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Noches valentinas o el olvido de los clásicos

jueves 12 de noviembre de 2015
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Hay que vivir con la gente más apacible y complaciente y la menos angustiosa y puntillosa; las costumbres las tomamos de los que conviven con nosotros, y lo mismo que ciertas taras se transmiten por el contacto físico, así el espíritu contagia sus males a sus vecinos.
Séneca, Sobre la ira

Nunca tuve una relación especial con aquel profesor. Me gustaban mucho sus clases, desde luego. Y nuestras relaciones en el aula fueron tan cordiales como fructíferas. Pero no fui de aquellos que iban a visitarlo a su casa, o se reunían con él cada cierto tiempo. No lo hice por una mezcla de timidez, y de no ir a donde no se me había invitado explícitamente. Quizás por no molestarme, en aquella época era ya un tanto arisco y solitario, tampoco hubo ninguna invitación directa por parte suya. Por todo eso me llamó mucho la atención que, en los días finales de su vida, cuando hacía años que no nos veíamos, preguntara por mí, y le rogara a quienes todavía lo frecuentaban que no dejara de visitarlo yo.

Por primera vez en mi vida fui a su casa. Me acompañó un viejo condiscípulo, pues su malhumorada hija no le abría la puerta más que a los médicos o a aquellos, muy íntimos, que todavía reclamaba su padre. A mí la hija no me conocía de nada; pero al verme acompañado por una cara amiga me dejó entrar. Hecho esto mi compañero se despidió.

Vaya usted a cualquier bar o restaurante durante una comida o cena: la televisión conectada, la gente hablando a gritos, aquel soltando enormes carcajadas, el otro arrastrando la silla al levantarse…

Siempre me llamó por mi segundo apellido. Se acordaba del mismo. Me tendió una mano, suave y fláccida, y me dijo que me sentara frente a él. Lo hice. Estábamos a finales de mayo. Ya comenzaba a hacer calor, pero aun así el viejo profesor cubría sus piernas con una manta. Llevaba una chaqueta de pana, y una bufanda alrededor del cuello. La hija del profesor, como si fuéramos a dar una larga charla, dejó en el centro de la mesa una bandeja con una jarra de agua, dos vasos y un cubitera. Me llené el vaso de cubitos.

—Llevo varios días —me dijo el profesor— recordando aquella vieja cena que hicimos unos compañeros en un bar. ¿Le gusta a usted cenar en bares y restaurantes?

—De vez en cuando, pero no mucho.

—Siempre lo he sospechado. Es usted, o al menos lo era, excesivamente callado. Habla muy poco. Y para cenar en esos sitios hay que tener una voz mucho más potente que la suya; hay que saber interrumpir a quien habla, y saber dirigir los oídos a donde interesa. Y por supuesto ser un tanto alegre y dicharachero. Caso contrario, nadie le hará caso. Y se aburrirá.

—No son esas mis virtudes.

—Ya lo sé. Ni tampoco las mías. Me he visto obligado muchas veces —me contó— a cenar y a comer fuera de casa. Y rara vez he aguantado en cualquier restaurante hasta los postres. ¿Se acuerda usted del latín? ¿Recuerda aquello de ab ovo usque ad mala? Pues por mí las manzanas siempre estaban de más —me dijo soltando una leve risita—. Y a veces —me confesó con un leve brillo en sus ojillos— hasta el segundo plato. Me solía marchar en cuanto podía —susurró como si me confesara alguna picardía.

Estaba un tanto perplejo. No sabía a dónde quería ir a parar mi anciano profesor con aquella historia. No tenía mucho sentido para mí que me contara aquello después de tantos años sin vernos.

—¿Sabe? Cuando yo era joven y pobre, la mejor época de mi vida, a veces no tenía dinero ni para libros. En mi pueblo no había ninguna biblioteca pública. Terminar un libro me producía verdadero dolor, pues me quedaba sin nada. No puedo vivir sin leer… Muy a menudo me entretenía leyendo los catálogos de los libros publicados que aparecían al final de cada uno de ellos. Con algunos títulos se me disparaba la imaginación. Otros me los apuntaba para comprarlos en cuanto pudiera, pues me gustaban o resultaban atractivos. Un título que se me quedó grabado fue Noches áticas, de Aulo Gelio.

—No lo conozco —dije por decir algo.

—Pues debe leerlo, debe leerlo —dijo descargando un débil puñetazo sobre la mesa. El agua de la jarra apenas si se inmutó.

—Por esas vueltas que da la vida —continuó el profesor— no leí aquel libro, aun cuando ya tenía dinero suficiente como para comprarlo, hasta muchísimos años después. Imagino que me dedicaría a otros libros mucho más relacionados con mis estudios, y mis más inmediatos intereses.

Me pidió que le sirviera un vaso de agua. Lo hice. Bebió con mano temblorosa y continuó enseguida.

—¿Usted cree en las casualidades? —me preguntó mirándome fijamente.

—No sabría qué decirle, no lo sé —dije sintiéndome un poco estúpido—. No todo en la vida tiene por qué ser racional.

—Tal vez. Quizás el problema es que yo soy ya excesivamente mayor; y en mis horas de ocio, todas, tejo y destejo mi vida como una tela de Penélope: al final de un día parece un tapiz entero y coherente; pero a altas horas de la noche, desasosegado, me percato de que algunos hilos han quedado colgando, fuera de la obra, y que hay que encajarlos en aquellas figuras, que, entonces, se transforman y convierten en otra cosa totalmente distinta. Es una locura.

No supe qué responderle. Sí, a veces parece que toda nuestra vida es una pura fantasía.

—Unas navidades un grupo de profesores se empeñó en que fuéramos a cenar a un bar. Yo era un recién llegado, y me supo mal no aceptar la invitación. No se puede imaginar lo mal que lo pasé. Cenamos en un restaurante abarrotado de gente. Y ya sabe lo que eso supone: gritos, risas para demostrar que uno se está divirtiendo mucho, un calor sofocante, pese a las fechas, humazo de cigarrillos y puros, en aquella época se podía fumar en los espacios públicos, una televisión conectada, y el incesante ir y venir de camareros, pidiendo a voz en grito los diversos platos. Y por si esto fuera poco, me tocó de vecino un profesor que quería triunfar en el mundo de la música: se pasó la noche, tras la cena, a mi lado, rasgando la guitarra y lanzando gritos en algo parecido al inglés. Mi vecino de la izquierda, además, estaba empeñado en una conversación de altos vuelos que, allí y a aquellas horas, estaba fuera de lugar. Tenía que hacer tantos esfuerzos para entender lo que decía, que decidí desistir. Me levanté varias veces fingiendo ir a un lugar que no necesitaba; pero en el que, cerrando la puerta, y no siendo muy escrupuloso, se podía estar con relativa tranquilidad. Allí me tomé la tensión, es un decir, y me percaté de que estaba muy alterado. Cuando salí, a la tercera fue la vencida, dejé sobre la mesa varios billetes, y me despedí inventándome la historia de que tenía que coger no sé qué tren o autobús. En la calle, donde hacía frío, fui el hombre más feliz del mundo: no había ni un alma, ni un coche. Lloviznaba. Un maravilloso silencio se había adueñado de aquellas calles, o, al menos, así me lo parecía a mí. ¿Qué le parece?

—No sé. ¿Qué quiere que le diga? Si no le apetecía estar con sus compañeros —dije en tanto tontamente— hizo bien en marcharse. La vida es demasiado corta como para andarse con tanto convencionalismo…

—Sí, tiene razón. Una cosa es la educación y otra bien distinta estas zapatetas del demonio. Si se puede evitar el dolor, aguantarlo no es estoicismo sino masoquismo… Pues bien, poco después, digamos que por casualidad, cayó en mis manos cierto libro, una antología de textos latinos. Y allí me tropecé con un capítulo de aquel libro del que me había enamorado por su título, Noches áticas, ahora en latín, Noctes atticae. Para mi sorpresa lo entendí bastante bien. En ese capítulo seleccionado, Gelio habla de cómo debe ser el banquete, convivium, ideal: del número de invitados, de la disposición de los mismos, de las conversaciones que deben mantener, de las bebidas, etc. Es decir leí todo lo contrario a lo vivido aquella noche de navidades, y otras muchas que le siguieron.

Se me iluminó entonces la mente. Y recordé una vieja clase con el profesor.

—Sí, recuerdo —le dije— que en una clase nos leyó ese capítulo. Pero lo leyó en latín, y yo no lo acabé de entender.

—Me percaté cuando usted me preguntó si el artículo de Larra, “Un castellano antiguo”, tenía algo que ver con el texto de Gelio. No, Gelio no habla, creo, de los malos modales en la mesa, de la mal llamada campechanía. Habla del ambiente, de cómo pasar una noche agradable con personas educadas. Si quiere tenerlo más claro, vaya usted a cualquier bar o restaurante durante una comida o cena: la televisión conectada, la gente hablando a gritos, aquel soltando enormes carcajadas, el otro arrastrando la silla al levantarse…

Hizo una pausa. Todo aquello parecía producirle un excesivo horror. Volvió a beber agua, se reclinó en su butaca, y prosiguió:

—Me hubiera gustado mucho que hubiese venido usted a nuestras reuniones. No por los temas que tratábamos, que era lo de menos, sino por cómo lo hacíamos. Yo me empeñé, hasta donde me fue posible, hacer de ustedes personas educadas. ¿Sabe? Me imagino que se lo habrán dicho sus compañeros, pero antes de comenzar cualquier reunión aquí en mi casa leíamos el capítulo de Gelio, y unas leyes o mandamientos que teníamos que cumplir a rajatabla. Los más importantes eran tres: no se permiten las carcajadas, levantar la voz, ni, lo más importante, interrumpir a quien está hablando. Y mucho menos, añadí yo poco después, el que el de la esquina norte de la mesa hable con el de la esquina sur, cruzando palabras como si fueran sables. Y por encima de las de quienes están en el centro que hablan con quien les peta, y perdón por la expresión.

—¿Y consiguieron —le pregunté un tanto asombrado— cumplir con esas reglas a rajatabla?

Se repantigó en su butaca. Una enorme sonrisa de satisfacción iluminó su rostro.

—No veo nunca la televisión —me confesó—, pero un día vino un compañero suyo con un lápiz electrónico y un ordenador. Me puso un programa en el que había participado uno de sus compañeros. Era un programa en el que un periodista preguntaba a varias personas… A mi querido alumno lo interrumpieron dos veces. A la tercera, se ve en la grabación, se quitó el micrófono y se fue. Dijo que no estaba acostumbrado a los gritos y a las faltas de respeto.

—Supongo que no ganaría las elecciones.

—No se presentaba a ninguna.

—Entonces hizo bien. En este país la virtud y la política son dos cosas totalmente distintas.

—Sí, pero eso nos está alejando de nuestro tema. Maiora canamus. Siento que no participara en aquellas reuniones. Lo siento de verdad. Y por eso mismo he querido regalarle a usted el libro de Gelio. Pero no quiero que me malinterprete. Recuerde lo que siempre decía en clase, quod natura non dat, Salamantica non praestat. Desde ese punto de vista a usted no le hace falta. Pero se lo quiero regalar.

Tenía el libro sobre la mesa, envuelto en un fino papel de regalo.

—El que no viniera a las reuniones no quiere decir que no sepa mantener un diálogo sin interrumpir a nadie.

—Me lo acaba de demostrar, pero lea el libro.

Me lo alargó y lo cogí.

—Le recuerdo que no sé latín.

—Pero todavía es joven, y puede aprenderlo. Vale la pena para acceder a las palabras de las Noches áticas. Qué nombre más precioso. Qué bello.

Y diciendo esto me tendió la mano. Intuí que estaba pensando que nunca más nos volveríamos a ver. Aquel era su legado. Y era el mejor legado que podía dejar un verdadero maestro. Sit tibi terra levis.

Vicente Adelantado Soriano
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