
Viure i veure/1
Avel·Lí Artís-Gener, “Tísner”
Memorias
Editorial Pòrtic
Barcelona (España), 1989
480 páginas
“El comunismo era una simple razón de fe y estaba cargado de términos demagógicos”.
Avel·li Artís-Gener
Otra reseña inesperada y, además, sorpresa para mí puesto que no tenía a este comunista-republicano entre las referencias, siquiera de manera tangencial, de profesional de las ondas. Creo no haberlo visto reflejado en pretendidas historias de la radio en este oasis donde los nuevos investigadores, acreedores de la modalidad “papeles para todos”, ni lo han olido. Claro, tampoco podemos decir nada al respecto puesto que en mi larga trayectoria en este mundo especializado de la radio y los boletines diexistas de la piel de toro incluso, el par de veces que me lo encontré en el Ateneo, de la barcelonesa calle Canuda, tampoco salió este tema en las conversaciones.
Digamos que el republicano (reconoce que dio orden de fusilar a cinco paisanos en el frente aragonés, y no siempre se tienen las agallas para reconocer esos hechos que, a pesar de todo, debo considerar como reales y no una licencia literaria). Por otro lado leer este libro ha sido toda una sorpresa y múltiples sensaciones que, en determinado momento, se cruzan con Línea de fuego, otro libro dedicado a la incivil por parte del académico Arturo Pérez Reverte, una novedad que leí en los primeros tiempos de pandemia; justo un par de días antes de que saliera oficialmente a la venta ya lo tenía mi quiosquero.
Dicho esto, en ambos autores la trama esencial se realiza prácticamente en la misma zona bélica, el frente de Aragón. En uno se tratan los hechos de manera biográfica o memorias; en Línea de fuego todo es novelado. Pero tengo que colegir, a pesar de estar escrito en catalán, que Tísner me lleva más lejos en la apreciación de unos hechos. Vistas las distancias y las generaciones, me atrapa más que Pérez Reverte que, a veces, narra o novela como si estuviera ante el ejército de Pancho Villa. Dicho esto, reconocer que el lenguaje no es áspero (aunque se le escape algún fascismo por sus páginas, como si el comunismo no lo hubiera sido); sorprende esta facilidad de los totalitarios para clasificar a los otros de aquello que ellos mismos son. Seguramente se trata de la vieja técnica de señalar para que no se fijen en mí.
El personaje lo conocí una tarde en el Ateneo Barcelonés, por cierto una zona en que se desenvolvía como pez en el agua en la década de los treinta del pasado siglo, puesto que era la zona vital en la que se desarrolló toda su vida laboral antes de la incivil y narra hechos, en primera persona, que no siempre se han querido aclarar. Entre ellos el asesinato de los hermanos Badía en aquellos turbios momentos en que ERC/CNT/FAI tenían las riendas de cuanto acontecía en la Ciudad Condal. Viéndolo en perspectiva, y salvando las distancias, en cierta medida, se parecen como dos gotas de agua a lo que está sucediendo en este primer cuarto de siglo XXI, donde los vándalos tomaron las calles y las imágenes, dantescas, tras las elecciones del 14F, no parecen presagiar nada nuevo, aunque, ¿importa mucho sabiendo las veces que ha sucedido eso en la ciudad de los prodigios? Lo peor es la desfachatez de los políticos que creen que fomentando el caos será la mejor forma para alcanzar la gloria; seguramente, para algunos, puede significar un subidón de adrenalina, para la mayoría de los mortales que vivimos aquí sólo traen miseria y pobreza que tendremos que pagar ¿o tendrán que hacerlo los que todavía no han nacido?
Hecho este bosquejo, creo que a cualquiera que encuentre este libro, viejo, puede serle revelador. Digamos que de antemano sabía que encontraría algo para reír, ya que la primera obra de este autor que leí hace más de treinta años ahora está en la biblioteca de un gran amigo que estudió en Salamanca y luego operó durante algún tiempo en una de las prestigiosas clínicas de Barcelona, antes de regresar a su país, México, y ser uno de los grandes cirujanos plásticos que pasaron por la célebre Clínica Mayo de los Estados Unidos. En aquella ocasión fue Paraules de Opotón El Vell (Palabras de Opotón el Viejo), que a ambos nos hizo reír muchas horas. En aquella obra, mucho menos dura que la que hoy comentamos, noveló una ilusión, el descubrimiento al revés, o sea: Opotón sería el equivalente a Cristóbal Colón y llegaría a la península ibérica, concretamente a Galicia, y conquista esta vieja piel de toro. Las entradas hilarantes que provoca el idioma no dejan lugar a permanecer hierático. Algo de eso también tenemos en este Vivir y ver, pero mucho más espaciado. Por lo tanto es como una especie de sedante para desengancharnos de la dura realidad del frente que tanto dolor y sangre provocó como para ahora seguir reclamando honores por parte de los que, inopinadamente, perdieron aquella infernal contienda.
Tísner nos aporta algunas pinceladas sobre esa realidad: el idealismo o la juventud no son siempre la mejor manera de enfrentarse a un conflicto. Si, además, vemos los resultados que el comunismo trajo allá en donde se instaló, mejor será cerrar página. Y eso hacemos, nos vamos a los aspectos radiales que traduciré directamente del catalán y que espero guste a nuestros seguidores.
La tarde del viernes, 17 de julio, cuando preparaba el espacio radiofónico, me encontré con un puñado de noticias contradictorias que se referían a un alzamiento militar español en África y consulté directamente con el director Carles Capdevila respecto a si tendría que hablar o no y, tal vez, con qué tono. El hombre realizó una ojeada por el montón de telegramas que le había llevado y se decantó por la circunspección. Se respiraba una atmósfera muy cargada y divulgar aquella información, todavía no suficientemente comprobada, habría tenido efectos negativos. Difundían aquel espacio radiofónico cada tarde, a las 8:45, a través de Radio Barcelona, por medio de un puente telefónico entre la emisora y la redacción [recordemos que el autor era periodista en aquella época infernal]. El diario, instalado en un viejo y señorial piso de la Gran Vía esquina Balmes, en la misma casa que una terrible explosión desintegraría, tenía un cuarto de baño transformado, muy rudimentariamente, en locutorio radiofónico. Habían recubierto la venerable bañera e insonorizado artesanalmente para montar un estudio de radio, pero aquello devino en algo inclasificable, una mezcla entre sofá y mesa —sofá por la altura y mesa por la longitud—, y habíamos tapado las paredes con paño, que entonces disfrutaba de un gran prestigio como material aislante e insonorizador que, en aquellos momentos, me producía un resquemor y una gran duda: la voz en paño ¿es causa o efecto?, había, naturalmente, una mesa central con el micrófono en el centro, grande como una capacha y colgado de lo alto del techo con dos cables, a los lados de la mesa y el micrófono, Enriqueta a un lado y yo en el otro. La secretaria de Carles Capdevila, la bellísima, elegante y deportiva señorita Manyé —era una gran tenista—, hacía de presentadora: “Buenas noches, señores y señores. Aquí la redacción de La Publicitat. Comienza nuestro resumen diario de noticias”. A continuación se anunciaba la información local y entonces entraba mi voz. Daba lectura al material que había preparado aquella misma tarde. Desde la emisora nos encendían o apagaban diferentes bombillas y el micrófono también era gobernado desde el locutorio. Una de las luces era un rectángulo de color rojo, puesto en el pasillo, una sola palabra decía SILENCIO. Debajo había una cuartilla enganchada que decía: “El Tísner está radiante” y, algo más abajo, alguien había escrito “de satisfacción”, y en ese texto manuscrito era fácil de adivinar la letra y la guasa de Josep María Planes. Otra luz, de color amarillo, instalada dentro del improvisado estudio, era la indicación de hablar o cerrar la boca y nos mantenía en vilo; otra bombilla de color verde nos ordenaba hablar o enmudecer al apagarse. Órdenes que al cabo de los días cumplíamos a rajatabla, aunque deba confesar que los primeros días fueron caóticos y parecía que nunca dejaríamos de meter la pata, aunque nunca habíamos llegado al trágico extremo de Enrique Fernández Gual, compañero de la crítica artística que los nervios le hicieron equivocarse de luces y comenzó la lectura de sus cuartillas al encenderse la señal de preparados y entonces los oyentes escucharon únicamente las dos frases finales y la despedida. Radio Barcelona salió del paso con un puñado de anuncios —la letra era obra de Domènec Pallerola, el periodista que había popularizado el pseudónimo de Domènec de Bellmunt— y en los cuales se cantaban las excelencias de los productos: “Buenos días tenga, señor Cardona: la leche Letona para el desayuno”. “Ay, muchas gracias, gentil Ramona…”, y que llenaban los cielos, ya fueran en jingles radiofónicos, ya fueran en las voces de las lavadoras de platos que los disfrutaban y los repetían como si fueran canciones.
Aquel noticiario radiofónico diario motivaba una cierta envidia entre los compañeros más jóvenes del diario y algunos no lo podían disimular. La debían de originar diversos factores: el primero había sido, probablemente, la chispa de la popularidad que daba la comunicación por medio de las ondas hertzianas; otra, el privilegio de pasar veinte minutos cada día a solas con Enriqueta —de verdad, veinte minutos horriblemente estresantes, exprimidos por una faena cronometrada, exigente, que yo compartía con una chica lejana y mitificada por todos nosotros— y, puede ser, el último motivo el extra salarial que comportaba la radiación de noticias y su preparación.
A la noche, por radio y desde casa, escuchábamos cómo continuaba el aluvión de noticias contradictorias. Entonces se le añadían otras todavía más inquietantes: una emisora dijo que el general Franco —fuera o no fuese republicano, bien había prometido lealtad a la República- se había sublevado en las Islas Canarias y se aliaba con los rebeldes de Marruecos. Todavía a las doce de la noche, en el Palacio de la Generalitat, Lluís Companys diría a un grupo de personas estrechamente vinculadas con él que “nada sucedía que superase el control del gobierno”. Todos lo creyeron, desde el presidente al último ciudadano. ¿O puede ser que esto era un deseo y no una realidad? Como fuese, el tono que dominaba en todas las emisoras que podían captarse desde casa con nuestro receptor, más bien rudimentario, tenía el remarcable barniz de intrascendencia, que frecuentemente caracterizaba las emisiones nocturnas, en las que solía dominar la frivolidad.
También alrededor de la media noche, cuando íbamos a entrar en el domingo diecinueve de julio, clavaba mis ojos en la maleta con la sospecha, que crecía a la vista de todos como si fuese una proyección de una película experimental, de que no la haría servir. Mi avión no amerizó en el puerto de Barcelona. ¡Éramos unos inocentes! ¿Quién podría imaginarse que detrás de todo aquello había una monumental conspiración internacional y que la compañía aérea italiana, bien enterada de todo ello, cancelaba aquel vuelo ya desde el inicio, en el trayecto Génova-Barcelona?
No era necesario que fuese al puerto con mi maletita. A las cuatro o cuatro y media ya tampoco valía la pena poner la oreja en la radio: la información llegaba directamente de la calle, de primera mano. Por todos lados se sentían tiros de fusiles y ametralladoras subrayados, de cuando en cuando, por el sonido de cañonazos. Nosotros vivíamos en el chaflán de las calles Rocafort y Tamarit, a cuatro pasos del Paralelo, camino —venturosamente frustrado— de una de las unidades militares establecidas en Barcelona y sublevadas” (pp. 23-25).
Acabo de explicar que La Publicitat tenía establecido un acuerdo con una emisora de radio; aquello era algo formidable, un ensayo de cooperación entre dos medios de comunicación prefiguradamente antagónicos. El viejo malentendido todavía subsistió hasta la actualidad y diríamos que, fiel a la norma, es necesario que los vehículos sean rivales y que, además, los adversarios se odien.
Aquel modesto ensayo de La Publicitat —Radio Barcelona ponía de manifiesto que los diarios y la radio no solamente no se habían de enfrentar, sino que se podían ayudar y complementar. Radio y prensa —ahora tendríamos que añadir la televisión— tienen virtudes y defectos (p. 25).
Respecto a orientarnos, a indicarnos dónde podíamos hacer falta, tampoco nos podía satisfacer. Y aquellas armas que llevaba eran para unos compañeros que lo esperaban allí mismo, en Radio Asociación (p. 32).
La jornada del domingo 19 de julio se había acabado para los hermanos Artís-Gener. Y la pistola-trofeo no había disparado ni un solo tiro.
En vano escuchamos muchos durante todo el día, cada vez más espaciados, y no encontrábamos ni una sola emisora de radio que nos explicara lo que pasaba. La información total y fidedigna no llegó sino al cabo de muchos días (p. 33).
El martes 14 de julio, cuando Enriqueta Manyé y yo nos disponíamos a ir hacia el locutorio para nuestra transmisión diaria, mi gran amigo Marian Foyé, el piloto aviador yerno del director, me preguntó:
—¿Cuando acabes ya te vas para casa?
—Sí.
—Te llevo yo. ¿Hecho?
Hecho, Foyé-Gras (p. 60).
Mi ángel de la guardia estaba sentado en el recibidor con las piernas entrecruzadas y leía el diario. Le dije que había quedado con Foyé que él me llevaría a casa al finalizar la transmisión y que por consiguiente se podía ir ya que aquella noche no había de salir de casa. Acordamos que al día siguiente fuera a Tamarit-Rocafort a las siete y media, repetiría el señor Tísner, giró la cabeza hacia Enriqueta que se iba.
Ella y yo pasamos a nuestro espacio radiofónico. Había iniciado unas obras de mejora del antiguo cuarto de baño convertido en locutorio radiofónico y habíamos levantado todo lo que habíamos colocado en la bañera que mostraba una antigua sedimentación, ahora ya convertida en una buena capa de barro. Mientras yo leía, Enriqueta rascaba los restos con una espátula y trazaba dibujos que dejaban un rastro blanco. Sin alterar el tono de voz, como si formara parte del texto que leía, intercalé una pregunta inesperada: “¿Cómo va la pesca, Enriqueta?”. A mi compañera radiofónica le dio por reír y se encogió toda ruborizada, literalmente enroscada sobre sí misma, con el objetivo de controlar la explosión de risas; estaba realmente admirable. Yo maldecía, quería continuar con el tono de voz natural, pero dentro de mí también me estaba muriendo de risa, no por mi broma, sino por la inesperada reacción de Enriqueta. Finalmente ambos soltamos una gran carcajada sin haber tenido tiempo de cerrar el micrófono. Tardé unos segundos en volverlo a encender, más o menos tranquilo y satisfecho de haber llegado al último folio mecanografiado (pp. 60-61).
La faena fue colocar los otros cinco caballos. El jefe de Estado Mayor de la Brigada, Ráfales, era un técnico radiofónico gallego formado en Madrid (p. 464).
A disfrutar de la lectura y a gozar de la vida mientras ésta nos deje un poquito de aliento. Y un consejo para los historiadores de la última hornada que se conforman con obras anteriores y que apenas, en muchos casos, visitan la hemeroteca. Cualquier trabajo sobre la incivil tiene que comportar una profunda investigación sobre la prensa del momento, siendo cautos en su uso y dosificación. Hoy, en muchos casos, aún lo tenemos más fácil, puesto que no siempre será necesario acudir a las bibliotecas pues muchas veces los fondos están digitalizados y disponibles en la red. Eso sí, es necesario un gran cribado y extraer aquello que va bien para el fin que perseguimos. No hay que dejarse intoxicar, ni mucho menos tomarlo al pie de la letra y, como remedio, siempre la correspondiente cita bibliográfica y que de esa manera cada palo aguante su vela.
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