísima, la bella Verónica Franco, junto con la joven y santa Nefixa, patrona de las prostitutas y quien subió a los altares por acostarse con los pordioseros, llegan saltando y mostrando sus amplias sonrisas.
Todos ellos y otros más tienen cabida y, de hecho, moran en mi ciudad. Esta que llevo dentro de mí y es mi tesoro, donde el oro de los dioses lo traen gnomos, juglares y trovadores, de la laguna de Guatavita, en la ciudad de El Dorado, en las tierras mágicas de los muiscas. Mi ciudad la ilumina el relámpago del Catatumbo, y es una emoción contemplarlo.
Esta es mi ciudad, la que me inspira, la que nutre de temas mi escritura, y crece y se nombra y construye ciudadanía y civilidad, mientras habito en mi única matria; este idioma que me nombra, que es mi identidad y trascendencia, metáfora que abre sus puertos para recibir al eterno Ulises en su viaje cotidiano, que es huella de un mismo tránsito hacia la nada que somos. Intrascendencia, eternidad y olvido, triunfo y fracaso. Dolor, tristeza y alegría de un regreso al lugar del reposo, que es nuestra ciudad del alma.
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