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Transgresiones eróticas en la narrativa del siglo XXI

lunes 13 de agosto de 2018
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Transgresiones eróticas en la narrativa del siglo XXI, por Julia Elena Rial

La imagen transmoderna, complementada con su correspondiente lenguaje verbal, configura diferentes versiones de la relación entre lo femenino y lo masculino. Se presenta, en algunas narraciones, como un elemento de moda, cuya función ideológica sigue la línea foucaultniana, al representar a la mujer novelada como subordinada, en lugar de compañera, en la batalla de permanente y cotidiana imposición, y lucha de poderes que es la vida.

Foucault aborda la sexualidad, subordinada al poder, como elemento fundamental, en los llamados estudios de género. La búsqueda del placer y poder encabezan sus propuestas y, en ellas, la identidad mujer se ajusta a un concepto equivoco de femineidad. Con visión de supremacía erótica, desarrolla una semiosis que niega el discurso social femenino. Ella no se desenvuelve dentro de los parámetros verdad-poder-saber que Foucault considera primordiales en el desarrollo de los personajes sociales masculinos.

El poder de la mujer en literatura puede conjeturarse, asumir versiones fieles o no a la idea primigenia de la perversión, pero siempre lo dialógico, conflictivo, se planteará, no entre los personajes sino en la tríada lector-texto-escritor.

Cabe pensar si para el pensador francés la mujer, vista desde su estudio arqueológico, es partícipe del concepto sexual que Bataille expresa en su libro El erotismo cuando dice: “La transgresión no niega una interdicción, la trasciende y la completa”. En Los cortejos del Diablo, el escritor colombiano Germán Espinosa reafirma estos excesos caracterizando un Inquisidor del Santo Oficio, Juan de Mañozga, como el hombre que no disfrutó jamás a una mujer, a menos que fuera contra la voluntad de ella. “El único goce real del viejo cabrón estaba en infligir aquella grave humillación”.

Al leer las novelas, después de Foucault, reconocemos su influencia en escritores que enfatizan lo femenino desde el realce de la condición sexual. Se puede suponer una forma controversial de crítica al brusco predominio de la liberación femenina. O, tal vez, el hijo de Afrodita y Ares se ha incorporado a una transmodernidad que deambula entre la ficción y la productividad.

El poder de la mujer en literatura puede conjeturarse, asumir versiones fieles o no a la idea primigenia de la perversión, pero siempre lo dialógico, conflictivo, se planteará, no entre los personajes sino en la tríada lector-texto-escritor. Más aún, en la relación del lenguaje con las envolventes de contextos y reedificaciones sociales que albergan al autor, a los personajes y a quien lee, con la influencia de sus respectivas cartografías geopolíticas y culturales.

El poder femenino, en narrativa, parte del juego del frutal prohibido, presentado como un encantamiento, una ilusión que se disuelve en lo imaginario que encierra. Un imaginario que vive en permanente cambio. Las escritoras y los escritores crean personajes femeninos cuyas conductas peligrosas, distorsionadas o embriagadoras, aún no han logrado relatar el concepto, y la imagen estética verbal, que exprese el enlace ficcional entre realidades, necesidades y deseos de la mujer ficcionada.

Las expresiones del poder femenino pervertidor, controversial desde siempre, se presentan en constructos que reactivan su vigencia literaria. Ya sea desde un simbolismo convertido en retóricas, que exacerba un barroco marco narrativo, como lo presenta Pérez-Reverte en La Reina del Sur. O en un deambular que desestabiliza una relación de amor precario, porque no existe el placer de una respuesta favorable, al estilo Bajo las hojas, de Israel Centeno, donde, como decía Borges, “la solución del misterio es siempre inferior al misterio mismo”.

En un mundo de riesgos que se aplican de manera irreversible, la mujer es convertida en un estereotipo que pierde valor personal, y donde las reacciones y rebeldías sólo quedan como ornamentales expresiones semánticas. Es interesante leer cómo Centeno aborda aspectos deterministas de la vida actual cuando dice: “La realidad continuaba siendo dictada por alguien, y cada cuarenta y cinco minutos una escena era enviada a un lugar del mundo, ellos preferían seguir envueltos de intemperie, creyendo que el destino no está escrito”.

La profundización de los discursos literarios permite, en algunos casos, encontrar la relación humana hombre-mujer inserta armoniosamente, junto a otros envueltos en la patología social que el poder trae consigo, donde la mujer recupera los cuernos de Lucifer para dominar, herir o destruir.

El ser humano no puede vivir fuera de la historia que va creando con su cotidianidad, y los escritores, algunas veces, violentan la condición femenina. La ficción convoca imágenes de poder, que pueden ser reales sólo en su específica autonomía narrativa, pero adquieren contornos humanos, que descalabran la verdadera identidad del grupo social que el escritor les asigna. Es el caso de la inserción de un sofisticado ménage à trois que realiza Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo, al poner al Marqués de Cañabrava con el poder de seductor entre su persona, la forzada e ingenua Sebastiana y su bisexual esposa Estela.

Vargas Llosa ubica la acción, a finales del siglo XIX, en Canudos, pueblo primitivo del sertón nordestino brasileño, marcado por el fanatismo, la sequía y la persecución gubernamental. Un despliegue de sexo ambiguo que resulta ajeno al contexto cultural, que el escritor describe, del religioso poblado en conflicto.

El escritor permite el ingreso de ojos intrusos para que descubran que las cuerdas de su narrativa se anudan en cada mujer ficcionada.

El análisis de las estructuras psíquicas de los personajes creados por el escritor peruano en La guerra del fin del mundo descubre que la distorsión humana no sólo está presente en el arrebato indiscriminado de vidas, en el irrespeto a las creencias, en la no búsqueda de alternativas por parte del gobierno, en la intolerancia de un ejército que desconoce los derechos de la comunidad. También está encerrado en la agresividad de un personaje que violenta la dignidad de la mujer sertaneja.

Una visión diferente de complacencia y simulación comparten los personajes femeninos en Cinco Esquinas, reciente novela del escritor peruano que desarrolla con mayor amplitud los escenarios de una complicada sexualidad, en la cual las protagonistas son las principales “emprendedoras” de la diversión. Situación diferente a la de La guerra del fin del mundo, donde Vargas Llosa desarrolla las ideas de Sade, para quien la sexualidad contrariada es el principio básico del erotismo, y puede desencadenar violencia dentro de la voracidad sexual.

El deseo de no consentimiento parte de la idea de soledad. Pensaba Sade que el hombre nace solo y la única regla de conducta son sus preferencias, sin atender lo que pudiera ser malo para el prójimo, el dolor ajeno contaba menos que el placer propio.

En la mente creativa de los escritores existen aspectos que difícilmente el lector logra descubrir. Son los que fracturan la “normalidad” y restauran memorias ocultas. El poder del deseo que gusta permanecer escondido dentro del lenguaje real.

Detrás de los protagonismos masculinos se dejan permear las vísceras secretas que esconden las causas que violentan el papel femenino. El escritor permite el ingreso de ojos intrusos para que descubran que las cuerdas de su narrativa se anudan en cada mujer ficcionada.

Debe ser el lector quien arme o desarme el crucigrama de sexualidades. En las novelas de Vargas Llosa, el híbrido literario se va tejiendo con una densa textura, donde los límites del poder se confunden en una fantasía que se objetiva en el discurso del victimario. El valor simbólico de estos episodios requiere de un pensamiento crítico, que analice y valore, literariamente, el papel femenino de pasividad y sometimiento en La guerra del fin del mundo, y de deseo y complacencia en Cinco Esquinas.

La maestría narrativa de Vargas Llosa utiliza el ménage, en Cinco Esquinas, para articular una novedosa estructura en la que la gramática y la sintaxis le sirven para un trueque sorpresivo de ambientes. Las últimas palabras de un grupo se entrelazan con las primeras de otro que conversa en diferente lugar y que trata diferentes problemas.

De pronto el lector se encuentra en un dormitorio de las Cinco Esquinas que habla bajo las envolventes de un eros repotenciado entre Quique, Chabela y Maritza cuando, sin previa sugerencia verbal, el escritor sienta al lector en un café donde conversa Ceferino con La Retaquita, periodistas de la revista Destape, manejada por un gobierno corrupto. Se agrega a este interdicto el diminutivo “Retaquita”, mujer a quien Vargas Llosa resignifica, engrandece, al otorgarle el valor de denunciar, en la misma revista, con peligro de su vida, los crímenes descubiertos del gobierno. Se abre así el abanico de una nueva estética femenina.

Algunas narraciones han resignificado los personajes femeninos, con múltiples facetas, ya no religiosas, amorosas, domésticas o éticas, sino desde represiones políticas y sociales, las cuales se reflejan en novelas del siglo XXI. Así lo leemos en Una pasión rusa, de Reyes Monforte, o en Prohibido entrar sin pantalones, de Juan Bonilla. Discursos donde las mujeres, igual que los hombres, son controladas, limitadas en sus actividades y sometidas por el régimen represivo del comunismo soviético, podríamos hablar de políticas controladoras y destructivas.

Los personajes femeninos, en algunas novelas del siglo XXI, se arropan con el escepticismo, la vida contingente, un existencialismo que va más allá del propuesto por Sartre en la posguerra de los años cincuenta. Esta neoposmodernidad, sin parangones en la historia universal, aparece en narrativas arropadas por corrupción, tecnologías, mitos reconstruidos, ambiciones elaboradas alrededor del dinero o del poder. Mujeres que, como la Coro de Un hombre de aceite, de José Balza, usan el poder sexual en su propio beneficio. Personajes femeninos cuya carga emocional es operante y destructiva.

El siglo XXI pide conciencia entre hombre y mujer, dos grupos humanos que, en la narrativa, viven en permanente dominación y conflicto, en lugar de asumir la vida al unísono. Cuando una sale victoriosa significa la derrota de su contrincante. Como sucede en El tango de la guardia vieja, de Arturo Pérez-Reverte, donde la mujer desempeña una función conspirativa de permanente seducción. Un personaje que ficciona la ficción con un constructo amoroso que amalgama amor y negocios, en un largo transcurrir de cuarenta años. Tiempo en el cual el excelente discurso justifica ese prolongado tango que nunca deja de bailarse, y en el cual los personajes son juguetes interactivos del azar que los reúne y separa.

Deambular por un discurso cuya deformidad va in crescendo, hasta el horror, es frecuente en la obra del escritor chileno Roberto Bolaño. Ese horror va interiorizando los personajes y se materializa en el cuadro que describe Bolaño en Los detectives salvajes. La personalidad de María Font está descrita en su pintura: “En los riachuelos de lava (pues seguían siendo de color rojo y bermejo) flotaban muñecas calvas y cestas de mimbre repletas de ratas… en el cielo se gestaba una tormenta… El cuadro era horroroso”. Se describe un estereotipo de inclemencia y deterioro, por donde no se asoma ni un resquicio de ternura. Constructo asociado al que los jóvenes van creando, con espacios inhóspitos que conjuran las peligrosas energías, ya no naturales sino de infiernos artificiales que acaban hasta el sentido de la amistad.

Nada sucede por azar en esta novela, que raya el surrealismo, si lo entendemos como el querer escapar del mundo hacia el desamparo absoluto, cortando las amarras que atan a la lógica, a los valores tradicionales, para crear una sintaxis dinámica que signifique los nuevos referentes, entre los cuales ningún personaje femenino logra dibujar una imagen coherente de estabilidad emocional.

Los personajes femeninos de Bolaño comparten la periferia de los desplazados.

El lenguaje se fermenta desarrollando el agar de humor negro que presagia Ernesto San Epifanio cuando dice que Cesárea era el “horror”. Sustantivo bizarro, hasta por su misma fonética, que Bolaño acentúa con el episodio de Auxilio Lacouture, encerrada en un baño de la universidad durante la masacre en la Plaza de las Tres Culturas. Igual que lo hizo Poli Délano con Gabriel Canales cuando En este lugar sagrado quedó encerrado tres días en el baño de un cine en Santiago de Chile, durante el golpe de Estado al presidente chileno Salvador Allende.

Elena Poniatowska había publicado en 1971 La noche de Tlatelolco, testimonio oral donde Alcira pasa, aterrada, quince días en un baño de la Unam. Tríada palimpséstica que Délano y Bolaño recrean con monólogos interiores y superposición de planos temporales. El baño se convierte en el lugar de la introspección, imagen que el escritor chileno describe, en el Manifiesto infrarrealista de 1976, como un espacio indispensable para morir y nacer.

Los personajes femeninos de Bolaño comparten la periferia de los desplazados; lo expresa el escritor chileno en Amuleto cuando Auxilio dice: “Todos iban creciendo en la intemperie latinoamericana, que es la intemperie más grande, porque es la más escindida, la más desesperada”.

Bolaño apoya y adversa el discurso con su lenguaje, aniquila el pasado para incorporar un hoy contingente, vacilante, móvil, en el que se hunden hombres y mujeres, como en el pozo profundo de Nietzsche, sólo que en este caso no logran salir airosos a la cima, porque ellos quedan encerrados en un paradójico lenguaje de interdictos, en un lugar como en la ciudad fronteriza de Sonora, donde, igual que en sus vidas, no había justicia ni ley.

Personajes que revelan una crisis de la representación. En realidad, se trata de caracteres femeninos que aparecen frustrados en su empeño por ser diferentes.

No es la idea que el lector asuma una posición conductista porque mujer, hombre, trabajo y ambiente se van formando en la invención de su cotidianidad. Pero el tiempo participativo de la mujer literaria de los últimos treinta años estará representado por los símbolos, las metáforas y las configuraciones que la literatura y el sentimiento de pertenencia histórica dejen escrito.

Las novelas de este siglo esbozan una femineidad capaz de disolver los principios reconocidos por la tradición narrativa, pero sin crear nuevos escenarios de comportamiento. La indefinición y la carencia de una cotidianidad coherente indican que las protagonistas carecen de nuevos significados para sustituir los referentes caídos en desuso.

Los escritores hoy radicalizan el cuestionamiento a un discurso literario coherente, como técnica discursiva que recalca la crisis de las protagonistas, y también para poner en evidencia la carencia de nuevas y tentadoras propuestas, coherentes con la crisis global en que se vive. El nuevo constructo narrativo de lo femenino revela que el espacio textual rompe la uniformidad, al incorporar un erotismo sin estilo, en la sexualidad de las protagonistas, las cuales, parodiando a Robert Musil, son mujeres sin atributos.

Llama la atención un nuevo femenino, desasosegado, estresado, que vive en la intemperie espiritual. El pasado siempre regresa en la narrativa. Con un lenguaje y una visión ultramoderna, Héctor Torres narra en La huella del bisonte una Lolita, sin los sentimientos y los escrúpulos contradictorios y significativos de Nabokov. Torres se distancia de lo romántico del escritor ruso, no asume las disertaciones psicopatológicas, que analizan el amor de un hombre maduro por una niña de doce años.

El escritor venezolano formula la relación entre una adolescente que seduce, como travesura de lo prohibido, al padre de su íntima amiga. La jovencita asume un desafío propio de los inescrúpulos de la primera juventud. Además de enfatizar los aspectos visuales que el escritor desarrolla, comparables a las Lolitas cinematográficas, que llevan a pensar si Karla, la protagonista, se asemeja más a la sofisticada Sue Lyon o a la desenfadada Dominique Swain, artistas que protagonizaron en 1962 y 1997 a la adolescente de Nabokov.

En La huella del bisonte se deshace y rehace un tema universal, con miradas laterales que desarrollan nuevos lenguajes. Como el niño que nace nuevo, la mujer protagonista se viste con ropas diferentes, habla diferente, camina diferente, mira diferente, pero lleva consigo el origen de sus propias fuentes.

Torres evidencia el desarrollo de un sistema narrativo bien estructurado: coincidencias musicales de tiempo, década de los ochenta en que ubica la novela. Reacciones con matices psicológicos de la jovencita, cuya seducción no está exenta de temores y escrúpulos. Cambios semióticos entre el lenguaje íntimo y el cotidiano. Elementos que sugieren cómo un escritor puede expresar los desaciertos juveniles, narrados a través de un proyecto que sugiere el orden de un sistema narrativo, cuyos grados de intensidad han sido muy bien planificados.

Este nuevo caos lleva a pensar en una novela cuyo alegato es el desastre social, del cual deberán surgir nuevas formas de narración que le den sepultura al actual desconcierto, y pueda crearse así la nueva protagonista.

El desamor, la carencia de afecto, el desborde de la sexualidad, caracteriza a los personajes femeninos del siglo XXI, quienes no eluden los rigores que el lenguaje exige para el tratamiento del caos cotidiano en el que se vive. Las situaciones endógenas de cada grupo social forman parte del sistema de equívocos que expresa la narrativa. Como presenta Israel Centeno a Victoria en Bajo las hojas. Un personaje que apenas rompe el cascarón de la adolescencia, se inserta en una venta de su cuerpo, con sesgos políticos y corruptos, sin más objetivo que responder al mandato que significa represión, dinero, viajes y sexo.

Victoria no se desarrolla como protagonista, merodea, actúa y sólo es ella misma cuando escapa de los brazos del amante. Centeno la presenta como un arquetipo de este siglo, sin historia personal. Existe a medida que el narrador va inventando su imagen frustrante, sin escrúpulos, de una joven que pretende romper las cadenas sociales, pero se vincula a otra cárcel, donde se convierte en una pieza más, que resignifica cada día la liturgia del poder. El efecto catártico del sexo se ve desvirtuado cuando el lector se introduce en una realidad cotidiana corrupta, que puede superar la ficción.

Centeno denuncia el desajuste social y económico de Venezuela, y para ello pone en evidencia simultáneos espacios del pensar en este siglo XXI. En ellos, corrupción, engaño, ambición, van llenando los vacíos éticos y humanos que lo llevan a crear un personaje femenino despojado de individualidad y sentimientos. Su aparente libertad se esconde bajo una máscara ausente de valores y prejuicios, que la convierten en una exhibición narrativa. Ya en el siglo XVII Sor Juana advertía sobre la presencia de estos lenguajes, siempre esquivos hacia la mujer, al decir: “El discurso es un acero que sirve para ambos cabos: de dar muerte, por la punta, y por el pomo de resguardo. Si vos sabiendo el peligro, queréis por la punta usarlo, ¿qué culpa tiene el acero del mal uso de la mano?”.

Este nuevo caos lleva a pensar en una novela cuyo alegato es el desastre social, del cual deberán surgir nuevas formas de narración que le den sepultura al actual desconcierto, y pueda crearse así la nueva protagonista, diferente, dueña de sus valores autóctonos, de cualidades que, en la ficción, sólo el lenguaje le puede otorgar.

En una retrotemporalidad al siglo XIX es posible imaginar, como lo hace Andrés Neuman en El viajero del siglo, a Sophie, personaje que cultiva el intelecto, el afecto, dueña de sus pensamientos, pero presa de los tradicionales símbolos culturales, en menoscabo de su amor verdadero. Como en todas las novelas, la mujer actúa en situaciones límites, recreando, en este caso, la estética y ética de una época en la cual la Ilustración femenina regía en las casas de artistas e intelectuales, pero la mujer aún permanecía bajo la mirada y control del paternalismo. En esta narración, la protagonista se libera del padre al final de relato, inducida por un visitante cuyos permanentes e impulsivos viajes le impedían compartir amores estables. Sophie es la mujer a quien un hombre inspiró para reconocer el latido de afrontar las pruebas que le ofrecía un mundo más allá de sus fronteras. Pero también es posible pensar que el narrador no libera a Sophie, sólo sustituye el paternalismo por el alter ego viajero del autor.

Las novelas referidas revelan que, escritas en la misma época, expresan un sistema de múltiples significados, que se pueden excluir, enlazar u oponer. La protagonista de Centeno no es autónoma, su desvalorización la viste de aparente indiferencia, pero se somete a lo que dispone el poder. En el curso de la novela ella se va desgastando; a pesar de su juventud. La problemática seudopolicial y política le elimina las posibilidades de transformación; lo expresa al decir: “Ahora que me cojo al padre y al hijo, no sé a quién pedirle para no cogerme al espíritu santo. Soy un papel blanco que no se llena de historias, las historias vienen a mí y el papel sigue en blanco, soy liviana, soy la hoja, esa carrera, el hastío. ¿De qué se me acusa? Una mujer debe soltar su mirada al mundo y romper todos los corazones que desee”.

Desde luego que en la hibridez del texto cada lector puede encontrar facetas que pueden haber pasado desapercibidas; por eso este ensayo es una invitación a incorporarse al infinito diálogo de significados que los personajes femeninos proponen a través de sus modeladores. Y desde una narrativa que pudiera inscribirse como literatura de evasión, desde su exagerado impulso de lo erótico. Escritos alternativos que apaciguan la angustia del diario vivir. En épocas de crisis, los lectores buscan literaturas impregnadas de mitologías voyeristas que disimulen las discordias de lo cotidiano. Y son las protagonistas la alternativa para representar este constructo de evasión social.

En algunas novelas las mujeres sorprenden al lector al extender sus tentáculos hacia diferentes objetivos, reales o ficticios, y producen las tensiones propias de toda intriga, distorsión o inescrupulosos comportamientos. Ángulos humanos que los escritores tratan de sesgar, a veces para minimizar los efectos, y otras para que sea el lector quien saque sus propias conclusiones.

No se termina de fraguar un presente femenino seguro, con identidad propia. La ficción narrativa continúa buscando mimetizar los personajes entre memorias caducas de seducción, que se architextualizan creando posiciones fingidas de liberación.

Hoy la narrativa autotextualiza su propia mirada. Las protagonistas del siglo XXI se describen a sí mismas, dejan pocos resquicios a la imaginación del lector. Pérez-Reverte describe un nuevo marco escénico y productivo para que Teresa desarrolle actividades en las cuales se ha visto envuelta sin la disyuntiva a negarse. Así se va desarrollando una actitud casi involuntaria, con el mandato del narcotráfico. Guiada por su instinto y sujeta a instancias superiores que algunas veces desconoce.

Teresa fisura la condición femenina de debilidad y no disfruta el papel para el cual ha sido elegida. Representa una nueva protagonista, sin belleza, con una ética individual, propia, que ella impone en las relaciones pseudoamorosas, y que impiden al lector juzgarla y condenarla; sin embargo, vive en la cárcel que el narcotráfico le ha impuesto.

En la novela La única hora, del escritor venezolano Alberto Hernández, publicada en 2016, la protagonista, Ingrid, ha tenido que viajar con su pareja de Venezuela a Londres, huyendo de la represión gubernamental y en busca de mejores perspectivas de vida. La joven comienza, poco a poco, a vivir entre las rejas de una psicopatología que le desarrolla su doble personalidad, dentro de la cual el esoterismo íntimo le impide actuar con normalidad y la conduce a crear un mundo propio, irreal, donde vive hasta su muerte. El escritor, con lenguaje lirico, de su ser poeta, personifica en Ingrid la angustia, la soledad, el desamparo, el frío espiritual del expatriado.

Otra protagonista lograda dentro de sus rejas literarias, que al salir de ellas no dejaría de existir. Los escritores suponen escaso margen para el misterio, poco espacio tiene lo sugerido. Se trata de constructos femeninos muy bien esbozados, aun en su estética de desequilibrio, como estereotipos de la intemperie espiritual del mundo actual.

Ya el lector no encuentra la Catalina de Ángeles Mastretta que limita su producción de sentido a través de un lenguaje de ocultamiento, del cual se excluye el discurso vivificador. La mujer literaria responde hoy a la propuesta de Umberto Eco, de sujeto cultural e histórico determinado por códigos sociales y productivos, en función de lograr sus propósitos, a costa de ser dependientes. No se termina de fraguar un presente femenino seguro, con identidad propia. La ficción narrativa continúa buscando mimetizar los personajes entre memorias caducas de seducción, que se architextualizan creando posiciones fingidas de liberación.

Teresa en La Reina del Sur, de quien Pérez-Reverte dice: “Una mujer que juega en un mundo de hombres, con reglas que ella no eligió”, actúa siempre bajo la mirada masculina, aun cuando la lectura nos presente un excedente de neosignificados de aparente transformación cultural.

Es motivo de indagación por qué la aceleración de la historia, que hoy vivimos, no procesa, entre sus rupturas sociales, los cambios culturales que, poco a poco, la mujer va realizando en la vida cotidiana. Y los escritores siguen creando páginas donde la corrupción, la frivolidad, la subestima, la dependencia y, muchas veces, la violencia psicológica, actúan dentro de los límites de acción de lo fáctico, en las narraciones de la nueva modernidad.

Descubrir algunos aspectos de la capacidad de la mujer para entrar en contacto con el mundo actual constituye un desafío para la literatura. Unas protagonistas que enamoradas de sus palabras aprendan a manejarlas, para ser ellas las creadoras de su protagonismo, con el talento que implique usar el lenguaje con verdaderos significados.

 

Referencias bibliográficas

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  • Vargas Llosa, M. (1981). La guerra del fin del mundo. Barcelona: Seix Barral.
    . (2016). Cinco esquinas. Madrid: Alfaguara.
Julia Elena Rial
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