Publica tu libro con Letralia y FBLibros Saltar al contenido

Heródoto, la felicidad, el destino y una boda
(tres traducciones)

jueves 20 de octubre de 2022
¡Comparte esto en tus redes sociales!
Heródoto de Halicarnaso
Heródoto, el padre de la Historia, cree que los dioses manejan a los hombres. Y que éstos, en consecuencia, están en sus manos. Heródoto de Halicarnaso. Estatua en el Parlamento de Viena

En tres partes de su ingente Historia (I, 30-33, III, 39-43 y VI, 126-131), Heródoto plantea dos problemas, muy de actualidad en la Grecia de su época, siglo V a.C., que constituyen dos ejemplos sobre la felicidad y el destino del hombre. Y la dependencia de las mujeres de sus padres en este caso. Los dos textos primeros tienen su paralelismo en las tragedias Andrómaca, de Eurípides, y Edipo, la trilogía, de Sófocles. En la primera (v. 101) sostiene Andrómaca que “no se puede llamar feliz a ningún hombre hasta que ha llegado su último día”. Y Edipo es el héroe inocente al que le resulta, pese a sus deseos de huir, imposible no caer en manos del destino: en él se cumple, pues, cuanto estaba predeterminado.

Heródoto con estos postulados hace dos breves excursos en su obra. Heródoto, el padre de la Historia, cree que los dioses manejan a los hombres. Y que éstos, en consecuencia, están en sus manos. Ellos, pues, van a determinar gran parte de los sucesos de nuestras vidas. Advierte el historiador de la necesidad de andarse con pies de plomo: la divinidad es envidiosa de la felicidad y bienaventuranza humana. En un momento determinado, por su acción, ésta se puede convertir en todo lo contrario. Y nada se puede hacer, si así lo había determinado el destinado. Es lo que demuestra en sus dos pequeñas novelas, Creso y Solón y El anillo de Polícrates.

 

Creso y Solón

Por esta razón, y para ver mundo, Solón abandonó su patria visitando a Amasis en Egipto, y a Creso en Sardes. Llegado a Sardes, fue hospedado en el palacio de Creso. Al cabo de tres o cuatro días, Creso ordenó a sus criados que llevaran a Solón a la cámara del tesoro y le mostraran las grandes riquezas que poseía.

Ahora me ha venido el deseo de preguntarte si has conocido a alguien que sea el más feliz de todos los hombres.

Vistas y examinadas todas las cosas como era conveniente, Creso le planteó lo siguiente:

—Extranjero ateniense, hasta nosotros ha llegado tu fama de sabio, y la de tus viajes, en los cuales investigas toda la tierra para conocer el mundo. Ahora me ha venido el deseo de preguntarte si has conocido a alguien que sea el más feliz de todos los hombres.

Preguntaba esto esperando ser él el más feliz de los hombres. Solón no lo halagó, sino que le dijo indicándole quién lo fue:

—¡Ah, rey! Telón el ateniense.

Se maravilló Creso volviendo a preguntar:

—¿Cómo consideras que Telón es el más feliz?

Éste le respondió:

—A Telón, ante todo, en una próspera ciudad, le nacieron hijos que fueron hombres de bien. Vio que a todos ellos les nacieron hijos, y que sobrevivieron todos. Y tras haber disfrutado de una vida feliz, como era posible para nosotros, tuvo un final muy brillante: surgió una batalla entre los atenienses y sus vecinos. Corrió en auxilio de su ciudad, y provocando la fuga del enemigo, murió gloriosamente. Los atenienses lo honraron oficialmente en el lugar donde cayó tributándole grandes honores.

Solón, pues, dirigió el asunto hacia Telón. Le habló, luego, muchas veces sobre la felicidad, convenciéndolo de algunas cosas. Creso le volvió a preguntar, pensando que, por lo menos, se llevaría el segundo lugar. Solón le respondió:

—El segundo lugar corresponde a Cleóbis y Bitón. Ambos nacieron en Argos, disponían de suficientes medios de vida, y ambos poseían un gran vigor físico. Fueron ganadores de diversas pruebas atléticas, eran semejantes el uno al otro, y sobre ellos se cuenta la siguiente historia:

Celebrando los argivos una fiesta en honor de Hera, fue completamente necesario que su madre fuese transportada hasta allí en un carro.1 No obstante, sus bueyes no habían regresado todavía del campo. Apremiados por el tiempo, los jóvenes se pusieron bajo el yugo para tirar del carro. Sobre éste, los conducía su madre. Así, transportándola durante cuarenta y siete estadios,2 llegaron al templo.

Hecho esto, visto por todo el pueblo, llegó el fin de sus vidas aconteciendo lo mejor. Pues la divinidad puso de manifiesto, ante todos, que para el hombre es mejor morir bien que vivir.

Los argivos, situados alrededor del templo, tuvieron por venturosa la fuerza de los muchachos, y las argivas consideraron feliz a la madre que había tenido tales hijos.

La madre, muy contenta por la acción y la fama que le habían granjeado, se colocó ante la imagen de Hera pidiendo a la divinidad para sus hijos, Cleóbis y Bitón, quienes la habían honrado mucho, que les concediera el mejor don que le es posible alcanzar al hombre.

Tras esta súplica, hicieron el sacrificio y celebraron el banquete con esplendidez. Los jóvenes se durmieron en el mismo templo, de donde ya no se levantaron: allí tuvieron el final de sus vidas.

Los argivos les hicieron sendas estatuas, como a los mejores hombres nacidos, que levantaron en Delfos.

Solón, pues, les concedió a éstos el segundo puesto respecto a la felicidad. Creso, irritándose, dijo:

—Extranjero ateniense, ¿de forma que nuestra dicha queda para ti reducida a la nada al hacerla igual a la de vulgares hombres indignos?

Éste le contestó:

—Creso, sabiendo que la divinidad es envidiosa de los bienes humanos, es propio de perturbados preguntar acerca de esto. Pues es necesario un largo tiempo para comprender muchas cosas. No desees éstas, ni quieras sufrir por ellas. Fijo en setenta años la duración de la vida del hombre. Verdaderamente los setenta años equivalen a veinticinco mil doscientos días, sin contar los meses intercalares.3 Ahora bien, si cada dos años se debe intercalar un mes, el hombre se hará mayor; los meses intercalares son treinta y cinco, y los días de esos meses son mil cincuenta. Todos estos años se alargan en veintiséis mil doscientos cincuenta días. Y cada uno de ellos es totalmente distinto al otro, pues no conducen a la misma acción. Por lo tanto, Creso, el hombre es una entera casualidad. Ahora bien, tú dices que eres muy rico, y rey de muchos hombres. Pero no puedo contestarte todavía si eres feliz o no, sin saber antes si tu vida ha concluido felizmente. Pues una persona inmensamente rica no es más feliz que otra si la fortuna, dirigiendo bien su camino, no lo conduce hacia un final feliz. Así, muchos hombres ricos son desgraciados, mientras que muchos modestos llevan una vida dichosa. El hombre rico sobrepasa al pobre solamente en dos cosas, y éste al rico y desgraciado, en muchas. El rico lleva a cabo sus deseos, y su gran deseo le hace soportar grandes desgracias. Pero cada uno soporta lo mismo.

”El rico es fuerte para llevar a cabo sus deseos. El buen éxito lo aparta de ciertas cosas. Es enteramente libre, desconocedor de las males. Es afortunado y hermoso. Y si además de estas cosas, en el futuro tiene un final feliz, a este mencionado, a este, lo podrás llamar dichoso. Mientras puede ser llamado afortunado. Pero si centras tu atención sobre el final, no se puede decir todavía que sea feliz, sino afortunado.

”Tenerlo todo siendo un hombre es imposible. Tampoco un país es autosuficiente: no consigue todas las cosas por sí mismo, sino que las importa de otros, pues tiene unas y carece de otras. Y el que tiene muchísimas cosas, es el mejor. Tampoco el cuerpo del hombre es autosuficiente, pues teniendo esto, carece de lo otro. Ahora bien, quien vive siendo autosuficiente, y tiene luego un final sereno, ese para mí, rey, es justo que lleve el nombre de hombre feliz. Es preciso examinarlo todo cuando se llega al final. Pues a muchos la divinidad los ha hecho ricos para arrancársela de raíz y volverles la espalda”.

Dichas estas cosas a Creso, éste ni se regocijó ni hizo ningún caso de sus palabras. Lo despidió pensando que era un gran ignorante ya que le aconsejaba dejar sus riquezas para fijarse en el final de su vida.4

 

El anillo de Polícrates

Iniciando Cambises una campaña contra Egipto, y los lacedemonios contra Polícrates, hijo de Éaces, éste se apoderó de Samos gracias a una sublevación. Dividió luego la ciudad en tres tribus entregando cada una de ellas a sus hermanos, Pantagnoto y Silosonte. Pero, tras asesinar al primero de los dos, al más joven, Silosonte, lo exilió adueñándose de la totalidad de Samos. Adoptó entonces relaciones de amistad con Amasis, rey de Egipto, enviándole presentes y recibiéndolos de aquél.

Decía que se queda mejor con un amigo devolviéndole lo arrebatado que sin arrebatarle algún poder.

En poco tiempo el poder de Polícrates aumentó, siendo celebrado en Jonia y en toda Grecia. Pues, cuando se lanzaba a la guerra, todas las cosas le sucedían favorablemente. Se hizo con cien pentaconteros5 y un cuerpo de mil jinetes armados con arcos. Con ellos saqueaba y robaba sin hacer distinciones de ningún tipo. Pues decía que se queda mejor con un amigo devolviéndole lo arrebatado que sin arrebatarle algún poder.

Había conquistado también muchas islas y muchas ciudades en tierra firme. Igualmente derrotó a los milesios en una batalla naval, siendo él más fuerte, cuando éstos acudían, con todo su ejército en auxilio de los milesios. Éstos, derrotados, encadenados, cavaron todo el foso alrededor de la muralla de Samos.

Gozando de una enorme suerte en todos sus asuntos, Polícrates no se lo ocultaba a Amasis, pero éste estaba preocupado. Y cuando la buena suerte alcanzó el grado sumo, le escribió una carta, que envió a Samos.

Amasis a Polícrates le dice lo siguiente: “Es grato para un hombre enterarse del buen éxito de su amigo y huésped, aunque a mí tus grandes éxitos no me satisfacen, pues hay que tener en cuenta que la divinidad es envidiosa. Deseo para mí, y para aquellos por quienes me preocupo, tener éxito en algunas ocasiones, y dificultades en otras. Pasar la vida con alternativas sin ser completamente feliz. No conozco a nadie de quien no haya oído decir que, al final de su vida, no fue desgraciadamente arrancado de raíz de su fortuna. Obedéceme, pues, y prométeme que emprenderás unas acciones ventajosas con otras que no lo serán.

”Deshazte de algo que tenga mucho valor para ti y cuya desaparición te produzca una enorme desazón. Algo que sea imposible para un hombre recuperarlo. En el caso, por otra parte, de que las cosas que te sucedan, alternativamente, te hagan sufrir de forma distinta a la dicha por mí, cuídate”.

Polícrates comprendió cuanto decía su amigo. Lo juzgó con inteligencia, y consideró los consejos de Amasis como un bien. Posteriormente halló entre sus joyas una con cuya pérdida se iba a condoler mucho. Era una piedra preciosa sujeta con hilos de oro. La solía llevar de un lado a otro. La piedra era una esmeralda y el engaste era obra de Teodoro de Samos, hijo de Telecles.6 Resuelto, pues, a deshacerse de esta joya, hizo lo siguiente: equipó un pentacontero con hombres, embarcó y ordenó que lo llevaran a alta mar. Cuando se percató de que estaba lejos de la isla, quitándose el anillo lo tiró al mar ante la vista de cuantos navegaban con él. Tras esto, emprendió el regreso, y apenas hubo llegado a casa cuando ya echó de menos al anillo.

Al cabo de cinco o seis días de estos sucesos, resultó que el anillo regresó a él. Un pescador cogió un gran y hermoso pez. Lo juzgó un presente digno de Polícrates. Lo llevó al momento a palacio. Dijo allí que quería llegar ante Polícrates. Avanzando hacia éste le hizo entrega del pez diciendo:

—¡Oh, rey! Tras haber cogido este pez, no me pareció justo llevarlo al mercado por más que vivo de mis manos. Pese a ello, me parece digno de ti y de tu autoridad. A ti, pues, trayéndolo, te lo doy.

Complacido Polícrates ante sus manifestaciones, le respondió:

—Tu generosidad me ha hecho un gran bien. Doblemente tus palabras y tu presente. Por lo tanto, te invitamos a un banquete.

El pescador se fue a casa muy contento por el tratamiento recibido. Mientras, cortando los sirvientes el pez, encontraron en sus entrañas el anillo de Polícrates. Al verlo lo cogieron rápidamente regocijándose. Se lo llevaron a Polícrates y entregándoselo le dijeron el lugar donde había sido hallado.

Comprendió éste que el hecho era una obra divina. Escribió una carta contando todo cuanto había hecho, y cuanto le había sucedido. Envió el escrito a Egipto.

Tras haber leído lo que decía Polícrates en la carta, Amasis comprendió que salvar a un hombre de cuanto le va a suceder es imposible. Y que Polícrates no iba a terminar bien ya que era feliz en todas sus actuaciones, pues encontraba hasta lo que deseaba perder. Envió un heraldo a Samos y le dijo que rompía el vínculo de hospitalidad que tenía con él. Lo hacía para evitarse el disgusto que le iban a producir los sucesos adversos que se iban a apoderar de Polícrates.7

 

Las bodas de Agarista

Posteriormente, una generación después, Clístenes, el tirano de Sición, proclamó tener muchas más cualidades que cualquiera que hubiese nacido en Grecia. Clístenes era hijo de Aristónimo, nieto de Mirón y biznieto de Andreas. Tenía una hija llamada Agarista. Deseaba entregar a ésta como esposa a quien se declarara el mejor de todos los griegos.

Clístenes hizo una proclama: a cualquiera de los griegos, quien se considerase el más digno, lo haría su yerno.

Durante los juegos olímpicos, y tras vencer con su cuadriga, Clístenes hizo una proclama: a cualquiera de los griegos, quien se considerase el más digno, lo haría su yerno. Pero éste debería llegar a Sición, en primer lugar, dentro de sesenta días, a fin de conseguir ser yerno de Clístenes al cabo de un año, contando a partir de esos sesenta días.

Al punto, cuantos griegos se consideraban grandes, y se ufanaban de su patria, estaban allí, instalándose como pretendientes. Clístenes hizo construir para ellos un estadio y una palestra.

De Italia, ciertamente, llegó Esmindírides de Síbaris, hijo de Hipócrates, quien había llegado, más que ningún otro hombre, a un gran refinamiento —Síbaris en aquel tiempo estaba en la plenitud de sus fuerzas. Y Dámaso de Síris, que era llamado el Sabio. Éstos llegaron de Italia. Del golfo de Jonia, Amfimnesto de Epidamno, hijo de Epístrofo. Éste llegó del golfo de Jonia. De Etolia llegó el hijo de Titormo, que superaba en fuerza a los griegos, y huyendo de los hombres se refugió en los límites de Etolia. De este Titormo, Males tenía un hermano.

Del Peloponeso llegó Leocades, hijo de Feidón, tirano de Argos. Feidón estableció las pesas y medidas para los peloponesios, siendo el más orgulloso de todos los griegos; engañó a los jueces de los eleos en la olimpiada organizada por él. Además del hijo de éste, se presentaron Amianto, hijo de Licurgo, y un azanio de Trapezunte oriundo de la ciudad de Peo. Según una historia que se cuenta en Arcadia, albergó en su casa a los Dioscuros, y por eso mismo daba hospedaje a todo el mundo. También llegó un eleo, Onomasto, hijo de Ageo.

Éstos llegaron del Peloponeso. De Atenas llegaron Megacles, hijo de Alcmeón; éste se trasladó a la corte de Creso. También llegó Hipoclides, hijo de Tisandro. Era tenido por el más importante de los atenienses debido a su riqueza.

De Eretria, floreciente en aquel tiempo, se presentó Lisanias. Fue el único que llegó de Eretria.

De Tesalia llegó Diactóridas de Cranon, de la familia de los Escopodas, y de Molosia, lo hizo Alcón.

Todos estos fueron los pretendientes que llegaron. Llegados éstos, Clístenes proclamó, en primer lugar, la patria y el linaje de cada uno de los que había convencido. Después, reteniéndolos durante un año, puso a prueba la valía de cada uno de ellos, su disposición moral, y el modo de ser haciendo vida en común con todos ellos, o con cada uno en particular.

Igualmente llevaba al gimnasio a los mejores de aquellos jóvenes. Y, lo más importante, vigilaba a cada comensal. Los retuvo a su lado durante ese tiempo e hizo todo lo posible por acogerlos magníficamente.

Ciertamente, de alguna manera, le agradaban mucho los pretendientes llegados de Atenas. De éstos prefería a Hipoclides, el hijo de Tisandro, tanto por su bravura como porque descendía de los Cipsélidas de Corinto.

Cuando llegó el momento, tras aquellos días, del banquete nupcial, y de la declaración de Clístenes, a fin de escoger a uno de entre los pretendientes, ofreció una hecatombe. Trató con esplendidez a los pretendientes y a todos los habitantes de Sición.

Cuando terminaron de comer, los pretendientes mantuvieron una competición musical, y hablaron sobre lo que se habla en público. Tras la bebida, Hipoclides, cogiendo con fuerza a los otros, exhortó al aulista para que tocara una danza solemne. Convencido el aulista, danzó. La danza le resultaba muy agradable. Clístenes, viéndolo danzar, desconfió de él. Pasado un tiempo, Hipoclides danzó sobre una mesa, primero al modo laconio, y en tercer lugar, recostándose sobre la mesa, hizo cabriolas con las piernas. Aborreciendo Clístenes la primera y última danza, también lo aborreció a él como yerno por la vergüenza que le ocasionaba.8

Cuando vio que movía las piernas, recostado en la mesa, fue incapaz de contenerse y le dijo:

—Hijo de Tesandro, bailando te has quedado sin boda.

Hipoclides, tomando la palabra, respondió:

—A Hipoclides le tiene sin cuidado.

La respuesta se ha convertido en un proverbio.

Clístenes, imponiendo silencio, dijo en medio de la sala:

—Varones que pretendéis a mi hija, os alabo a todos vosotros. Y si fuera posible os complacería a todos, no escogiendo sólo a uno y separándolo del resto. No rechazo al resto como indignos. Pero con una sola muchacha no puedo contentaros a todos. A cada uno de vosotros, renunciando a la boda, os doy un talento de plata. Es un regalo digno por haber mostrado interés por la boda y por haber estado lejos de vuestras casas. Doy a mi hija Agarista a Alcmeón, hijo de Megacles, según las leyes de Atenas.

Megacles manifestó que aceptaba. La boda fue ratificada por Clístenes.

De la decisión acerca de los pretendientes nació algo grande. De este modo lo proclamaron los Alcmeónidas por toda Grecia.

De esta unión nació Clístenes. Éste instituyó las tribus y la democracia en Atenas. Tenía el mismo nombre que su abuelo materno de Sición.

De Clístenes nacieron Megacles e Hipócrates. Y de Hipócrates otro Megacles y otra Agarista, quien tomó el nombre de Agarista, la hija de Clístenes. Ésta se casó con Jantipo, hijo de Arifrón. La cual, estando embarazada, tuvo una visión: creyó estar engendrando a un león. Pocos días después dio a luz a Pericles, hijo de Jantipo.

Vicente Adelantado Soriano
Últimas entradas de Vicente Adelantado Soriano (ver todo)

Notas

  1. Fue sacerdotisa de la diosa Hera, siendo obligatorio para éstas ir en carro hasta el santuario de la diosa.
  2. Unos ocho kilómetros.
  3. Al ser un calendario lunar el griego, debían añadir meses al mismo a fin de que coincidiera con la estación del año. Se tenía que añadir un mes cada dos años.
  4. La historia no termina aquí. En la guerra, Creso fue vencido por Ciro, y condenado a la pira. Cuando le iban a prender fuego, se acordó de Solón invocándolo. Ciro, curioso, mandó que lo bajaran de la pira. Creso le contó lo acaecido con Solón, y Ciro le perdonó la vida colmándolo de honores. Historia, I, 86-91.
  5. Hay que recordar que Samos es un isla. El pentacontero era un navío muy veloz. Tenía veinticinco remeros en cada flanco, dispuestos en una hilera. Era muy apto para acciones rápidas y de piratería.
  6. Escultor, arquitecto y orfebre. Fue el introductor, a partir de las teorías egipcias, del canon de las proporciones humanas. Vivió en el siglo VI a.C., lo cual redunda en el valor del anillo de Polícrates.
  7. Polícrates, tras caer en una trampa, llevado por su ambición, tuvo una muerte horrible. Fue asesinado y crucificado. Heródoto, III, 120-125.
  8. Téngase en cuenta que las danzas las ejecutaban esclavos y prostitutas en las fiesta de la ciudad. Para danzar en un banquete hacía falta haber bebido mucho, cosa también mal vista por la aristocracia griega.
¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio