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Mis divanes y mis llaves

martes 20 de octubre de 2015
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Madame Récamier, de Jacques-Louis David (1800)
Madame Récamier, de Jacques-Louis David (1800)

Conocí a mi primera sicoanalista en una lectura de poemas. Estaba sentada a mi lado, me contó que era sicoanalista y le pedí cita. ¿Qué sabía por entonces yo de la poesía o del sicoanálisis? Algo de la primera y poco de lo segundo.

Hay cosas en mi vida que, sin coquetería, aún no sé y no puedo o quiero contestar. Por qué la poesía. Por qué el sicoanálisis.

Por entonces yo estudiaba derecho en la Universidad de Buenos Aires y en la facultad algún compañero hablaba de Freud, del inconsciente, de Melanie Klein y del autoanálisis con su primerísima dama al frente, Karen Horney. Me quedó una afirmación del prólogo del libro y que hago mía hasta hoy: el hombre es el único animal que pretende ser lo que no es; en la naturaleza ningún san bernardo pretende ser un setter irlandés.

 

Yo iba a tientas, dando tumbos indagando en las adquisiciones más recientes y las enciclopedias de una biblioteca barrial, la de Devoto, por ver de qué se trataba esa fuente de secreta felicidad, de realización, y cómo conjugarla con mis ganas de romper, qué palabra, mi idea de represión familiar, de arrebato y de virginidad.

Para empujarme estaban los tiránicos parámetros familiares, las manipulaciones que los acompañaban contra las que poco podían las rebeliones juveniles.

Iban de la mano con las primeras publicaciones recién estrenadas. La revista literaria de la Facultad, y otra apellidada Entrega, y así llegamos a mi veintena, a los años 60.

Hay cosas en mi vida que, sin coquetería, aún no sé y no puedo o quiero contestar. Por qué la poesía. Por qué el sicoanálisis. Siendo rigurosa conmigo misma puedo deslindar que la poesía no me ofrece seguridad alguna y el sicoanálisis sí, aunque muy relativa, tipo pasamanos o bastón.

 

Mi primera sicoanalista me sugirió que fuera a sesión tres veces por semana. Lo hice a escondidas, allá por 1960, y me puse a dar clase de castellano, hasta de matemáticas (¡!), a trabajar en un estudio jurídico y con un contador para pagarlas, aunque cuando la dejé pocos años después le debí unos mil y pico pesos de la época, deuda que me persiguió añares, y quizá hasta que mucho después di su nombre a una de mis novelas no la creí saldada.

El episodio vergonzoso de la época consistió en que como yo no había dicho en casa que me sicoanalizaba debieron encontrarme “rara, distinta”, menos mansa. Me siguieron alguna tarde por la calle y tras un interrogatorio consistente me acusaron de tener un amante, para más datos en la calle Serrano. Aliviada, contesté que ahí tenía su consulta mi sicoanalista. Para qué. Fue casi peor. Mamá se apersonó para increparla acusándola en mi presencia hasta de corrupción de menores. “¿Qué podrá decirle a usted mi hija que no me lo pueda contar a mí?”. Mi alma temblaba. Esa irrupción precipitó el fin de esa etapa.

Era muy pronto tal vez para que supiera que uno no se casa ni se divorcia de la terapia sino de la gente.

Años después alguien me comentó que la sicoanalista solía comentar que de mí le habían sorprendido mi temprana y sólida vocación literaria. Recuerdo que hablábamos de la giganta de Baudelaire, que yo estaba en mi primer diván y sentía físicamente como una camilla que se movía, que me serruchaban el piso. Literal.

 

Entre Guatemala y Guatepeor

En la época de ese, mi primer análisis, creía salvar las apariencias mintiendo para todo. Para decir que iba a cursos a los que no asistía en la facultad e irme al cine Lorraine y descubrir los filmes recién llegados de Ingmar Bergman acompañada de los muchachos más politizados de mi camada universitaria y que sentaban cátedra en el bar de la Facultad de Derecho. Mentía para pagar mis sesiones y para llegar pasadas las nueve de la noche a casa, hecho que me hacía redituable del adjetivo infamante en idish que me propinaba mi madre, curve, putona. Como nunca me habían confiado la llave del candado de la entrada, yo saltaba la verja lo más campante con mis tacos Luis XV.

Con alivio, en el retrovisor de mi vida me doy cuenta de que me divorcié finalmente de él, pero no del sicoanálisis, la poesía ni la universidad.

entía cuando tenía que rendir cuentas de quién me había llamado por teléfono judeizando a mis interlocutores con una oportuna terminación man o sky para salvar las apariencias y optimizar la asiduidad de posibles festejantes de “la colectividad”. Los Bravo por ejemplo podían pasar a ser, luego del quién era nena, Bravansky o Braverman, de la facultad, mami. Los Gutiérrez o García, para no confundirme ya que empezaban los dos con g, pasaron a ser los hermanos Goldstein.

Me casé de una manera tipo fúlmine con alguien con quien apenas nos conocíamos, sin decir nada a nuestros respectivos padres. No hace mucho alguien tan entrañable como Antonio dal Masetto me aseguró que había sido testigo de nuestro casamiento civil. No lo recordaba.

De por entonces trato con empeño de olvidarme las pensiones y cuartos de mala muerte por los que juntos transitamos. A veces lo consigo.

Mi joven y flamante marido era un muchacho que se había tragado de un tirón los clichés, quiero creer hoy superados, de falsa virilidad que campeaban entonces. Te empujaban contra la pared y terminaban por decirte, tal cosa o yo, el sicoanálisis —que él rechazaba de plano— o yo; estudiar para terminar derecho o yo. Con alivio, en el retrovisor de mi vida me doy cuenta de que me divorcié finalmente de él, pero no del sicoanálisis, la poesía ni la universidad. Qué viva soy, lo digo ahora porque en la mera época optar fue difícil cuando no hasta violento.

Del folklore urbano de esos años respecto del sicoanálisis: —Te va a sacar toda la creación, no te metás. —Fontana se reúne con sus pacientes con ácido lisérgico, por qué no probás.

Por ahí aparecieron, siempre mezcladas con la poesía, las palabras mezcalina, peyote, y Henri Michaux. Cuando esas experiencias poco a poco se fueron prohibiendo se derivó en el psicodrama de Rojas Bermúdez, la terapia de grupo y los inevitables entusiastas y reprobadores de dichas experiencias.

 

En el camino amigas me confiaron que se habían acostado con sus respectivos sicoanalistas. Alguna hasta me dio nombre y apellido: a ella la enorgullecía que fuera autoridad de una asociación prestigiosa de profesionales. Siguieron sus relaciones por un tiempo, él continuó cobrándole las sesiones y con el tiempo supe que ella acudía a un hospital de día. No es exclusividad argentina porque oí historias similares de amigas españolas o francesas. No generalizo para nada porque la norma es que los pacientes —que para eso lo son— paguen con paciencia para ir tomando distancia de las tragedias que cada uno de nosotros carga y mal que bien se nos mitiguen y alcancemos lo que también preconizan los budistas: salir por fin del infierno de las repeticiones.

 

En un bosque de la China

Bucear en todo esto equivale a zambullirse en aguas procelosas equipada no siempre con los arpones, carnada y anzuelos apropiados. Mucha medusa. Mucho liquen invasor. Para no hablar de los caimanes en las aguas estancadas.

Una veintena nos encerrábamos de miércoles a domingo con una suerte de líder o gurú y pasábamos revista, actuábamos nuestras situaciones límites más desgarradoras.

sí las cosas, dando tumbos, yendo de aquí para allá me encontré en Tokio, redactora y locutora de NHK, la radio y televisión japonesa. El medio local era incomprensible, otra que Barthes y su imperio del signo. De repente viví huérfana de alfabeto y no se lo deseo a nadie. Empecé a darme la cabeza contra cuanto muro me topaba. De volver ni loca porque era pleno proceso, la época más álgida de la dictadura argentina. De a poco me fui juntando con otros náufragos, ingleses y norteamericanos, quienes trataron de convencerme de que la única manera de poder con la incomprensión ambiente era la onda en la que ellos estaban metidos: los marathon trainings. El tiempo les dio razón.

Los líderes del grupo provenían de disidencias de los renombrados entrenamientos californianos Essalen y se habían implantado con el nombre de Life Dynamics. Cobraban una suma que a fines de los años 70 era bastante considerable: más de mil dólares la inscripción. Entonces, una veintena nos encerrábamos de miércoles a domingo con una suerte de líder o gurú y pasábamos revista, actuábamos nuestras situaciones límites más desgarradoras. A mí me tocó revivir la muerte de mi abuelo, que había ocurrido cuando yo tenía cinco años y me volvió a doler hasta el fondo, hasta en el más mínimo detalle de su color verdoso y su incomparable rigidez. La segunda situación límite que viví en esas maratones fue la noticia del asesinato del querido y admirado poeta Paco Urondo.

Después de mí fue el turno de un rubio tranquilo muy cargado de hombros quien nos largó que su papá había matado a su madre. En un primer momento pensé que era una forma de decir, eso de nos vas a matar a disgustos me lo tenía oído y tanto. Resultó que había sido de verdad y a medida que lo iba soltando el hombre se enderezaba hasta que rompió en sollozos y dijo que en realidad lo que hubiera querido era decirle al padre que lo perdonaba pero ya no era posible porque se había muerto.

En Tokio hice una serie de tres encerronas y mi apreciado gurú de Oregón pasó de impartir sus secuencias de sangre sudor y lágrimas de Tokio a la vasta China, donde se encuentra todavía hoy.

 

¿París vale una misa?

Después del quinquenio Extremo Oriente me encontré en Francia. Un amasijo de bastante confusión hecho de angustias y abandonos. Repetición de los libros en mi vida, en una librería de París conozco a una sicoanalista argentina quien me recomienda entusiasta a C., “es el que guardo para mi hijo”, y tras saberlo rodeado para mí del halo de ser doctrinario del anarquismo europeo acudí dos veces por semana a su diván. En esta como en tantas otras materias cada uno habla de cómo le fue en la feria. Ahí yo cumplí 50, los lloré a más no poder. Me fui al tiempo porque estaba estaqueada, en medio de un nudo marinero que no sabía o podía deshacer.

 

Con mis 60 llegó el gran bálsamo con el nombre de beca Guggenheim. Voy a invertir en mí, me prometí y cumplí. Llegué a S. porque se hacía lenguas de ella el hijo de un conocido, un chico ambicioso que quería que yo le hiciera de escritor fantasma. Ella venía precedida de un aura de gran lacaniana, y de que sus escritos eran faros para entender a escritores como Pessoa o Joyce.

Hace muy poco murió papá y me empeñé en llevarme, fue lo único, las llaves de su casa.

omo paciente, de Lacan era poco lo que sabía y lo que todavía sé. En la práctica alguna vez añoré que el tiempo, mi tiempo de sesión, mi paréntesis de la vida en la vida no fuera de 40 o 50 minutos, tal y como estaba acostumbrada. Afiné mi escucha. Aprendí a aceptar que Ella fuera la dueña del tiempo, que dicho sea de paso nunca sobrepasó los quince minutos.

Cuánto se puede hacer en minutos, sin embargo. Se pueden enfrentar duelos, abrir camino a nuevos trabajos y que te acompañen en la escritura de más libros. Lo más importante, hasta diría primordial: crecer en autoestima.

Es un lujo, en suma, no negociable de mi vida, porque me evita perturbaciones mayores y alejarme siempre peligrosamente de la realidad ésta, mi fierecilla apenas domada.

Termino estas pinceladas con un relato que me confió la poeta Olga Orozco.

En un pico de angustia accedió a consultar a un reputado sicoanalista, Fernando Pagés Larraya. Su versión: cada vez que iba Pagés le dejaba hojas en blanco y se iba. Ella escribía allí sus sueños. Otras se los confiaba y él los anotaba. Al tiempo se las dio reunidas sin comentario alguno y constituyó uno de sus mejores libros: La oscuridad es otro sol.

 

¿Para qué me sirve el sicoanálisis con quien interrupción más o menos cumplo hoy día mis bodas de plata? Para encontrar por ejemplo, y no es poco, el eureka de mis actos. Hace muy poco murió papá y me empeñé en llevarme, fue lo único, las llaves de su casa. Pensando en este artículo, mis sicoanalistas, proyectos, libros y esas llaves que tengo enfrente, me di cuenta de lo empecinado de mi gesto. Concluí un diálogo. De muchacha nunca tuve las llaves de la casona familiar. Tarde o temprano, dice el refrán, no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague: Por fin papá tengo tus llaves, ¿a quién dejaré las mías?

Luisa Futoransky
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