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Bajo el sol de Dubái

martes 8 de noviembre de 2022
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El corazón tiembla como una pantaleta olvidada en el alambre durante un día de ráfagas.
Enza García Arreaza

La última vez que nos vimos recuerdo haberle preguntado por unos símbolos tatuados en su cuello, tres centímetros debajo de su oreja derecha. Me respondió que significaban “luz divina” escrito en hebreo. Sospecho que es capaz de despertar lujuria en los hombres imaginar que besan su marca mientras le aprisionan las tetas. No miento, acaba de entrar al restaurant y el mesero que la recibe realiza una figura cóncava con su mano derecha, por un segundo disfruta la estadía en el paraíso una vez se embolsa el par de bubis en sus manos ágiles en llevar de aquí para allá las bandejas con las órdenes solicitadas.

Realza su atractivo con sus gafas oscuras. Mi corazón se acelera como un potro liberado en plena llanura. Mi lengua se convierte en un tornillo infinito y tengo que esperar varios segundos para volver en mí. Mientras sucede esto disimulo llamando al mesero y asumo una posición de que todo está bajo mi férreo y cuasi fingido control. Sonreía. Sacó su teléfono de la cartera y procedió a apagarlo. Yo hice lo mismo. Luego guardó sus gafas oscuras y se colocó aquellas con las que pretendía corregir su leve miopía y le conferían un aire de mujer intelectual y misteriosa.

Superado el estado de éxtasis por tener a Alicia frente a frente pasé a invitarla a tomar la carta. Un buen vino blanco nacional serviría de entrada a los manjares del mar que vendrían después: turbante de mero al chef y parrilla de mariscos al ajillo. Los temas familiares quedaron a un lado, la política también. Nos entretuvimos entre lo superfluo y lo banal para luego pasar a un tema poco deseado pero casi obligatorio:

—¿Cómo va la universidad?

—Bien.

—¿Bien?

No tuve más remedio que reclinarme en la silla y pedirle otra botella al mesero de manos cóncavas.

—Las materias, excelente. Caracas, de maravilla. Salgo con un compañero de clase y con un profesor, de entrada un poco confuso pero hasta la fecha he salido airosa de algún percance o escena de celos.

En el momento no supe qué responder, bebí de golpe el vino en mi copa y la llené nuevamente con lo que quedaba en la botella.

—¿Por qué pones esa cara? —Alicia esperaba alguna explicación por mi actitud nerviosa.

De imaginarla en brazos de un joven rápido y brioso y un viejo barbudo que le debe besar hasta los divertículos del colon ascendente no tuve más remedio que reclinarme en la silla y pedirle otra botella al mesero de manos cóncavas.

Solicitó permiso para ir al baño. Aproveché para deleitarme con el ligero bamboleo de sus niñas mientras se levantaba de su asiento sin ignorar el impulso de varios comensales de voltear a verla. Las imágenes de los amantes de Alicia pude ahuyentarlas escuchando la versión acústica de Otherside, uno de los tantos éxitos de Red Hot Chili Peppers. Nada como aquellos tiempos con Scar Tissue, Californication y Around the World. Estudiar y beber alcohol, cumplir con los informes y libar alcohol, aprobar todas las asignaturas y devorar todo el etanol del mundo.

A su regreso descorchamos la siguiente botella, ella dijo que ya era suficiente pero yo no lo consideraba así. El efecto del vino me hacía girar el techo y estremecer las paredes. Su sonrisa disimulada me provocó una erección imposible de controlar.

Los temas de conversación se fueron sucediendo, como había dicho anteriormente, sobre tópicos sin trascendencia.

Sentí un escalofrío cuando vi levantar su mano y pedir otra botella de vino al mesero de manos cóncavas y lengua bífida. Muy diligente hizo el descorche sin quitarle los ojos de encima.

—El motivo de este almuerzo —se acomodó en su asiento y bebió un trago con finura— es informarte de primera mano que la próxima semana me voy del país.

El escalofrío pasaba a convertirse en un alud de nieve. Por mi rostro lívido pudo adivinar el estado de sorpresa en que me encontraba. Dos años de intenso idilio hasta que se marchó a Caracas. Luego de esa amarga despedida la tuve en mis brazos hace apenas dos meses donde disfruté de ese cuerpo transformado. Ahora lo que más deseaba era repetir esa experiencia una y otra vez, pero la noticia de su viaje no tenía maneras de asimilarla.

Juan José Pedrique, antiguo compañero del liceo, se acercó hasta la mesa; lo saludé y conversamos lo necesario, realmente no tenía cabeza para tocar otros asuntos. Lo noté pasado de tragos, por lo que no tuve más remedio que decirle que me encargaría de llamarlo al día siguiente para planificar una tarde y así rememorar viejos tiempos.

—Continúa, soy todo oídos, aún no estoy convencido de que éste es nuestro último encuentro. Me dejas sin aliento —le dije sin desparpajo, con voz quebrada, una vez terminaba de vaciar mi copa por enésima vez.

—Así como lo oyes. Armando, mi novio, me hizo la propuesta formal de matrimonio con el fin de acompañarlo a Dubái. Sus padres están ligados a grandes inversiones en el campo de la construcción y pronto se estarán embarcando en el proyecto de sus vidas.

—¿Te vas sin ningún remordimiento? Digo, por todo lo que implica tu vida en este país —estaba tratando de quemar un cartucho de reserva, apelar al apego y a la nostalgia.

Con esto mato todos los pájaros que me incomodan de un solo tiro.

—No me voy en plan de escape, amo a mi país y todo lo que ello involucra, pero no sé si me has comprendido —hizo un gesto de desgano, juntó las palmas de sus manos y tomó aire—. No puedo dejar pasar esta oportunidad y con esto mato todos los pájaros que me incomodan de un solo tiro.

—¿Pájaros? —sentí temor al verme involucrado en semejante club.

—Sí, Rodríguez, mi profesor de la Central y tú. No me dan tregua. Necesito mi espacio. No más fantasías ni más turbulencias.

Rígido, así estaba. No esperé de Alicia este tipo de reproche. Ese tal Rodríguez también se la estaba gozando de lo lindo y en pleno proceso de cambios. La mariposa era prácticamente suya, por lo que sentí un fuerte hervor en la sangre.

—¿Viste los fuegos artificiales con que despidieron el año en Dubái? —dibujaba ahora un rostro infantil, el que realmente me llegó una vez a pertenecer; lo decía a modo de cambiar la conversación porque lo anterior estaba finiquitado. Deseaba alejar de ella todo lo que implicara algún tipo de incomodidad.

—Sí, vi algo por las redes, aunque estos días han sido muy ajetreados —no tenía más remedio que asumir mi barranco—. Bueno, si de efecto diáspora hablamos, sería algo más temporal, te aseguro que al cambiar las reglas del juego la mayoría estaría de regreso. Es un tema muy controvertido. ¿No estaría bajo ese efecto Grace Kelly cuando aceptó a Rainiero en matrimonio? ¿O Gardel y Cortázar, que eran argentinos y nacieron y murieron en otros países? ¿O Rodolfo, quien viendo la situación en que se encontraba Mimí no la tomaría y se la llevaría a un mejor sitio en La Bohemia? —no sabía qué decir, al parecer el alcohol me estaba haciendo efecto, ya debía cerrar el tema, me apresuré en llenarle la copa.

—Y descuida, no hay resentimientos, me llevo los mejores recuerdos —Alicia se tornaba más relajada, como si se hubiese quitado un peso de encima.

—¿Podemos escaparnos las próximas dos horas? Cerca de aquí hay un hotel estupendo —la imperiosa necesidad de sentirla por última vez me llevó a cometer una de las peores imprudencias en mi vida.

—No.

Fue su respuesta. Quizá el epílogo más breve en la historia de los romances prohibidos. El fracaso transformado en pared de hormigón. Una caída intempestiva en una motocicleta a alta velocidad sobre el pavimento húmedo. Llamé al mesero de manos cóncavas, lengua bífida y ojos saltones para pedirle la cuenta.

La acompañé hasta su carro, me dio un beso en la mejilla y me quedé congelado en ese sitio después de que ella se marchara, como el aventajado que le cuida el puesto a un amigo mientras éste se encuentra atascado en una larga fila de carros.

Nesfran Antonio González Suárez
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