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Cinco crónicas de Fernando Sabino
(extraídas de su libro Gente)

domingo 12 de septiembre de 2021
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Fernando Sabino

Selección, traducción, prefacio y notas: Wilfredo Carrizales

Prefacio

I

Fernando Sabino (12 de octubre de 1923; 11 de octubre de 2004) fue un escritor y periodista brasileño nacido en Belo Horizonte, estado de Minas Gerais. Autor de cincuenta libros, así como muchos relatos y ensayos publicados en revistas y diarios. Su primer libro vio la luz en 1941, cuando tenía dieciocho años. Sabino ganó fama nacional e internacional en 1956 con la novela El encuentro marcado, traducida a muchos idiomas y adaptada para el teatro. Hizo su entrada oficial en el mundo del periodismo profesional como editor del diario Folha de Minas. En 1957 decide dedicarse exclusivamente a la literatura y al periodismo. Comenzó una producción diaria de crónicas para el Jornal do Brasil. Fundó en 1967, junto con Rubem Braga, la Editora Sabiá, una editorial que publicó autores como Vinicius de Moraes, Paulo Mendes Campos, Otto Lara Resende, Carlos Drummond de Andrade, Manuel Bandeira, Cecilia Meireles y Clarice Lispector. Fernando Sabino murió de cáncer de hígado en su casa, en Ipanema, al sur de Río de Janeiro, en la víspera de su octogésimo cumpleaños. Su epitafio reza así: “Aquí yace Fernando Sabino, que nació hombre y murió niño”.

 

Fernando Sabino
Fernando Sabino (1923-2004).

II

En su recopilación de crónicas que lleva por título Gente, editada en 1965, Sabino nos habla de gente famosa, personalidades de amplio prestigio y muy conocidas. Empero el escritor desea indagar más en esas vidas y en esos personajes y decir algo que antes no se hubiese dicho. Las crónicas fueron destinadas originariamente para que aparecieran en la prensa. Sin embargo, de lo efímero de su ámbito y de su momento trascendieron y lograron convertirse en un volumen para lectores intemporales. La escritura de las crónicas está signada por la agilidad y la pericia escritural y de estilo del autor. En esa prosa resalta un ritmo interior con una sorprendente vertiginosidad que atrapa. Y el humor que no cesa de estar presente y gratificar. Gente es importante sobre todo para iluminar El encuentro marcado. Con el pretexto de comentar algo acerca de otros, Sabino aprovecha la ocasión y nos habla también de sí mismo.

 

III

De las treinta y una crónicas que contiene Gente, he seleccionado las cinco que me agradaron más por motivos de afinidad, inclinación, admiración, sensibilidad y gustos varios con los personajes principales de esas crónicas. De Salvador Dalí a Manuel Bandeira: un vuelo rasante e intensamente emotivo.

 


 

Encuentros con Dalí, el catalán

Salvador Dalí
Salvador Dalí (1904-1989).

APERTURA de la exposición en la Bignou Gallery, en Nueva York. El pintor fácilmente identificable por los bigotes. No sé con certeza con qué idea me le aproximé. Yo tenía 23 años, fue en 1947 (él tenía entonces 44). Mi intención un segundo antes era salir de la sala, ya me sentía mal en el medio de tanta gente. Extendí el brazo, pidiendo paso, él estaba en mi camino, entonces aproveché el gesto y di un tirón en su sobretodo. Él se volteó y me extendió la mano. Dije que me gustaría hacerle unas preguntas. Me dijo que lo encontrase al día siguiente allí mismo, en la Galería:

—A las cinco de la tarde.

—A las cinco en punto de la tarde. Oh, Salvador Dalí de voz aceitunada.

Era un día frío y lluvioso, a las cinco de la tarde ya estaba oscuro. A esa altura yo pretendía hacer una entrevista para O Jornal, que publicaba regularmente colaboración mía. Mas no sabía qué preguntarle. Pregúntale si él cree en los ángeles —me sugirió Jayme Ovalle. Y José Auto quería por fuerza que yo diese al pintor un huevo con mi nombre escrito, a guisa de tarjeta de visita.

No hice nada de eso y me di mal en esa primera vez. Comencé por preguntarle lo que él me preguntaría si fuese un desconocido escritor brasileño y yo fuese Salvador Dalí:

—Exactamente eso que usted me preguntó —respondió él prontamente.

—¿Y qué respondería?

—Exactamente lo que respondí…

Nuestra primera conversación prácticamente terminó ahí.

 

HACE POCO TIEMPO él andaba diciendo que la pintura española no morirá con Picasso, mas continuaba viva con el mayor pintor español de todos los tiempos: él mismo. Ya en aquella época su opinión al respecto de sí mismo era bastante lisonjera:

—No estoy solo. Antes de mí hubo Rafael, hubo Leonardo, hubo Vermeer.

En ese segundo encuentro, llegué primero. Mientras esperaba, tuve tiempo de mirar con calma los cuadros. El autorretrato: una máscara ablandada, apuntalada por muletas sobre un pedestal, hormigas entrando por los ojos. Estudios para ilustraciones de Macbeth. Ilustraciones para los Ensayos de Montaigne. Estudios para la Leda Atómica, con todos los elementos levitando: Leda no tocaba el cisne, el cisne no tocaba el pedestal, el pedestal no tocaba la base, la base no tocaba el mar, el mar no tocaba la orilla.

—Es el “nada toca” —me explicaría él más tarde—. La separación de los elementos, que está en la raíz del misterio creador de la animalidad.

Sí, mas… Volvemos a los cuadros: una patata semidescascarada, un portaplumas, un tintero, una pierna de cisne sangrante, un lienzo, una pluma blanca en equilibrio sobre la mesa —todo para levitar, todo de un realismo minucioso, fotográfico. Los cuadros, en general, eran pequeños. Su famoso La persistencia de la memoria, con los relojes gelatinosos que, según me contó él, fueron motivo de más cartoons en aquel año que cualquier otro tema, no tenía más que dos palmos de tamaño.

 

DE REPENTE él entró, con sus bigotes de antena, y vino directo hacia mí, pidiendo disculpas por el atraso. De esa vez yo tenía mis preguntas preparadas y fui luego queriendo saber por qué él gustaba tanto de la inmundicia. Él aguantó firme, como si yo hubiese preguntado la cosa más natural del mundo:

—Toda mi obra anterior venía marcada de preocupaciones con problemas fisiológicos o sexuales. Esa preocupación se expresaba a través de varios elementos plásticos: la hormiga, las muletas, vísceras, excremento, ablandamiento de figuras, putridez, motivos eróticos, masturbación. Hoy esos elementos van cediendo lugar a otros.

No guiñó cuando le pregunté si encaraba la masturbación como solución ideal para el problema sexual del artista:

—La solución ideal no es la masturbación y sí una continencia del artista en su fase de creación.

—Y la levitación: ¿es puro recurso plástico o sugiere una manifestación de santidad?

—La levitación, para mí, es pura manifestación de un fenómeno cósmico.

Sal de esa, Sabino —pensé para mí.

—¿Y el huevo?

La impresión era que lo que quería que yo preguntase, él respondería con la más rigurosa de las seriedades. Hablé de Brancusi, a propósito del huevo, y él me dice que no consideraba el huevo una mera solución estética: era la búsqueda de una felicidad intangible, paradisíaca, preuterina. Al contrario de los demás elementos, que eran demoniacos: hormigas, muletas, caramujos, vísceras y todo lo demás.

—¿Usted cree en los ángeles?

Por último, la pregunta de Ovalle. Él se limitó a volver hacia mí los ojos claros y afirmar:

—No creo en los dragones. Todavía ahora pintando a san Jorge, tenía que pintar también el dragón. Y no concibo un dragón como Rafael lo concebía. San Jorge hoy en día mataría otra cosa, una cosa en que yo crea. Un automóvil, por ejemplo.

A esa altura él me preguntó cómo es que yo, siendo brasileño, hablaba tan bien el catalán. ¡Yo pensaba estar hablando español! Después se despidió fijando un nuevo encuentro para el día siguiente.

 

AL DÍA siguiente lo llevé a la exposición de Segal, que se inauguraba en Nueva York. Dio una vuelta por el salón, oyó todo en cinco minutos y salió, no sin antes decirme que pasase más tarde por el hotel Saint Regis para que continuáramos la conversación.

Yo ya había enviado dos materiales para el periódico, no había más de qué conversar. A pesar de eso comparecí y él me recibió en su cuarto, en medio de las telas, pinceles y caballetes, en compañía de una joven rubia que no dijo una palabra todo el tiempo y se limitó a mirarme con ojos de vidrio. Me sirvió una bebida verde y llena de agujas1 que más tarde vine a saber se trataba apenas de peppermint. Le hablé a él de las ilustraciones para el Don Quijote que él acabara de hacer:

—¿Alguna afinidad con don Quijote?

—Ni con Cervantes. A no ser la misma nacionalidad. Y ciertas relaciones de carácter sentimental. Era el libro que mi padre me leía todas las noches; llenó mi infancia.

—¿Y Rabelais?

—Ah, éste sí: me gustaría mucho ilustrarlo también. La preocupación gastronómica de Gargantúa y Pantagruel es una cosa que me toca muy de cerca.

George Orwell, en Dickens, Dalí y otros, recorrió uno a uno los síntomas patológicos de Dalí, para terminar afirmando que él no era tampoco un homosexual, ni un coprófago, ni un masoquista, como gustaba de insinuar, sino un necrófilo. Por eso vivía entre cosas muertas, que no interesaban más a la humanidad. Le pregunté lo que suponía de eso. Y la rubia allí firme, callada, escuchando todo.

—Ese trabajo yo confieso que no lo leí. Tengo una prodigiosa capacidad de ver mi nombre impreso sin precisar leer el texto que lo acompaña. Ese libro es cosa de inglés —los ingleses no me entienden muy bien. Es preciso ser latino para entender ciertas cosas. Yo soy catalán. Usted es carioca.

 

AL NUEVO encuentro yo no iría —decidí firmemente al salir. Entonces le escribí una carta diciéndole simplemente esto: no tenía más que preguntarle.

Tiempo después estaba con Ovalle pasando por el Centro Rockefeller debajo de la nieve, cuando veo a Salvador Dalí cruzar la esquina corriendo, sin sombrero ni sobretodo. “¡Salvador!”, grité. Él se detuvo, a la espera. Me aproximé. Sus cabellos se cubrían de nieve, tenía nieve hasta en la punta de los bigotes. Le presenté a Ovalle, “un gran compositor brasileño”. Él me dice que estaba necesitando desesperadamente un taxi. “Que no sea por eso”, respondí. Fui hasta la otra esquina y en poco tiempo regresaba dentro de un taxi. Salté, él entró, después de despedirse de Ovalle, que le dice apenas: “¡Dejé de conocer a Chesterton pocos días antes de su muerte!”. Apretó efusivamente mi mano entre las suyas diciendo: “Usted es mi arcángel”. El taxi partió y nunca más lo vi.

 


 

Aquí jazz, lo músico

Harry Roy
Harry Roy (1900-1971).

HOY, pido licencia para tratar de un asunto que me toca muy particularmente. No habrá aquí una palabra que no sea para los verdaderos iniciados. Quien tenga oídos para oír, oiga. Es curioso cómo nosotros, los maniáticos, acostumbramos engañar a los incautos en nuestras particulares predilecciones. Ponemos un disco —¡preste atención en este saxo tenor!— para interrumpirlo en el medio y sustituirlo por otro —ahora vea este piano— y acabar tocando en el aire una trompeta imaginaria. La verdad estamos hablando un lenguaje sólo inteligible para los inoculados por el mismo virus.

 

COMENCÉ a gustar del jazz aún niño con la orquesta de Harry Roy. En la época era la cumbre de la música comercial americana, tanto más extraordinario cuanto que se trataba de un inglés. Paradojalmente, había unos ingleses que disponían libremente y sin limitación en materia de suceso popular: Nat Gonella, imitador de Armstrong; Bert Ambrose, el pianista Carol Gibbons, el baterista Joe Daniels. Era lo que había de bueno para nuestro mal gusto de época. Años más tarde descubro en Londres un antro en West End donde Harry Roy tocaba y voy a visitarlo. El famoso band-leader, que encantó a Europa en la década de los 40, con más de mil grabaciones tocadas diariamente en todas las radios del mundo, no pasaba de ser un fantasma de sí mismo. Gordo, calvo, envejecido, arruinado y desilusionado, todavía fue capaz de encender en el mirar una centella de entusiasmo por el pasado al saberme su antiguo admirador. ¿Cómo? ¿Aún había quien se acordase de él? Poco tiempo después moría en la pobreza y en el anonimato.

 

IR PARA Nueva York significaba para mis 20 años ir a vivir en un mundo de jazz. Ya superada la fase Tommy Dorsey (I’m Getting Sentimental Over You) con un crooner llamado Frank Sinatra. O la de Glenn Miller (Moonlight Serenade) y sus arreglos afectados que las orquestas de los casinos en Brasil procuraban reproducir. Ya me cansaba del clarinete de Artie Shaw (Star Dust). Mi instrumento no era más el piano (Fast Waller) ni la trompeta (Billy Butterfield) y no llegaba todavía a ser el trombón (imaginario) que acostumbro tocar en la ventana de mi apartamento en noches de luna llena, acompañando a Kid Ory (Muskrat Ramble): era la batería de Gene Krupa (Sing, Sing, Sing), que llegué a tocar de modo sufrible en el curso de las borracheras más incontrolables en Pampulha o en Vogue —mi amigo Sacha que lo diga. Llegué a comprar una, en la cual me entrenaba con desvarío noche adentro, para el desespero de los vecinos.

A esta altura debo declarar francamente que no paso de ser un artista frustrado. Trocaría todo lo que hice o dejé de hacer desde los 20 años por aquella invitación que el pianista Chameck, de la orquesta Kollman, me hizo un día, de seguir con él y además un contrabajo en tournée por Europa durante tres meses. Hubiese yo abandonado todo (mujer y empleo) como haría 10 años más tarde y seguido con él, no estaría aquí perdido en bobas reminiscencias, mas tocando tan bien como los grandes maestros (Zutty Singleton, Art Blakey).

 

EN VEZ de eso, fui a parar con Vinicius a Nueva York, y eran las once horas de la noche de nuestra llegada cuando encontré una tarjeta de visita en la portería del hotel: “Te estoy esperando en Palladium para oírnos. Gene Krupa”. Me arrojé en el primer taxi, mas mi inglés no daba para vencer la dificultad y el chofer acabó llevándome a otro lugar, donde estaba tocando Benny Goodman. Este era entonces para mí el paradigma del jazz, en especial en el pequeño conjunto (Nagasaki, Dardanella), contraponiéndose a las grandes orquestas (Jimmie Luncford, Cab Calloway) entre las cuales evidentemente se destacaba mi gran ídolo de siempre (Duke Ellington).

Pues de repente me veo tímidamente sentado a la mesa de un salón mayor que un garaje colectivo, gente por todos lados, y la orquesta de Benny Goodman enviando brasa (Lady Be Good). Ted Wilson en el piano, Lionel Hampton en el vibráfono; Gene Krupa no estaba, pero ¿qué yo pudiera querer más? Pedí un whisky, resuelto a satisfacer la cara hasta el final de los tiempos.

Mas he aquí que a las tantas se establece ligera perturbación del ambiente y veo entrar a unos criollos que van a sentarse en la mesa de al lado. Sentíase en el aire, por las miradas que se volvían, que era gente importante.

Era él mismo, con algunos amigos: Duke Ellington en persona.

Sólo faltaba desmayar. Después de algún tiempo y algunos whiskies más, poseído de una audacia que siempre me ha faltado en los momentos decisivos de mi vida, fui hasta él y lo abordé. Esa vez Dios hizo que el inglés no me faltase y, a falta de otras credenciales, me presenté humildemente como un periodista brasileño interesado en escribir sobre él. Entonces, el hombre no sólo me hizo sentar, sino que me convidó a asistir a su ensayo del día siguiente en el cine Paramount, donde estrenaría en breve —llegó él mismo a darme una entrada (invitación a la que yo, por timidez, dejaría de asistir). Y cuando el dueño de la fiesta vino de allá para abrazarlo, me cumplimentó también. Era demasiado para mi primera noche en Nueva York.

Salí de allí tonto de deslumbramiento, sintiendo el mundo del jazz a mis pies. Cuando el taxi pasaba a las cuatro de la mañana por Time Square, vislumbré el nombre Palladium en un letrero ya apagado. “¡Pare!”, le ordené al chofer. El lugar ya estaba cerrado y a oscuras. Mas por la puerta de vidrio vi una luz allá dentro; me puse a golpear. Un mozo vino a abrir desconfiado y acabó dejándome entrar. En una mesa al fondo, encontré a Vinicius, ya cansado de esperar (Count Basie acababa de salir), bebiendo whisky con Gene Krupa.

 

¿QUÉ significa el jazz para mí? La alegría de comunicarse allende las palabras, por la más pura creación colectiva sorprendida en su nacedero. La convivencia incorruptible, la comunión a través del sonido. Ellos, cuando están tocando, hablan un lenguaje que es el mío y que a mí me gustaría poder hablar. Sérgio Porto me inició en el jazz de Chicago (Muggzy Spanier, Georges Brunis). Lúcio Rangel me inició en Armstrong (Hot Five). Jorginho Guinle, ya en las últimas de una rareza en solo de clarinete (Johnny Dodds). En Belo Horizonte, Elói Lima oía The Pearls (Wilbur de París), en Río, José Sanz oía The Pearls (Jelly Roll Morton). En Paraguay, el consejero Tabajara tatareando Perdido (Johnny Hodges), al son de vitrola. Y Sílvio Túlio Cardoso escribiendo, Paulo Santos difundiendo. El propio Vinicius, en el umbral de la bossa nova, yendo a los orígenes del blues (Jimmy Yancey), Hélio Pellegrino en medio de la noche pidiendo por el amor de Dios que tocásemos Body and Soul (Coleman Hawkins). Narceu de Almeida en Londres, fulminado por el clarinete de George Lewis. José Guilherme Mendes, en Leblon, envuelto por el saxo de John Coltrane.

Mas los adeptos de esta secta fueron siendo cada vez más raros: algunos murieron, otros evolucionaron hacia el silencio, otros quedaron allí por las alturas del bee-bop (Dizzie Gillespie) o se perdieron en el cool (Chet Baker). El west-coast estaba de moda (Gerry Mulligan, Paul Desmond) y el jazz, como improvisación polifónica, cedía lugar a la alienación de los esotéricos solos individuales.

El jazz también ya era, como todo, más en este mundo a partir de marzo de 1964. Yo mismo me vi pensando en otras cosas y oyendo lo que no quería, ahogado en palabras, y el sonido eterno de mis ídolos, ahogado en polvo en la pila de los discos guardados. Yo, que llegué a entender lo que otros después de Charlie Parker querían decir (Miles Davis), que aprendí a amar al último gran genio del jazz (Thelonious Monk), me vi reducido a cultivar mi frustración tamborileando en las mesas de bar, al son de una música salida apenas de la imaginación.

 


 

El habitante y su sombra

Pablo Neruda
Pablo Neruda (1904-1973).

EL AÑO pasado, en París, ya no llegué a verlo. Había sido operado y no podía recibir visitas. Mas Jorge Edwards, el escritor chileno, su amigo y fiel auxiliar, me contó que él compensaba la aprensión ocasionada por la dolencia con la alegría de haber ganado el Premio Nobel.

Alegría sólo superada por la que le trajera la victoria de Allende en Chile, de quien se había convertido embajador en Francia. La patria, tan festejada en sus versos, finalmente identificada con su esperanza de justicia social. En breve cruzaría el mar de vuelta a su país, de donde nunca más saldría.

El mar, poderoso elemento de inspiración de su poesía. Cuando una violenta resaca asoló la costa de Chile, hubo quien temiese que su casa hubiese sido llevada por las aguas con el poeta y todo. Algún tiempo después media docena de versos revelaron que él supiera resistir:

En la punta del Trueno anduve
recogiendo sal en el rostro
y del océano, en la boca,
el corazón del vendaval;
yo lo vi hacer estruendo hasta el zenit,
morder el cielo y escupirlo.

Jorge Edwards, en el prefacio de la Antología poética en edición brasileña que publicamos por la Sabiá,2 nos dice de las varias fases de la poesía de Neruda que pueden ser señaladas según su permanente diálogo con el mar. En la primera juventud, el mar es todo movimiento: “¡Yo sólo quiero que me lleves!”. En los años de mayor compromiso político, el mar se torna una fuerza hostil que humildes pescadores enfrentan. Con el advenimiento del socialismo, la naturaleza será dominada y el mar vencido por los hombres: “Te amarraremos pies y manos / los hombres por su piel pasarán escupiendo / te montarán y te domarán / te dominarán el alma”. Y finalmente en plena madurez el mar sugiere un tono de serena comunión, el poeta quiere ser “más espuma sagrada, más viento de la onda”.

Fue delante de este mar, en su casa en las costas del Pacífico, que el poeta se refugió para morir.

 

URIBE, Oyarzum y Bontá: eran éstos los nombres de los tres chilenos fantásticos que un día surgieron en Belo Horizonte para deslumbrar la ingenuidad de nuestros 18 años ávidos. Uribe era un profesor; Oyarzum y Bontá, ambos Orlando de nombre, eran dos seres gigantescos, ciclópeos, que en el auge de una discusión resolvían el quite despojándose de las camisas y trabándose en violenta lucha corporal. Cargaban por las calles un libro enorme, de cubierta revestida en oro, llamado El libro de las Américas, con el cual recorrían el continente recolectando firmas de grandes personalidades: Roosevelt, Getúlio,3 y otros menos notables. Desconfío que las contribuciones espontáneas por ellos recibidas venían a constituir discretamente lo que hoy llamamos de trambique. Bontá era un gigante manso y medio conforme a lo subalterno. Oyarzum era una verdadera convulsión de la naturaleza. Amaba los circos, los payasos y las prostitutas, los borrachos, los mendigos y los poetas. Nos inducía, a Paulo Mendes Campos y a mí, a tomar con él vasijas de licor de huevo, a veces en la tuteante compañía de los otros dos, Hélio Pellegrino y Otto Lara Resende. Pero lo que nos tocaba más a fondo eran las fantásticas historias que nos contaba de su mayor y más íntimo amigo, compañero de aventuras en la mocedad: el grande poeta de nuestra admiración, de quien conocíamos tantos versos del corazón, que saltaban de nuestras bocas por las calles en las locas madrugadas de la ciudad adormecida. Historias en las cuales, en raros momentos nuestros de buen sentido, evidentemente no creíamos.

Cuando, en 1945, Pablo vino a Río a juntárseme con la finalidad específica de curtir personalmente al poeta, tuvimos la oportunidad de decirle cierta noche en mi casa:

—Un día apareció en Belo Horizonte un sujeto llamado Oyarzum…

Él nos cortó la palabra con un gesto largo y categórico:

—Es todo verdad.

 

ESTUVO entre nosotros algún tiempo y era visto por todos lados: en casa de Portinari, o de Vinicius, que ya era su amigo, o con Di Cavalcanti, también viejo amigo. En el Alcázar, bar de moda en esa época, la gente se reunía en torno de él en sucesivas rondas de vasos de cerveza: Rubem Braga, Moacir Werneck de Castro, a veces Manuel Bandeira, y creo asimismo que Drummond, por lo menos una vez. Y él siempre hablando de su gran amigo Jorge Amado. Cierta noche Schmidt apareció con una sugerencia de tomarnos en su apartamento en aquel mismo edificio “algo mucho mejor”, lo que redundó en una tremenda borrachera con el más fino vino francés. A las tantas, el dueño de casa, escondiendo una intriga, le preguntó al poeta chileno si en el mundo socialista que él preconizaba habría vinos tan raros. Neruda afirmó que sí, mientras Paulo, Moacir y yo estudiábamos la maña en un plan insensato de hurtar algunas botellas tirándolas por la ventana para que uno de nosotros las atrapase allá abajo.

Hubo por ese tiempo una cena a la minera4 en mi casa, ofrecida al poeta, con la presencia de los amigos de siempre, aumentada con algunos advenedizos traídos por él del Bar Vermelhinho. Lo mínimo que aconteció fue una danza de Jayme Ovalle con el Barón de Itararé, al son desvariado de mi batería de jazz.

 

SÓLO VOLVÍ a verlo nueve años más tarde. Yo pasaba en ómnibus por la avenida Copacabana y me figuré reconocerlo delante de una vitrina de la Casa Sloper. Salté inmediatamente y lo abordé. Él parecía acordarse vagamente de mí, mas ya no era el mismo hombre; tenía un aire cansado y triste. La impresión que me dio fue la de alguien esquivo y desconfiado, como si aborreciese a todo aquel que no participase de sus convicciones políticas. De mi parte, en la impulsiva irreverencia de la juventud, recogí la impresión en un artículo. Tanto bastó para que él me concediese la gloria en vida: me distinguió con una respuesta de allá, de Chile, publicada a página entera en un vespertino carioca,5 presentándome con los más expresivos insultos.

Eso fue en los idus del 54. En 1965, a falta de alguien mejor, fui enviado de Londres al Congreso Internacional del PEN Club en Bled, en Yugoslavia, como representante de Brasil. Y me veo en un grupo de trabajo, sentado exactamente al lado de él. Era una situación incómoda, y evidentemente no nos hablamos, aunque en mi fuero interno yo creyese que él ni siquiera se acordaba más del incidente o de mí. Hasta que, en una de sus intervenciones, él se refirió inesperadamente a mí, en los términos más lisonjeros. Hice lo mismo en relación con él, cuando llegó mi vez de intervenir, y después de este rasgar de sedas, él me abrió los brazos, concluida la reunión: vamos a dejarnos de boberías, yo era muy intolerante y hoy no lo soy más, está todo olvidado, vamos a conversar, vamos a ser amigos, vamos a hablar de Thiago de Melo.

Fueron algunos días de afectuosa convivencia, durante los cuales pude ver que la pasión política cediera su lugar a una tierna comprensión de los problemas de la vida y del hombre, debajo de la misma sed de amor y de la misma hambre de justicia social.

 

ESTUVE con él todavía una última vez en Río, en compañía de su amigo Irineu Garcia. Fue cuando nos sugirió la publicación de Cien años de soledad de García Márquez, “la obra más importante de la lengua española desde Don Quijote de la Mancha”.

Ahora, la noticia de su muerte, casi simultáneamente con la muerte de la esperanza en su patria, hace renacer en mí el recuerdo de los versos que amé desde la primera mocedad. Y ellos me vienen al pensamiento en torbellinos mientras escribo, procurando torpemente rendir aquí mi homenaje particular a su memoria. Las noticias aterradoras sobre el vilipendio practicado con el pillaje de su casa y la grandeza trágica de su funeral me dejan deprimido. Yo quería, como en el célebre verso, escribir las palabras más tristes esta noche. Porque lo siento obstinadamente presente, integrado en mi escaso mundo de reminiscencias, o como él mismo dijo:

Porque continúa mi sombra en otra parte
o soy la sombra de un obstinado ausente.

 


 

Derrotero literario del pintor

Di Cavalcanti
Di Cavalcanti (1897-1976).

NO recuerdo cuándo lo conocí. Allí por alrededor de 1943, 44. Desde entonces nos convertimos en amigos en la distancia, a lo largo de los encuentros en Río, en São Paulo, en París o en Londres. Él acostumbraba aparecer en Alcázar, donde tomábamos vasos de cerveza casi todas las noches. Amigo de Rubem, Vinicius, Moacir Werneck. Carlos Lacerda. Como continuaba siendo de Villa-Lobos, Jayme Ovalle, Ribeiro Couto, Dante Milano —los de su generación. Era el único artista plástico que frecuentaba nuestro círculo de escritores.

Quien lo visite hoy en su apartamento de la Rua do Catete comprenderá luego por qué. Para comenzar son dos apartamentos unidos por el área de servicio, completamente diferentes el uno del otro, como si perteneciesen a dos moradores. Un refugio del pintor; el otro, el escritor.

Soy recibido en este último. Ya estuve aquí antes, mas no con la intención de escribir sobre él. Casi exactamente porque yo no sabría escribir sobre él, a no ser para rendir homenaje a una de las mayores figuras de la cultura brasileña.

Lo encontré ayer por la noche en Antonio’s, como sucede con frecuencia. La última vez me habló largamente de su plan de fundar una revista de literatura y arte. De esa vez fijamos nuestro encuentro para hoy y aquí estoy.

La empleada (a quien él llama Madame Breton), me pide que lo espere, está atendiendo a alguien allá en el apartamento del pintor. Al rato surge él riendo: “demoré porque era un sujeto que vino a pagar un cuadro y para pagar nadie tiene prisa”. Está más delgado, un poco diferente del tipo bajo y rollizo que nosotros acostumbramos conocer: sufrió una caída recientemente en París, se quebró un pie, todavía está andando apoyado en un bastón. Mientras lo esperaba, estuve mirando los estantes integrados armoniosamente al mobiliario y de extremo buen gusto, grave y austero como la casa de un escritor inglés.

 

O FRANCÉS: predomina sólidamente en los anaqueles la literatura francesa. Obras completas de Paul Léautaud, Bataille, Lacretelle, Montherlant. Su proustiana es de las más completas y actualizadas. Vi dos volúmenes de una biografía que él me dijo era la mejor ya escrita sobre Proust. Menciono la de Harold Painter, la más reciente, diciéndole que no hay nada igual —mirando de cerca verifico que es justamente ésta la que él tiene en traducción francesa.

Satisfechos por encontrarnos uno en el otro, un antiguo adepto de esta secta secreta en que la literatura se ha tornado, pasamos a conversar sobre escritores a los que nosotros acostumbramos rendir culto como santos de esta nuestra religión. Nombres saltan de la conversación como marcos y referencias geográficas de un mundo ya extinto: Roger Martin du Gard, Romain Rolland, Duhamel, Jules Romains, Henry Barbusse, Leon Daudet, Giraudoux, que eran los de su mayor admiración cuando él fue por primera vez a París, en 1923. Francis James, Jacques Rivière, Laforgue, Corbiére, Gerard de Nerval, los poetas amados. Para no hablar de Mallarmé, cuyo magnífico retrato, en un bello álbum de fotografías, él hizo asunto de mostrarme. Y Baudelaire, Rimbaud, Verlaine… Su convivencia con Jules Supervielle, Francis Carco, André Chamson, Blaise Cendras, Tristan Tzara. Una infinidad de nombres que voy recorriendo de memoria al acaso de la conversación, y que compendian el esplendor de la inteligencia europea entre las dos guerras: Leon Paul Fargue, Jean Paulhan, y naturalmente Valéry, Gide, Claudel. Jean Cocteau tendiéndose debajo del piano para oír mejor un concierto de Villa-Lobos. Aragon, un majadero; Paul Éluard, simpatiquísimo. Los católicos: Mauriac, Maurras, Julien Green, Daniel Rops, Maritain. Malraux, que anduvo en la cocaína después de su regreso de China. Jacques Prévert intentando el suicidio al tirarse de la ventana de un apartamento, para verificar después, al caer ileso en el suelo, que saltó de un primer piso y no de un séptimo como imaginara. La lectura de Joyce en la traducción de Valéry Larbaud; el encuentro con el propio novelista en la librería de Silvia Beach, presentado por un coronel brasileño llamado Montearroyos, que hacía las veces de agregado cultural en nuestra embajada. Y las locuras de Apollinaire, Antonin Artaud, Alfred Jarry. Después los tiempos de Sartre, Camus, Merlau Ponty… ¿De quién no nos acordamos? Su memoria es extraordinaria —sólo vaciló al recordar el nombre del tal coronel brasileño. Y su encuentro en la radio francesa, poco antes de la Segunda Guerra, con Giraudoux, Rafael Alberti, y un ciudadano llamado Alexis Léger que él sabía se trataba del autor de Anabase, Saint-Jean Perse —el poeta extraordinario que años más tarde conquistaría el Premio Nobel.

Esta tal vez sea, en la historia del arte brasileño, el único ejemplo de un gran pintor con formación cultural de un verdadero hombre de letras.

 

EN PORTUGAL pudiéramos encontrar lo mismo en un Almada Negreiros, recientemente fallecido, y que también fue amigo suyo. Un día lo llevó a conocer en un café un hombre extraño y taciturno que, decían, ya era o iría a ser uno de los mayores poetas de la lengua portuguesa, llamado Fernando Pessoa. Y henos hablando del grupo de Orfeo: Mário de Sá-Carneiro, Camilo Pessanha…

Es increíble cómo la literatura está presente en la vida de este hombre. Pudiera haberse convertido en un gran escritor, de lo que nos dan cuenta sus dos libros de memorias y la poesía que, aunque esporádica, nunca lo abandonó. Sólo no corrió el riesgo de seguir la carrera de las armas, que lo haría hoy un mariscal como Lott o un general como Canrobert o Ademar de Queirós, sus colegas en el Colegio Militar. Sucumbo a sumergirme en la biblioteca de su casa, donde prevalecía un ambiente intelectual alimentado con la presencia asidua de Bilac, Alberto de Oliveira y otros astros del firmamento parnasiano. Lo que no le impidió venir a conocer otro linaje de escritores, más plebeyos, como João do Rio o Lima Barreto. A éste ayudó un día a erguirse del suelo de una librería, cuando el novelista, completamente borracho, no conseguía sostenerse más sobre las piernas. De pie, todavía atontado, se limitó a decir al joven que lo amparaba:

—Lo que nos da el sentido real y profundo de la vida es la desgracia.

 

SU tendencia hacia la pintura acabó predominando. Ya gustaba de diseñar, y fue contratado por Álvaro Moreyra para ilustrar los trabajos literarios de la revista Para Todos. Una de las primeras ilustraciones fue para un cuento llamado “Gallina ciega”, del escritor minero João Alphonsus, más tarde celebrado como una de las páginas características del modernismo entonces en plena eclosión. Su participación en el movimiento modernista fue primordialmente literaria, a partir de la convivencia con Mário y Oswald de Andrade. Llevó de Río una carta de presentación para Alfredo Pujol, lo que haría a Guilherme de Almeida decir más tarde:

—Surgió aquí con una carta de Bilac y un terno de Nagib.

Un día, en París, estaba en un café de Montparnasse leyendo un ejemplar del Correio da Manha, del cual era corresponsal, cuando un sujeto de barba blanca en forma de pera, a su lado, preguntó si aquello era periódico de Lisboa. Informó que no, y a su vez le preguntó al hombre si era portugués. “Soy vasco”, respondió él con orgullo: nací en Salamanca. Pasó a encontrarlo con frecuencia en el café y conversaban sobre literatura española: Menéndez y Pelayo, Ortega y Gasset (escribe en un español muy impertinente, decía el hombre: escritor es Azorín, Pío Baroja…). Hasta que un día un español le preguntó lleno de admiración: ¿es amigo de don Miguel? Sólo entonces acabó sabiendo que se trataba del maestro Unamuno, que había acabado de publicar La agonía del cristianismo.

Hasta hoy la literatura continúa interesándole. (Está leyendo ávidamente las obras completas de Italo Svevo, que encontró en la cabecera de su cama). Al día con las últimas novedades en el mundo de los libros, hace asunto de presentarme un ejemplar de La Violence et le Sacré, de René Girard. Después me convida a pasar al otro apartamento.

Seguimos por una barandita entre las dos cocinas (de donde se avista el Corcovado, él hace asunto de mostrármelo) dejando atrás el refugio de Emiliano, este singular hombre de letras. Y penetramos en el estudio de Di Cavalcanti, esta gran figura que viene a ser uno de los grandes pintores de nuestro tiempo.

 


 

Evocación en el aniversario del poeta

Manuel Bandeira
Manuel Bandeira (1886-1968).

A LOS 18 años éramos genios incomprendidos, empapados de vasos de cerveza y literatura, sueltos por las calles de la entonces pacata Belo Horizonte:

—Perdí el tranvía eléctrico y la esperanza.

—Te vas en buena hora, rapaz muerto.

—¡Yo tomo alegría!

Conversábamos por citas, los versos eran nuestra germanía. Carlos Drummond, Mário de Andrade, Manuel Bandeira, a los pedazos, ilustrando todo lo que hacíamos o deshacíamos:

—Los suicidas tienen razón.

—Vamos a cazar cutia,6 hermano pequeño.

Y nosotros, los caballeros, comiendo…

Carlos ya era nuestro amigo. Mário ya era nuestro amigo. Manuel aún no: la envidia que Alphonsus de Guimaraens Filho nos provocaba, exhibiendo las cartas que recibía de él —era el único de nuestro círculo que ya mereciera el privilegio de conocerlo. Comentábamos gravemente aquella injusticia del destino: éramos sus contemporáneos en la historia y jamás lo vimos de cerca. Teníamos que ir a Río con urgencia, buscarlo en su Beco da Lapa,7 o dondequiera que se situase el paisaje cantado en sus versos de la ventana en lugar eminente del morro. Antes de que fuese tarde:

No falta el murmullo del agua, para sugerir, por la voz de los símbolos:
¡Que la vida pasa! ¡Que la vida pasa!
Y que la mocedad va a acabar.

 

UN DÍA me veo en Río, a los 20 años, entrando en un ómnibus camino a Copacabana. Cuando me senté, di una rápida mirada a mi vecino de banco e inmediatamente lo reconocí. Por esa época yo acostumbraba ir a São Paulo con la finalidad exclusiva de visitar a Mário de Andrade, interesado entonces conmigo en intensa correspondencia literaria. Ya no era pequeño mi deslumbramiento, por ver un hombre de su estatura intelectual e incluso física, a los 50 años de edad, dar importancia a un rapaz de veinte, discutiendo de literatura y tomando vasos de cerveza como si fuese “uno de los nuestros”. Y en nuestras conversaciones el nombre de este otro gran poeta, ahora allí a mi lado en el ómnibus, era siempre mencionado por Mário como la más envidiable de las intimidades: Manuel me contó, Manuel también halla, fue lo que yo dije el otro día a Manuel. La idea de tenerlo allí a mi alcance, y aún más, poder abordarlo, invocando como pretexto el amigo común, dejóme paralizado de emoción. Sus versos me venían a la memoria conjuntamente con pensamientos inconexos o simplemente idiotas: me voy en buena hora para Pasargada.8 Soy amigo del rey. Soy amigo de Mário, luego podría ser amigo de él también. Así yo quisiera mi último poema. Las tres mujeres del jabonete Araxá.9 Vean al ilustre pasajero, el bello tipo vistoso que el señor tiene a su lado.

Él no me veía: viajaba distraído, mirando el camino por detrás de los anteojos de lentes gruesos. Sus simpáticos dientes salientes, en aquella media sonrisa mansa —más de una expresión fisionómica, una manera de encarar la vida:

Lo que resta de mí en la vida
Es la amargura de lo que sufrí.

Sufrido, comprensivo, condescendiente: habría de entender la admiración del joven a su lado, aceptar y retribuir un impulso de simple y humana comunicación.

Me acuerdo de que yo tenía en las manos un libro cualquiera, probablemente las Cartas a un joven poeta, y más probablemente en castellano. A cierta altura, abrí ostensiblemente el libro, en la veleidad de atraer su atención, fantaseando con una situación en que él se admirase al ver a su lado a aquel tipo vistoso leyendo a Rilke. Lo que bastaría para que se invirtiesen los papeles y el abordado fuese yo.

Tuve que conformarme con verlo descender en Copacabana —por poco no bajé detrás. Cargué conmigo la frustración de no haber hecho el gesto que la admiración exigía y que mi juventud endosaba. De lo que hoy me arrepiento: perdí algunos años de una amistad que realmente podría haber nacido allí.

 

POCO antes de su muerte, a los 82 años, fui a visitarlo y me impresionó la lucidez de su pensamiento, la jovialidad de su conversación: no dejó de puntuarla, como siempre, de observaciones finas e inteligentes, a pesar de la sordez agravada con su estado de salud ya precario.

Algún tiempo antes habíamos hablado largamente sobre la muerte.

Morir tan completamente
Que un día al leer tu nombre en un papel
Pregunten: “¿Quién fue?”…
Morir más completamente aún,
—Sin dejar siquiera ese nombre.

Era una tarde clara y fresca, veníamos andando a locas por el centro de la ciudad. Él hizo un comentario cualquiera sobre el cambio en la apariencia de las calles —a veces llegaba a extrañar el aspecto de ciertas partes de Río tan diferentes de su tiempo. Hablamos entonces en esa extraña perspectiva que es la de términos de morir un día —un día para él cada vez más próximo, pues ya alcanzaba 80 años. Me acuerdo que él se detuvo y puso cariñosamente la mano en mi hombro, para decir sonriendo: en verdad yo ya morí, no paso de ser un fantasma; mis padres ya murieron, los parientes casi todos, los amigos —Rodrigo, Mário, Ovalle—, y yo estoy sobrando por aquí, hecho un espíritu errante, por estas calles de sueño…

Falta la muerte por llegar… Ella me espía
En este instante tal vez, mal sospechando
Que ya morí cuando lo que yo fui moría.

 

FUE EN 1944 que estuve con él por primera vez, en casa de Portinari. Conversamos sobre el poder encantatorio de las palabras, cuyo verdadero sentido tenía que ser redescubierto: le conté que para Hélio Pellegrino, por ejemplo, sinecura era un canto de sacristía y almorzar un templo árabe.

Una noche, en 1945, pude tenerlo por acaso a mi lado, en una mesa del Alcázar, en la avenida Atlántica. Era una reunión de amigos, festejando la presencia de Neruda entre nosotros, casi todos poetas: Vinicius, Schmidt, Paulo Mendes Campos, si no me engaño, el propio Drummond. Cuando Manuel Bandeira se aproxima, ya está establecida la confusión común en una mesa de bar, entre rondas de vasos de cerveza: unos beben, otros hablan, otros ríen, otros proclaman la República. Después de hacer el pedido al mozo, él se acomoda mejor junto a la mesa, esperando que la conversación lo envuelva también. Sus ojos erran por encima de las cabezas, y se pierden a lo lejos, en el mar. El mozo acaba de traer más vasos de cerveza y de dejar una taza de sorbete frente a él. Él se inclina sobre la mesa y da una probadita. Ya que nadie lo observa, se frota las manos y dice para sí, satisfecho como un niño: “Es de crema”.

El niño que no quiere morir,
Que no morirá sino conmigo.
El niño que todos los años en la víspera de la Natividad
Piensa todavía en poner sus chinelitas detrás de la puerta.

 

UN DÍA subo a Petrópolis10 para arrancarle sus confesiones literarias: piéce de resistence de una revista que Paulo y yo queríamos fundar. La revista no salió, mas a ella la literatura brasileña quedó debiendo el Itinerario de Pasargada,11 más tarde editado por João Condé. Ahora era una cena en la casa de Paulo, un encuentro en la casa de Rodrigo, de Rachel, de Rubem, o asimismo en la calle —cuando él casi siempre acababa poniendo una carota en mi coche hasta su destino, en una coincidencia de horarios y derroteros que hasta parecía a propósito. Ahora era una visita que yo le hacía, en su apartamento de la avenida Beira-Mar, como una tregua de poesía para la estéril agitación que me dispersaba por la ciudad. Un día el teléfono sonó:

—Atiende ahí por mí —pidió él.

Atendí. No hablaron nada y en breve desconectaron.

—¿Era voz de hombre? —preguntó.

—No hablaron nada.

—¿Era silencio de mujer?

Yo mismo le telefoneaba de vez en cuando, teniendo como pretexto nuestras más recientes relaciones de editor y editado —o sin pretexto alguno, por el simple gusto de sentirnos hermanos. Padre, poeta, áspero hermano —como en el verso de Vinicius: con los años, la diferencia de edad que al principio nos separaba parecía ir disminuyendo.

Al evocar su aniversario esta semana, percibo cómo fue constante su presencia en mi vida. Acabé asimismo realizando mi sueño de juventud: el de ser su amigo.

Felizmente él continuó siendo siempre aquella figura cuya grandeza deslumbraba al joven sentado a su lado en un ómnibus.

Wilfredo Carrizales
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Notas

  1. Sabor picante de la bebida.
  2. Editorial fundada junto con Rubem Braga en 1967.
  3. Getúlio Vargas (1883-1954). Político y estadista que llegó a ser dos veces presidente de Brasil. Cometió suicidio.
  4. Relativo a Minas Gerais.
  5. Natural de Río de Janeiro.
  6. Nombre vulgar de unos mamíferos roedores muy apreciados por los cazadores.
  7. Barrio bohemio de Río de Janeiro donde vivió Bandeira hasta su muerte.
  8. Ciudad imaginaria de Manuel Bandeira, donde se realizaban sus fantasías infantiles y humanas. Pasargada era una antigua ciudad de Persia. Allí aún se conservan las ruinas de la tumba del rey Ciro.
  9. Alusión al poema de Bandeira titulado “Las tres mujeres del jabonete Araxá” y que comienza con este verso: “Las tres mujeres del jabonete Araxá me invocan, me trastornan, me hipnotizan”.
  10. Ciudad ubicada en el estado de Río de Janeiro, a 68 kilómetros de la ciudad homónima.
  11. Itinerario de Pasargada (1954): libro que marca el heptagésimo cumpleaños del poeta y da un lúcido recuento de su biografía, en la cual él detalla cuidadosamente los eventos significativos de su larga carrera. Pero es aún más grandemente valorizado como un documento donde se traza la formación dual del poeta como hombre y como artista y la formación de su sensibilidad artística y la conciencia de su misión poética. También es inicio y destino de una poesía hecha con la materia del tiempo y del sueño.
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