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El cine fantástico-erótico de Federico Fellini

lunes 5 de agosto de 2019
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Federico Fellini
Fellini es un filósofo que huye de los intelectualismos y de las situaciones abstractas.

En mi obsesiva búsqueda de fantasía para contraponerla a la chata cotidianidad del mundo normal real —o mejor sería decir actual—, donde todo parece deshacerse en una rutina y armarse en otra, pasé buena parte de mi adolescencia buscando imágenes en la literatura, la pintura o el cine, y la verdad las hallé con creces. Cuando vi una de las primeras películas de los hermanos Lumière, Viaje a la luna, no podía creer lo que mis ojos presenciaban: la transformación del mundo real en otro fantástico. Luego, con el apogeo del cine de este tipo, desde la excepcional King Kong (de Meriam Cooper y Shoedsak) realizada en los años treinta, siguieron las películas de horror (Nosferatu de Murnau y El gabinete del doctor Caligari de Wiene son dos ejemplos) y otras de ciencia ficción norteamericanas por donde desfilaban androides, monstruos, vampiros y bestias de todo tipo. Luego la imaginación derivó hacia un cine de ciencia ficción basado en viajes interestelares, robótica y cibernética, que en el siglo veinte contó con una tradición profusa de libros y películas como parte fundamental del imaginario fantástico, con repercusiones en el veintiuno con producciones en su mayoría mediocres, con apenas algunos torpes remakes que poco enriquecen los temas.

 

Con el nacimiento de las vanguardias artísticas en Europa se crearon corrientes transgresoras de los verismos y realismos para fundar una imaginación neometafísica, surrealista o visionaria.

El declive de la ficción científica

Pero hay otra tradición fantástica en literatura y cine que no tiene que ver con viajes espaciales, robots o esas utopías negativas que hoy por hoy amenazan convertirse en nefastas realidades, en virtud de lo cual algunos escritores de ciencia ficción actuales han abandonado el género aduciendo que ya la realidad les superó, sobre todo bajo las formas de guerras mediáticas o financieras que libran grandes corporaciones para apoderarse de buena parte del mundo. Esa otra tradición surge de los sueños, los miedos íntimos, las pesadillas, los traumas psíquicos, los atavismos históricos, los prejuicios morales y religiosos, las drogas de diseño y los narcóticos. Se trata de aquella tradición que motivó las fantasías del doble y las alteridades, y creó ese elaboradísimo producto que llamamos estética: la cual en sí misma pudiera ser considerada una ciencia de la fantasía, como la definió de modo admirable Benedetto Croce.

Con el nacimiento de las vanguardias artísticas en Europa, principalmente en la pintura y la poesía, se crearon corrientes transgresoras de los verismos y realismos para fundar una imaginación neometafísica, surrealista o visionaria que tendría como objeto acceder a otras zonas del inconsciente y los sueños. Uno de los casos más notorios en esos años fue el de Luis Buñuel, quien con sus geniales películas introdujo el surrealismo en el cine y continuó desarrollando esta veta hasta el fin, creando una obra sólida en ese sentido, barajando posibilidades poéticas de la imagen y realizando sátiras sociales, desde la etapa surrealista de los años 30 con Un perro andaluz y La edad de oro, prosiguiendo en los años 50 su línea transgresora del realismo en películas como Nazarín y Los olvidados, en los 60 con El ángel exterminador, Viridiana y Bella de día, hasta alcanzar plena realización en los años 70 con El discreto encanto de la burguesía, El fantasma de la libertad y Ese oscuro objeto del deseo. Consigue Buñuel una veta y una carrera cumplida que constituye uno de los más sólidos aportes en el terreno experimental del cine español.

 

Prototipos italianos

El caso de Federico Fellini es distinto, comenzando porque Italia es un país muy diferente, histórica y artísticamente hablando, al cual le ha costado más definir su identidad si la comparamos con la de Francia, España o Inglaterra, y por ser su tradición más reciente (no me refiero, desde luego, a la antigua Roma, sino a la República italiana); apenas en el siglo XIX el Reino de Italia surge, una vez que las fuerzas de Garibaldi ocupan Roma, enfrentando todo el horror del fascismo de Mussolini. Los italianos se vieron urgidos de buscar su nacionalidad en instituciones como la familia o la Iglesia Católica. Por otro lado, se aprecia en los italianos el ansia del vivir sensual, de experimentar los goces de la comida, la bebida y el sexo, hasta crear el mito moderno de la virilidad italiana del macho, y la transgresión permanente de restricciones familiares y religiosas que ellos mismos se impusieron. El italiano suele poseer un espíritu aventurero, festivo, generoso, pleno de humor y gesticulaciones teatrales donde debemos incluir la ópera.

Federico Fellini es oriundo de Rimini, ciudad portuaria del mar Adriático norte, centro cultural de relativa importancia. No estimuló mucho esta ciudad sus estudios de cine y periodismo; pero Fellini extrajo de su vida provinciana imágenes para volcarlas luego en su estética cinematográfica, y otorgarles rango universal. Lentamente Fellini fue trasvasando estas imágenes familiares, religiosas, sensuales y raigales en su narrativa hasta amasar con ellas un lenguaje propio e inconfundible, que fue desarrollándose desde sus primeras obras hasta adquirir una poderosa fuerza barroca, es decir, rica en imágenes disímiles y arbitrarias; extraída, por un lado, del inconsciente y los sueños, y por el otro de esa sensualidad vital presente en sus últimas obras.

 

“La dolce vita”, de Federico Fellini (1960)
La dolce vita, de Federico Fellini (1960).

La dolce vita y Ocho y medio: dos filmes complementarios

Pondré énfasis aquí en dos filmes que me parecen no sólo obras maestras suyas, sino trabajos en los que Fellini se mira a sí mismo en una referencia importante como artista y como ser humano, en una búsqueda incesante de su propio ser e identidad. Se trata de La dolce vita (1960) y de Ocho y medio (1963), cintas que se complementan, pues en ambas se aborda el tema de la búsqueda del placer y de la realización individual como motivos del ser humano, en una poderosa sátira que pone en entredicho el entramado mismo de la sociedad, sus rangos sociales, morales y el estatus de la publicidad, el cine y el periodismo como ejercicios que contribuyen a la confusión de los valores, en vez de tratar de construirlos.

Lo interesante aquí es que Fellini transfiere su propia psiquis al personaje central en ambos filmes, encarnados por el gran actor Marcello Mastroianni, para llevar a cabo esta demoledora crítica a una sociedad hedonista e insaciable. El nombre de Marcello corresponde al del personaje central en La dolce vita, periodista especialista en celebridades del cine y que ha de internarse en la vida privada de éstos. Se trata del conocido tema del cine dentro del cine: Marcello es periodista de un diario tabloide sensacionalista; entrevista y trata de seducir actrices y otras mujeres: todas representando el esplendor de Hollywood encarnado esta vez en los oropeles de la actriz Silvia Rank, interpretada por la deslumbrante actriz sueca Anita Ekberg (la actriz representa a otra actriz), mientras Marcello —con el mismo nombre del actor y a la vez llevando la respectiva carga del alter ego de Fellini, así lo creo— representa en cierto modo buena parte de la moderna decadencia de Roma, extensible a Europa. Marcello es un donjuán incorregible que se mezcla con ricos y famosos, va en busca de nuevos escándalos de farándula y de experiencias sensuales por la romana Vía Veneto, en clubes y cafés nocturnos donde van a divertirse los actores mientras se rueda una película.

Damas encopetadas, curas, burgueses, políticos, aristócratas, militares, obesos, beldades y hasta animales forman parte de esta estética visual de Fellini.

Figuran también aquí los escándalos programados por el sensacionalismo mediático: dos niños a quienes supuestamente la Virgen María se ha aparecido son objeto de asedio por parte de los paparazzi, mientras los integrantes de la alta sociedad realizan orgías en mansiones donde dan rienda suelta a sus excesos sexuales en medio de tragos, banquetes y stripteases. En una de estas delirantes escenas, Marcello cabalga en la espalda de una rubia borracha durante una fiesta.

Por otra parte, Fellini introduce en estos filmes personajes que representan a la institucionalidad: un cura o prelado de la iglesia; un intelectual o un filósofo; alternándolos con los raptos celosos de una esposa nerviosa o insatisfecha; o bien personajes de circo o calle para imprimir mayor interés y fuerza a la narración, contrastándolos con damas de la alta sociedad, prostitutas, monjas, ladronzuelos, drogadictos. Los atuendos y la moda son también importantes en Fellini, quien logra crear un contrapunto visual entre todos estos personajes a través de diálogos cómicos, casi siempre absurdos o delirantes, los cuales constituyen a la postre elementos conformadores de una corte fantástica de personajes de la metrópoli, alternándolos con otros extraídos del mundo del circo: enanos, payasos, saltimbanquis, bufones. Me parece que es el primer cineasta moderno (con toda la ambigüedad inmanente del término) que logra atrapar a todos estos personajes mediante diálogos magníficos, de corte existencialista, donde radica quizá su filosofía vitalista. En ella está presente el inquirir sobre el sentido de la vida; la duda sistemática acerca de lo que se siente o piensa, y las relaciones entre las personas están regidas por el azar: de ahí aquellas imágenes que surgen a la manera de vertiginoso carrusel por donde desfilan personas de todo tipo: damas encopetadas, curas, burgueses, políticos, aristócratas, militares, obesos, beldades y hasta animales forman parte de esta estética visual de Fellini impregnada de una impronta barroca y delirante, que no calificaremos aquí de surrealista pese a que pueda haber en ellas imágenes oníricas como las que se muestran en varias escenas de estas dos películas.

Por ejemplo, En La dolce vita un helicóptero donde va Marcello al lado del piloto lleva sujeta y pendiendo del aparato una inmensa escultura de Cristo, mientras los tripulantes del helicóptero saludan a unas chicas en bikini que toman el sol en una terraza. En Ocho y medio el protagonista, un director de cine llamado Guido, encarnado por el mismo Mastroianni, se encuentra encerrado al comienzo del filme en un automóvil en medio del tráfico en plena autopista; trata de salir del auto y no lo consigue, y cuando finalmente lo logra, asciende por el aire hacia los cielos hasta que alguien lo enlaza por un pie, lo hala y él cae al vacío: se trata de una pesadilla que el director de la película padece esa noche.

Estas imágenes oníricas sólo se ven al inicio de la cinta: lo que se expresa después en el filme son delirios existencialistas marcados por la duda, la exasperación o el desenfreno de los personajes.

En La dolce vita la autoridad intelectual y moral estaría representada en el personaje del filósofo Steiner, gran amigo de Marcello y respetado y admirado por éste, un escritor con esposa e hijos casi perfectos; en Ocho y medio esta función la ejerce un prelado de la Iglesia, un cardenal. Steiner termina suicidándose y, lo que es aún peor, matando a sus hijos pequeños mientras duermen, hecho espeluznante que acrecienta la angustia y la desazón de Marcello. El cardenal, autoridad moral de la Iglesia, le subraya en un sermón a Guido que no es posible buscar verdades fuera de la institución de la Iglesia. El Marcello de La dolce vita tiene un libro en proyecto que nunca puede concluir, mientras Guido, en Ocho y medio, no logra la inspiración suficiente para culminar su película. Ambos fuman y beben en exceso, casi no duermen, sufren de pesadillas, son promiscuos y seductores escépticos; ambos se hallan atormentados por el amor de las mujeres; después de poseerlas se sienten vacíos y deben mentirles para poder estar con otras. Mastroianni se convierte, así, en la imagen —casi un icono— del casanova cinematográfico de los años 70, su imagen queda acuñada al cine de este modo. Casanova —una suerte de obsesión en Fellini— no engaña a las mujeres por puro placer; sencillamente sufre porque no las puede tener y amar a todas a la vez, poniendo en evidencia el vacío existencial del personaje, cuestión que no fue cabalmente entendida por las autoridades de la censura, acusando al cineasta de inmoral en su momento.

 

La obsesión de Fellini por Roma

Las imágenes fellinescas son la mayoría de ellas ambiguas y engañosas; casi nada en Fellini es directo ni objetivo (excepto quizá su cine de la etapa neorrealista, donde se formó, para luego deslindarse de ésta), la realidad en él es dudosa, hay que inquirirla y forzarla para que revele lo que lleva dentro; se trata de una realidad compleja, sinuosa, cosmopolita, de muchas aristas, ecléctica y cambiante, que deja ver sus facetas contradictorias, pues en ella conviven el glamur y la pobreza, la ostentación y el dolor, la miseria y el lujo.

Fellini estaba obsesionado con Roma; él, que era esencialmente provinciano —como se lo confesó a su maestro Roberto Rossellini, y éste quedó impresionado con tal confesión. Llevó a cabo, en efecto, una película con el nombre de la ciudad que es una de sus obras maestras, Roma, estrenada en 1972.

Los encuadres artísticos de Fellini están completamente estudiados para lograr efectos poéticos y plásticos, para que éstos tengan un impacto en la memoria del espectador.

Volvamos a Ocho y medio. La idea central de este filme es, me parece, la tribulación del director en el momento de concebir una obra; más que la película misma, el conflicto del director se impone sobre el proceso técnico de dirigir el filme, se trata de un director con todos los recursos económicos aprobados, incluyendo una costosa estructura de lanzamiento de un cohete. Hay una indagación de autorreferencialidad de Fellini en el cine, como si se tratara de una terapia, de una catarsis. El director Guido se torna caprichoso e indeciso y desea incluir en el filme todo cuanto pueda caber en él, aunque no sabe exactamente qué; su inestabilidad emocional con las mujeres le impide concentrarse en su trabajo, y a medida que las mujeres se van cerciorando de esta debilidad de Guido, tratan de comprenderlo. Entonces el filme pasa a una tercera fase: las mujeres teatralizan cada una su versión sobre cómo ven ellas al realizador, llevando a cabo, esta vez, una nueva percepción acerca de los papeles ocultos de los personajes: al ocurrir esto, se despliega una sucesión de imágenes sensuales, un crescendo erótico y existencial penetra el filme, a lo cual se agregan todos los participantes del filme: trabajadores, actores, técnicos, amigos y conocidos realizan una danza tomados todos de la mano, en una especie de fiesta, en la escena final de la obra.

La complicada técnica narrativa de Fellini; sus encuadres artísticos están completamente estudiados para lograr efectos poéticos y plásticos, para que éstos tengan un impacto en la memoria del espectador: el trepidante movimiento de cámara y de música (de Nino Rota, quien se acoplará al trabajo de Fellini de por vida) que acompaña la acción del filme a un ritmo extraordinario. Habría que agregar a todo ello la constante colaboración de Ennio Flaiano en los guiones, y la participación de la actriz francesa Anouk Aimée en ambas películas, que calificaremos de excepcional. En La dolce vita Aimée hace de mujer fácil (ella se autocalifica sencillamente de puta) y en Ocho y medio hace de prometida de Guido. Esta bella actriz alcanzó fama mundial con la película Un hombre y una mujer, de Claude Lelouch —el tema musical de Francis Lai también fue muy popular y pegajoso—; fue postulada al Oscar de Hollywood en 1966 y ganadora del Globo de Oro ese año; Aimée fue una actriz muy notable en esa época (una de mis divas personales, por su sensualidad); a mi modo de ver uno de sus mejores papeles fue en la película Justine (1969), de George Cukor, basada en la célebre novela de Lawrence Durrell, donde Anouk se aprecia en todo su esplendor.

En cuanto a Marcello Mastroianni no dudamos en afirmar que se trata de uno de los mejores actores de todos los tiempos, con una carrera rutilante en más de cien filmes, entre los cuales destacan La ley (1959), de Jules Dassin; El bello Antonio (1960), de Mario Bolognini; Divorcio a la italiana (1961), de Pietro Germi; Vida privada (1962), de Louis Malle; Casanova 70 (1965), de Mario Monicelli; El extranjero (1967), de Luchino Visconti; La noche (1961), de Michelangelo Antonioni; Roma (1971), de Fellini; Liza (1972), de Marco Ferreri; What? (1972), de Roman Polanski; La gran comilona (1973), de Marco Ferreri; La piel (1981), de Liliana Cavani; Un día particular (1977), de Ettore Scola; Sostiene Pereira (1995), de Roberto Faenza; Tres vidas y una sola muerte (1995), de Raúl Ruiz, y Viaje al principio del mundo (1996), de Manuel de Oliveira. Fue amante, nada menos, que de la propia Anouk Aimé y de Ursula Andress, Catherine Deneuve, Claudia Cardinale y Faye Dunaway. Como para morirse de envidia, Marcello que estás en el cielo.

Pudiera decirse que en Ocho y medio no hay protagonistas femeninas, aunque destacan, además de Aimée, la actriz italiana Sandra Milo en el papel de Carla —una mujer deliciosamente cursi e ingenua, amante de Guido— y la belleza física de Claudia Cardinale en todo su esplendor en fugaces apariciones, encarnando una presencia angélica de su adolescencia. En esa búsqueda de mujeres, el personaje de estas dos películas busca también a la madre: hay una escena impactante donde besa a la madre en la boca y al abrir los ojos aparece la amante. Yo me atrevo a decir que Fellini se miró en el espejo amatorio de Mastroianni y tejió a través de él un juego no sólo erótico-intelectual, sino toda una filosofía de su propio momento vital, mezclándolo a la biografía de su amigo. También Guido en esta historia busca a su infancia, a su padre, los juegos y la alegría, la parte jocosa de la vida.

En La dolce vita las danzas que ejecuta Anita Ekberg en la Fontana di Trevi en Roma y la ascensión de Marcello con ésta por las escaleras de una iglesia hacia un campanario, expresan un tipo de sensualidad que hizo historia en el cine. De las actuaciones masculinas en este filme destaco las del actor estadounidense Lex Barker, apuesto galán que protagonizó en Hollywood algunos filmes de Tarzán los cuales disfruté durante mi infancia.

 

“Ocho y medio”, de Federico Fellini (1963)
Ocho y medio, de Federico Fellini (1963).

Fellini es un filósofo que huye de los intelectualismos y de las situaciones abstractas; no se permite el aburrimiento aunque sus personajes se aburran inmensamente.

Rasgos fellinescos

Otro de los elementos centrales en el cine de Fellini son los personajes cómicos populares que representan la espontaneidad y la ingenuidad; cuando ellos aparecen, los filmes adquieren una belleza peculiar. En Ocho y medio el personaje de aquel memorable tipo de mujer del pueblo —enorme, descalza, desgreñada— que vive sola en las afueras, ejecuta de vez en cuando una rumba sensual que encanta a los niños, quienes le dan unas cuantas monedas para que baile. Uno de estos niños es reprimido y llevado de vuelta al colegio, donde le infligen severos castigos, identificando en la escuela y la iglesia a dicha mujer con el demonio. Este elemento cómico popular tiene mucho que ver en Fellini con el mundo de los circos. Como siempre, las instituciones reprimen la pureza de las expresiones espontáneas del pueblo, satanizándolas y calificándolas de inmorales. El elemento pagano juega un papel notable en la obra de Fellini y es una de sus constantes.

Hay otro ingrediente que aprecio en sus películas y es el uso de un lenguaje visual complejo para transmitir sentimientos diáfanos, pasiones contradictorias y tensiones interiores; el uso de diálogos naturales para describir estados de ánimo profundos, y un golpe de ojo barroco como vehículo de sátira social. Fellini es un filósofo que huye de los intelectualismos y de las situaciones abstractas; no se permite el aburrimiento aunque sus personajes se aburran inmensamente. Es un verdadero artista y un verdadero escritor; en efecto su carrera como escritor va a la par de su cinematografía.

 

El escritor y el periodista

De hecho, su carrera se inicia como periodista. En semanarios de Roma Fellini colabora en la principal revista satírica italiana, Marc’Aurelio, dirigida por Vito de Bellis. A raíz de esto, recibe numerosas ofertas de trabajo y buenas pagas. Escribió secuencias cómicas para actores como Aldo Fabrizi y Erminio Macario, en 1939. Fellini también produjo dibujos y retratos cómicos y caricaturas políticas; finalmente trabaja como dibujante publicitario para películas, de donde pasa a la radio y luego al cine. En la radio conoce a Giulietta Masina, donde vive una fase prolífica de escritura de guiones, incluyendo presentaciones de revistas musicales y radiales.

Recordemos que en 1945 Fellini conoce a Roberto Rossellini, con quien contribuye a una de las películas más notables del cine italiano de posguerra: Roma ciudad abierta. También trabaja como guionista para otros reconocidos directores como Alberto Lattuada, Pietro Germ y Luigi Comencini. Después de colaborar en los guiones de otras películas de Rossellini como Camarada (1946) y El amor (1948), y de debutar en la dirección junto a Alberto Lattuada en Luces de variedades (1950), Fellini realiza en 1951 su primera película original, El jeque blanco, protagonizada por el comediante Alberto Sordi y escrita nada menos que por Michelangelo Antonioni y Ennio Flaiano. La actriz Giulietta Masina, con quien se había casado en 1943, se convirtió con el tiempo en una actriz sorprendente que logró enternecer al público de todo el mundo, y enriqueció enormemente el cine de Fellini (y de todo el cine moderno, diría yo, del que Fellini es parte fundamental) en los años 50 y 60 del siglo XX en películas como Almas sin conciencia, Los inútiles (1953), Las noches de Cabiria, La Strada, Giulietta de los espíritus y Ginger y Fred. Luego vendría el reconocimiento internacional, las cuantiosas recaudaciones de taquilla y los sucesivos premios Oscar (recibió uno a su trayectoria el mismo año de su fallecimiento, 1993) para La calle, Las noches de Cabiria, La dolce vita (no hay manera de traducir el título de esta película al castellano como “La dulce vida” y mucho menos “La vida dulce”), Julieta de los espíritus, El Satiricón, Casanova y Amarcord; una época de reflexión signada por su distanciamiento de los patrones de rentabilidad y sensacionalismo en el cine.

Luces de variedades prefigura el tema del cine dentro del cine, pero en su aspecto difícil y mediocre, donde las vicisitudes materiales en la factura de una película se imponen sobre la libertad de hacer arte: entonces lo vulgar o lo banal toman el lugar del glamur y lo bello, como ocurre en La dolce vita. Las noches de Cabiria es lo contrario: una exitosa estrella de cine hace una invitación placentera a Cabiria para el disfrute de todos. En Una agencia matrimonial aparecerá el reportero que antecede al periodista y escritor frustrado que es Marcello. Es claro que Fellini fue trabajando este prototipo hasta darle justa caracterización en las dos películas aludidas en este ensayo.

El jeque blanco surge de las revistas populares llamadas en Italia “fumetti” y es un personaje que le permite al escritor liberarse de la realidad cotidiana, o reinventarla. En cambio La calle (1964) se sale por completo de estos esquemas e ingresa en otro tipo de búsqueda, menos referida a su propia vida o experiencia personal; aquí la autorreferencialidad o autobiografía cede el paso a la calidad de los personajes interpretados por Giulietta Massina y Anthony Quinn: una mujer dulce e ingenua enamorada del jefe de un circo ambulante que la explota y maltrata. A través de estos personajes el director se asoma a otra dimensión de su arte: la de construir prototipos populares y callejeros dotándolos de un toque de magia y artificio; elementos que recogerá más adelante en películas complejas como Casanova o El Satiricón. Se ha abundado —creo que demasiado— en estos temas como aspectos autobiográficos en Fellini, haciendo correlatos permanentes con su vida personal, pero no creo que el cine ni ningún otro arte puedan verse esencialmente como productos individuales o personales, sino como un dialogo múltiple con el mundo o con lo otro.

Fellini siguió haciendo cine hasta el final, insistiendo en sus temas de la memoria, el grotesco y la fantasía y haciendo valer su premisa.

El Satiricón (1969) narra las aventuras eróticas de Emolpio y Encolpio, dos jóvenes de la Roma imperial, poniendo en ello un toque personal sugerido por el espíritu del libro original de Petronio. Fellini reincide en el motivo de una sensualidad donde el desarrollo del eros (o de la libido, como la llamó Freud) se contrasta en la pacatería o hipocresía católicas. El banquete de Trimalción, la parte más extensa del filme —el más largo quizá de su filmografía—, no se cansa de abundar en orgías, excesos o desbordamientos que hacen énfasis en la clase nueva rica de donde surgen esos personajes quienes, pese a estar ahítos de sexo y placeres, ostentan depresiones y vacíos existenciales. Fellini contemporiza los personajes de Petronio, matizándolos con recursos teatrales de muecas y rictus donde predominan las atmósferas de tonalidades rojizas. Emolpio y Encolpio, saturados de sexo después de las orgías, se encuentran frente al campo, y este hermoso paisaje les suscita la necesidad de la poesía para dar sentido a sus vidas, en una de las escenas más logradas de la película. El director realiza en cierto modo una fuerte crítica al paganismo compulsivo de la sociedad capitalista y consumista moderna, a su creciente deterioro moral. Si se hubiera asomado al XXI quizá no se hubiera sólo asombrado, sino horrorizado por el profundo deterioro ético en que se halla sumida la sociedad posmoderna, hundida buena parte de ella en la etapa terminal del capitalismo de Estado.

El actor estadounidense Donald Sutherland logra una de sus mejores actuaciones en el papel de Giacomo Casanova, cuando éste, ya viejo y cansado, recuerda sus aventuras y sufrimientos con las mujeres durante su juventud, logrando dar una faceta muy humana de este importante personaje, verdadero escritor —como lo mostró en sus Memorias—, una acabada pieza literaria que nos presenta una brillante tribulación interior. En esto se aleja del superficial Don Juan del español José Zorrilla, que simplemente disfruta engañando y mintiendo a las féminas. El Casanova de Fellini se estrenó en 1976.

Fellini siguió haciendo cine hasta el final, insistiendo en sus temas de la memoria, el grotesco y la fantasía y haciendo valer su premisa. “No tengo nada qué decir, pero sé cómo decirlo”, lo cual indica que en su cine casi todo es lenguaje, creación de un universo propio mediante un estilo, pues básicamente su cine es de introversión o indagación psíquica, no de anécdotas o historias solamente, por más interesantes que éstas puedan ser en sí mismas; Fellini se alejó cuando pudo de las elaboraciones teóricas e intelectuales. Hizo nuevos filmes como Los payasos (1970), Roma (1972), Ensayo de orquesta (1979), La ciudad de las mujeres (1980) e Y la nave va (1983). Particularmente hermosa es Amarcord (1973), un viaje por la memoria de su pueblo natal Rimini, donde se reconcilia con sus raíces y su origen, expresados mediante imágenes y diálogos de una sutil poesía. Ensayo de orquesta es un homenaje a la música, una obra experimental de una peculiar narrativa fragmentaria. El Satiricón, como ya dijimos una parodia del libro clásico de Petronio donde se vale de los recursos de la fantasía erótica para hacer la crítica de la sociedad donde se desenvolvió.

Dejó una obra inconclusa, El viaje de G. Mastorna, con un guion escrito en 1966 para una propuesta del productor Dino De Laurentiis. Se trata de una adaptación de una novela de ciencia ficción titulada Qué universo tan loco, del escritor estadounidense Frédéric Brown. Pero Fellini cambió de opinión y comenzó a desarrollar otro trabajo basado en una idea de Dino Buzzati que tampoco llegó a realizarse nunca. Hubiera sido extraordinario ver cómo Fellini abordaría este filme de ciencia ficción, dado como era a la imaginación fantástica y a las historietas que le impactaron desde joven, cuando era dibujante.

Me parece que el director italiano influyó de manera decisiva en nuestra sensibilidad en aquellos años 60, de tanta relevancia para los cambios de paradigma en la cultura. Hoy he disfrutado observando de nuevo películas suyas como La dolce vita y Ocho y medio, las cuales he comentado a modo de sencillo tributo a este singular maestro de lo grotesco y lo barroco, cuya obra adquiere un nuevo valor en el siglo XXI hasta ostentar un rango de clásico moderno, continuando la mejor tradición del cine de su país, del cine europeo y universal. Ya hemos dicho que parte fundamental de su trabajo proviene de Roberto Rossellini y se continúa, luego, en Michelangelo Antonioni, Luchino Visconti, Bernardo Bertolucci, Ettore Scola, Marco Ferreri, Mario Monicelli, Lina Wertmüller y Roberto Benigni, entre otros.

Si alguna obra cinematográfica del siglo XX posee coherencia esa es la de Fellini, por la fidelidad que mostró a sus motivaciones iniciales y al amplio y sugerente desenvolvimiento que mantuvo hasta el final. Me parece que fue alguien tocado por el don del genio; nos mostró una Italia profunda, jocosa, sensual y contradictoria a través de un lenguaje novedoso que aún hoy continúa asombrándonos.

Gabriel Jiménez Emán
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