Para los mexicanos el siglo XX se inicia bajo el estigma violento de la revolución encabezada por Francisco Madero. Esta guerra civil intentó devolver de alguna manera la justicia al país e integrar a la población agraria a los modelos de desarrollo, dejando que cada campesino fuera dueño de su trabajo y su tierra. Esta revolución creó también héroes de talla mítica: Pancho Villa, Venustiano Carranza, Francisco Madero y, sobre todo, Emiliano Zapata, son los símbolos de un pueblo que aún lucha por sus reivindicaciones sociales.
Si Azuela le había dado connotaciones épicas a este proceso, Rulfo le da características mitológicas.
Está claro que un momento histórico como este no podía quedar de lado a la hora de abordarlo literariamente; la Revolución Mexicana ha creado un ciclo narrativo que abarca casi todo el siglo pasado y va desde la publicación de La majestad caída, de Juan A. Mateos, y Andrés Pérez, maderista, de Mariano Azuela, ambas de 1911, hasta El resplandor de la madera, de Héctor Aguilar Camín, en 1999, aunque imagino que debe haber otros relatos recientes que desconozco.
La primera novela importante de este ciclo, Los de abajo (1916), es una crónica certera de sucesos que el propio Mariano Azuela presenció, pero transparentados en personajes de profunda calidad literaria:
Los de abajo ofrece la oportunidad de comprender la relación entre nación y narración, dada su naturaleza anfibia, épica vulnerada por la novela, novela vulnerada por la crónica, texto ambiguo e inquietante que nada en las aguas de muchos géneros y propone una lectura hispanoamericana de las posibilidades e imposibilidades de los mismos. Épica vacilante en Bernal; épica degradada en Azuela. Entre ambas la nación aspira a ser narración (Carlos Fuentes: Valiente mundo nuevo. México: Fondo de Cultura Económica, 1990).
Después de Azuela no es sino hasta 1947 cuando la Revolución Mexicana produce otra novela excepcional, gracias a la publicación de Al filo del agua, de Agustín Yáñez, novela que explora el anecdotario de la Revolución a través de las vivencias de un pueblo donde no hay protagonistas principales sino, a la manera de John Dos Passos en Manhattan Transfer, una voz colectiva que se fragmenta en una especie de caleidoscopio.
Otro lapso de silencio y aparece en 1955 Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Si Azuela le había dado connotaciones épicas a este proceso, Rulfo le da características mitológicas:
Si el tema de Malcolm Lowry es el de la expulsión del paraíso, el de la novela de Rulfo es el del regreso. Por eso el héroe es un muerto: sólo después de morir podemos volver al edén nativo. Pero el personaje de Rulfo regresa a un edén calcinado, a un paisaje lunar, al verdadero infierno. El tema del regreso se convierte en el de la condenación, el viaje a la casa patriarcal de Pedro Páramo es una versión de la peregrinación del alma en pena. Simbolismo —¿inconsciente?— del título: Pedro, el fundador, la piedra, el origen, el padre, guardián y señor del Paraíso, ha muerto; Páramo es su antiguo jardín hoy seco, sed y sequía, cuchicheo de sombras y eterna incomunicación. El jardín del Señor: el páramo de Pedro (Octavio Paz: Corriente alterna. México: Siglo XXI, 1967).
Culminaría este inventario personal de lecturas acerca de la Revolución Mexicana con La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes, donde se retrata la agonía de un viejo revolucionario cuyos valores se fueron deteriorando a lo largo de su vida, asimilado a la costumbre del lucro y del poder, y que termina por traicionarse a sí mismo y a la causa que lo alentaba en su juventud.
Sin embargo, como una especie de preludio a este gran ciclo que incluye además de los autores mencionados a otros narradores de innegable calidad literaria como Irineo Paz, Luis Martín Guzmán, José Rubén Romero y Mauricio Magdaleno, entre otros, tenemos la mencionada Andrés Pérez, maderista, de Azuela:
Que bien puede considerarse como la primera novela de la Revolución. Hay que dejar perfectamente claro que es una novela sobre la Revolución, no una novela revolucionaria. Es decir, se ocupa del período de la Revolución, pero no la defiende (John S. Brushwood: México en su novela. México: Fondo de Cultura Económica, 1974).
En Andrés Pérez… está el germen de la novela que retrata figuras inevitables en un proceso social de las dimensiones y complejidades que contemplan los grandes movimientos de masas con intenciones revolucionarias: el caudillo, el oligarca, el oportunista y el idealista son los arquetipos que siempre se manejan en este tipo de narración. En esta novela en particular, idealismo y oportunismo se contraponen en la balanza de los acontecimientos.
La anécdota recrea el viaje que hace Andrés Pérez para visitar a su amigo Toño Reyes y a su esposa en su hacienda ubicada en un lugar de cuyo nombre Azuela no quiere ni acordarse, al norte de la república mexicana. Sale de la capital escapando del ambiente enrarecido por las tensiones políticas del momento y de las hostilidades del director de El Globo, diario donde trabaja como periodista. Sin embargo su estancia en casa de su amigo se complica cuando, por una serie de malentendidos que se suceden, Andrés Pérez es tomado por agente de una revolución en la que él no cree. Pérez, aunque un poco temeroso ante las consecuencias que provocaría esta confusión, se deja llevar por las circunstancias y con una fuerte dosis de cinismo pretende huir con una buena cantidad de dinero que ha recibido de manos de un grupo de facciosos.
En el trayecto, entre su llegada y su intento de fuga, conoce y comparte con un grupo de personajes, entre los que están quienes no creen en las posibilidades de Madero para enfrentar al gobierno y por lo tanto denigran de la revolución: don Cuco (el periodista), el coronel Hernández (el cacique); los que ansiosos esperan el inicio de la revuelta para adherirse a la causa: Vicente (el capataz), Romualdo Contreras López (un pequeño arrendatario) y entre ellos don Octavio (hacendado de intensas lecturas y grandes expectativas).
Sólo Toño Reyes es consecuente con los ideales maderistas y ve con cierta decepción la actitud de su amigo ante la inminencia de los hechos; el mismo Pérez tampoco es demasiado condescendiente consigo mismo: ante el reclamo de Toño por su pretensión de mantenerse al margen y no utilizar su capacidad de escritor para mostrar las miserias del régimen, Pérez nos da su visión particular del trabajo intelectual:
¡Escritor! No cabe duda: los hombres de pluma somos unos tipos insoportablemente simpáticos. Juro por Dios vivo no haber tropezado en mi vida con un ejemplar de esta fauna sin sentir el deseo más sano y santo de verlo reventado como un sapo (Mariano Azuela: Andrés Pérez, maderista, en Tres noveletas mexicanas. La Habana: Editorial Arte y Literatura, 1975).
El plan de fuga de Andrés Pérez se ve materialmente frustrado y él va a parar a la cárcel. Mientras dura su encierro Toño se alza con un grupo de campesinos y muere en la refriega con los federales; sin embargo las fuerzas revolucionarias triunfan y amparados en el espíritu idealista de Toño terminan por liberar a Pérez y éste a su vez libera a sus compañeros de celda. Todo es confusión y jolgorio:
Cuando de pronto un maderista gallardo y erguido se alza entre la multitud y me llama. Es Vicente, el mayordomo de Esperanza. Me cohíbo y me niego a montar el alazán de Toño Reyes que me trae de la brida. Un rubor intenso me quema; pero no es ya sólo Vicente, sino los peones de Esperanza, mis compañeros de prisión y todo el pueblo, quienes me levantan como una pluma y me suben en el caballo, en medio del atronar de los vivas a Madero y al coronel don Andrés Pérez.
Los acontecimientos siguen imponiéndole a Andrés Pérez las actitudes a seguir, por lo que se ve en poco tiempo compartiendo con los caciques locales y planificando las acciones a seguir, cuando:
Me quedé estupefacto: el coronel Hernández, don Cuco el periodista, los enemigos más rabiosos de Madero, militando ahora en nuestras filas. Nos abrazamos efusivamente. A las primeras copas convinimos en que todos habíamos llegado, aunque por diversos caminos, al triunfo de nuestra santa causa.
A pesar de que en algún momento don Octavio le manifiesta a Andrés Pérez que “no hay que juzgar a los hombres públicos por sus intenciones, sino por sus realizaciones”, lo cierto es que en esta primera novela sobre la Revolución Mexicana ya encontramos el tema del oportunista que se mueve ideológicamente hacia donde sople el viento tratando de sacar el mejor partido para su propio beneficio y lacerando las intenciones de los idealistas que piensan que con el esfuerzo colectivo es posible la paz y el bienestar en democracia; tema, a su vez, que es una constante en este ciclo de novelas mexicanas que tienen la política como sustrato de la ficción.
Carlos Fuentes, al comentar La guerra de Galio (1991), de Héctor Aguilar Camín, y cuyo argumento es el enfrentamiento entre el poder político y la prensa teniendo como telón de fondo el movimiento guerrillero mexicano de los años setenta, aporta la siguiente reflexión:
Nadie, ni en México ni en ninguna otra parte del mundo, quiere perder esa doble esperanza, la democracia y el amor, la felicidad política y la felicidad amorosa. Intentamos el amor, aunque fracasemos. Intentamos la democracia, aunque una y otra vez el esquema autoritario —ilustrado a veces, otras represivo— se imponga al cabo. Y sin embargo, sin prejuzgar la buena fe de nadie, puede decirse que casi no hay intelectual mexicano (me incluyo en ello) que en un momento de su vida no se haya acercado al poder, confiado en que podía colaborar para cambiar las cosas, impedir lo peor, salvar lo salvable. Galio es el ejemplo más atroz del posible cinismo de este empeño. Vigil, el ejemplo mejor de una entrega esperanzada a la vida pública. Ambos fracasan. Ignoran que en México (esta es la lógica del poder) todo ocurre de una sola vez y para siempre, aunque se repita (casi ritualmente) en mil ocasiones (Geografía de la novela. México: Fondo de Cultura Económica, 1993).
Ahora bien, lo que permite que hoy leamos Andrés Pérez… con cierto deleite y no como una pieza arqueológica de la narrativa hispanoamericana, es el trato novedoso que para la época aplica Azuela a la narración. Aquí no existen exhaustivas descripciones, ni de paisajes ni de personajes, como era lo usual en la novelística de principios del siglo XX; por el contrario, domina el diálogo como fórmula para crear las caracterizaciones. La novela es de por sí bastante breve, pero en ella hay un gran despliegue de movimiento que va llevando al lector de un acontecimiento a otro sin pausas ni caídas.
Finalmente, y para beneficio del lector:
Por primera vez, también, Azuela hace uso en esta novela de la sátira y el humorismo para ridiculizar las acciones de los logreros. Los acontecimientos que tienen lugar en la hacienda, por medio de los cuales un cínico como Andrés Pérez llega a ser un caudillo del maderismo, son dignos de una ópera bufa (Luis Leal: “Azuela y su obra”, en La novela de la Revolución Mexicana. La Habana: Casa de las Américas-Serie Valoración Múltiple, 1975).
Con Andrés Pérez, maderista, Mariano Azuela nos ha entregado un excelente preludio a uno de los ciclos novelísticos más extensos de la narrativa hispanoamericana, al tiempo que afinó sus recursos y sus técnicas para emplearlos con mayor eficacia en la elaboración de su obra definitiva: Los de abajo.
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