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Austerlitz, de Winfried Georg Sebald

sábado 1 de octubre de 2022
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“Austerlitz”, de Winfried Georg Sebald
Austerlitz, de Winfried Georg Sebald (Anagrama, 2019). Disponible en Amazon

Austerlitz
Winfried Georg Sebald
Novela
Editorial Anagrama
Barcelona (España), 2019
ISBN: 978-3446264526
424 páginas

“Si el pueblo desconoce su pasado es vulnerable a las mentiras del presente”.
Geoffrey Regan.

Cansado de los pseudoescritores le hinqué el diente a este gran escritor alemán que falleció poco antes de que esta novela viera la luz. Sin duda un gran maestro, un gran profesor y un gran relator (aunque nada tenga que ver con el invento del guapito para solucionar el tema del oasis) que nos dio varios días de feliz lectura y de hurgar en nuestros mismos recuerdos aunque en épocas diferentes.

Se trata de un relato prácticamente sin puntos y aparte (a veces, como si te invitara a respirar, tiene unas viejas ilustraciones para hacer más creíble su historia e, incluso, uno podría colegir que es una biografía porque encajan cantidad de cosas en esa novela de vértigo que narra una etapa no muy gloriosa de la vieja Europa y que 75 años después parece que a nada nos llevó porque ya andamos otra vez con las “peleas” de gallos o de chulitos ignorantes que quieren pastar a costa de nuestro esfuerzo, y la política parece ser la mejor opción para esa gente que, muchas veces, sin oficio ni beneficio, se aparcan en la poltrona y ¡hala!, a vivir que son dos días. Nada de lo que se había dicho en la campaña electoral se respeta y, encima, se cachondean cuando se hacen con las poltronas a las que se adhieren como lapas: no hay manera de que se bajen y, si alguno se baja, es un drama) en donde a través de un personaje que a mí siempre me llevaba a la estación ferroviaria homónima de la capital francesa, nos va metiendo en la problemática que se desata en la década de los treinta del pasado siglo y finaliza hacia finales de siglo en Suráfrica, no por casualidad, sino por necesidad: había que buscar refugio en donde fuera para tratar de sobrevivir a la barbarie y, entonces, África del Sur era un paraíso en comparación a como se encuentra ahora por obra y gracia de los necios que piensan que el problema es el color y no la capacidad y el sacrificio.

Y como escribiera el gran literato surafricano Coetzee:

El gran tema de Sebald es la memoria y la carga de la memoria. Como todos sus personajes, su narrador omnipresente, lo llamemos o no “Sebald”, es un melancólico, y la raíz de esa melancolía común, la del narrador y de los personajes, es la historia de Europa del siglo XX, una historia sobre la que se cierne la alargada sombra de Alemania y de la suerte de los judíos europeos. Todos se ven desgarrados internamente entre, por un lado, una autoprotectora necesidad de bloquear un pasado doloroso y, por otra, una búsqueda ciega de algo —no saben qué— perdido.

Digamos que Sebald no es precisamente uno de los autores fáciles de leer y a ello le añade ese río, continuo, de la escritura sin descanso, un relato que te deja enganchado y que necesita concentración. Si además encuentras pasajes o lugares por los que has estado, entonces ya no deseas dejar ese libro de casi trescientas páginas en las que pocas cosas hay que desentonen. De hecho sólo encontré una fecha que no cuadra con la historia, sin duda un baile de números o un simple despiste a la hora de teclear la versión en español; en la página 156 dice “en mayo de 1993” cuando en realidad es 1939. Por lo demás, un buen trabajo del autor alemán y de su traductor Miguel Sáenz.

Y ahora vayamos a la parte que nos interesa para esta serie de la radio en la literatura. Hay unos cuantos párrafos de interés y, desperdigadas, numerosas referencias a Petrin, que es la colina en la que se halla la famosa torre de radiotelevisión de Praga, que tiene bastante parecido con la famosa torre de París. Paseos por esa preciosidad de colina, las referencias al barrio judío de Praga o incluso las instituciones que visitaba Austerlitz, te hacen reflexionar y descansar al dejar ir tu memoria a aquellos fantásticos recuerdos de tu primer viaje a Praga y la presencia en la tribuna de invitados para aquel fantástico primero de mayo que nunca se olvida. Curioso, en aquella época de escasez, había concursos que te permitían ciertas cosas; hoy hay alienación y no queda tiempo para el dichoso trabajo bien hecho, por no decir todos los recursos para mí y mis secuaces, demostrando que la voracidad de la especie, del bicho humano, no tiene límite o, como dirían en mi pueblo, “no tienen hartura” —léase con hache aspirada para hacerlo más jameño.

Y ahora sí, ahora toca ir al capítulo de la radio en Austerlitz.

Reinaba el silencio en la librería y sólo de la pequeña radio que Penélope, como siempre, tenía a su lado, surgían voces suaves, y esas voces, al principio apenas perceptibles pero pronto para mí sumamente claras, me cautivaron de tal modo que olvidé totalmente las hojas que tenía ante mí y me quedé inmóvil, como si no pudiera perderme ni una de las sílabas que salían de aquel aparato, un tanto chirriante. Lo que oí fueron las voces de dos mujeres que hablaban entre sí de cómo en el verano de 1939, siendo niñas, las habían enviado a Inglaterra en un transporte especial. Mencionaron toda una serie de ciudades —Viena, Múnich, Danzig, Bratislava, Berlín—, pero sólo cuando una de las dos comenzó a decir que su transporte, después de un viaje de dos días a través del Deutsche Reich y de Holanda, donde habían visto desde el tren las grandes aspas de los molinos de viento, había sido con el transbordador Prague de Hock a Harwick, por el Mar del Norte, supe, sin lugar a dudas, que aquellos recuerdos fragmentarios eran también parte de mi vida. Estaba demasiado asustado por la súbita revelación para anotar las direcciones y números de teléfono al final del programa. Me veía solo aguardando, en un muelle, en una larga fila doble de niños que en su mayoría llevaban mochilas o carteras (pp. 143-144).

 


 

Junto a la cama había una pequeña caja de Château Gruaud-Larose, con su escudo negro grabado a fuego y, sobre la caja, el resplandor suave de una lámpara, un vaso, una garrafa de agua y una antigua radio en una caja de baquelita marrón oscuro (p. 167).

 


 

Antes de acostarme, encendí la radio que estaba junto a mi cama, sobre la caja de Burdeos. En su cuadrante, iluminado y redondo, aparecían los nombres de las ciudades y estaciones con las que, en mi infancia, relacionaba las más exóticas ideas: Monte Carlo, Roma, Ljubljana, Estocolmo, Bermünster, Hilversum, Praga y otras. Puse el volumen muy bajo y escuché un idioma para mí incomprensible que desde gran distancia, se esparcía por el éter, una voz de mujer que a veces se hundía entre las olas, luego emergía de nuevo y se cruzaba con el juego de dos manos cuidadosas que, en algún lugar desconocido para mí, me movían sobre el teclado de un Bösendorfer o un Pleyel, produciendo fragmentos musicales que me acompañaron hasta muy entrado en el sueño, creo que de El clave bien temperado. Cuando me desperté por la mañana, de la rejilla de latón de apretada malla del altavoz sólo venía un débil ruido de fondo y una especie de arrastrar. Poco después, en el desayuno, cuando me puse a hablar de la misteriosa radio, Austerlitz dijo que él tenía la opinión de que las voces que, al comenzar la oscuridad, atravesaban el aire y de las que podíamos captar muy poco, tenían, como los murciélagos, su propia vida, que rehuía la luz del sol. A menudo, en sus largas noches de insomnio de los últimos años, las veía al oír a las locutoras de Budapest, Helsinki o La Coruña, seguir muy lejos sus caminos zigzagueantes y deseaba estar en su compañía (pp. 167-168).

 


 

En la radio se precipitaban las noticias que daban los locutores con un tono curiosamente agudo, exprimido de la garganta, de los éxitos innegables de la Wehrmacht, que pronto ocuparía todo el continente europeo y cuyas campañas poco a poco, con una lógica aparentemente aplastante, abrían a los alemanes la perspectiva de un imperio, en el que todos, gracias a pertenecer a aquel pueblo elegido, seguirían la carrera más brillante (pp. 178-179).

 


 

A finales de otoño de 1941, creo, dijo Vera, que Agáta tuvo que llevar al llamado Centro de Entrega Obligatoria la radio, su gramófono, con los discos que tanto quería, sus prismáticos y gemelos de ópera, los instrumentos de música, sus joyas, las pieles y el guardarropa que había dejado Maximilian (p. 178).

Y hasta aquí lo más destacado sobre la radio. En algún caso nos está narrando el comportamiento de la onda media que con la llegada de la noche permite captar estaciones sumamente lejanas y que al levantar el alba desaparecen. Incluso durante la noche cerrada se van viendo desaparecer algunas de ellas y en el mismo punto salen otras. Recordemos que en la época la radio no funcionaba las veinticuatro horas del día y, en el continente europeo, casi todas las estaciones eran de titularidad pública, o sea: de los gobiernos que ejercían un control sobre sus operaciones radiales. Personalmente me quedaba muchas noches para escuchar las emisiones de Monte Carlo y Luxemburgo, o incluso la del Sarre o Europa número 1 con un tipo de música que en los años sesenta/setenta no era habitual en España, mucho menos en mi provincia de nacimiento: Granada. Las emisoras del Este eran una delicia por la música clásica que divulgaban; especialmente excepcional era la recepción de Praga y Budapest, una joya para los oídos.

También el personaje central de la novela, sin saberlo, estaba realizando esa maravillosa afición del mundo de la radioescucha, y quién sabe si Sebald fue un amante de las tarjetas QSL o simplemente se dedicaba a escuchar la radio y a disfrutar, e imaginamos que a soñar con esas ondas voladoras que cada vez escasean más y en donde la concentración de medios está acabando con infinidad de estaciones y, en muchos casos, desmontando los sistemas públicos de radiodifusión que tanto hicieron para cohesionar al continente y llevar libertad a lugares en donde no siempre existía esa posibilidad.

Juan Franco Crespo
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