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Reivindicación de una fuente del tremendismo español

domingo 25 de junio de 2017
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Fotograma de “Las Hurdes, tierra sin pan” (1932), película de Luis Buñuel
Fotograma de Las Hurdes, tierra sin pan (1932), película de Luis Buñuel.

La mecánica de la cultura humana —la del hombre gregario, el zoon politikon del que nos habla Aristóteles— pudiera asimilarse a la de los vasos comunicantes. El dispositivo del que se valen los físicos para la corroboración del principio teórico nos muestra que no importa cuánto líquido se vierta en este o en aquel recipiente; todos alcanzarán el mismo nivel.

Tal como acontece con los mares, tal como pasa con los océanos, la vida cultural del ser humano está en una incesante intercomunicación.

Este determinismo científico puede aplicarse, siempre sopesando las peculiaridades del caso particular, a la identificación de las fuentes en el arte: tarea que de antemano el crítico conoce arbitraria y casi siempre vana, porque no es posible la originalidad. Pero se trata de un empeño del que no estamos dispuestos a privarnos, aunque sea para poner un poco de orden en nuestra perplejidad. Es probable, pues, que lo que sigue haya sido dicho.

Exordio e implicancias van enderezados a tratar de desentrañar el origen de la escuela novelística española denominada tremendismo, propia de los años que siguieron a la guerra civil española de 1936-1939 y que todos hacen nacer con La familia de Pascual Duarte, libro inaugural de Camilo José Cela publicado en 1942.

No había pasado una década de la aparición del primer libro de la pretensa escuela literaria y ya se teorizaba sobre ella, lo que equivale a conferirle ejecutoria de difunta.

Con el desacuerdo desdeñoso y tronante propios del autor, por cierto, acerca del término y sus posibilidades de definir estilo: “…Entre otras cosas, es una estupidez de tomo y lomo, una estupidez sólo comparable a la estupidez del nombre que se le da”.

El brulote se lee en el prólogo de su quinta novela, Mrs. Caldwell habla con su hijo, de 1953, pero un año antes, en el Nº 46 de la revista Correo Literario, no había dejado pasar la oportunidad para caerle al concepto y, por elevación, a sus proponentes y valedores: “Tremendismo es un voquible entre puritano, insulso y laborista que, como era de esperar, hizo fortuna. Se disputan su invención, a juicio de los historiadores, el poeta Zubiaurre y el crítico Vázquez Zamora”.

Es decir que no había pasado una década de la aparición del primer libro de la pretensa escuela literaria y ya se teorizaba sobre ella, lo que equivale a conferirle ejecutoria de difunta; porque cuando a un sentir o percepción diferenciados de las cosas se le han tomado los puntos es sonada la hora de mudar propósito y camino, según creo, si lo que se busca es innovar desde el punto de vista formal. (Esto para nada quiere decir que no sea posible conceptualizar acerca de una forma nueva, particular y estimable, a la que por las razones arriba expuestas que se pueden remitir a la pereza y a cierta necesidad humana de tener las cosas bajo control, se llamó y seguimos llamando tremendismo.)

La fiel infantería (1944), de Rafael García Serrano; Nada, (1945), debida a la no menos precoz que el “fundador”, la barcelonesa Carmen Laforet; Los hijos de Máximo Judas (1949), de Luis Landínez, y Lola, espejo oscuro (1950), de Darío Fernández Flórez, habrían seguido el camino abierto por Cela. Yo por mi parte agrego que me parece senda que siguió transitando Joan Marsé, en Si te dicen que caí (1973), y, desde luego, Miguel Delibes con Los santos inocentes (1981), por nombrar sólo las primeras que me vienen a la cabeza y no aburrir al que lee.

Para el lector medianamente entrenado en novelística no parece difícil encontrarle linaje al así denominado tremendismo: en España, no pueden faltar el realismo de Quevedo y el de Mateo Alemán, bien sazonados con el magisterio esperpéntico de don Ramón del Valle Inclán y sin olvidar, desde luego, la vocación de universalidad de Pío Baroja:

¿Hay un tipo único de novela? Yo creo que no. La novela, hoy por hoy, es un género multiforme, proteico, en formación, en fermentación; lo abarca todo: el libro filosófico, el libro psicológico, la aventura, la utopía, lo épico; todo absolutamente. Pensar que para tan inmensa variedad puede haber un molde único me parece dar una prueba de doctrinarismo, de dogmatismo. Si la novela fuera un género bien definido, como es un soneto, tendría una técnica también bien definida.

Del otro lado de los Pirineos parecen reclamar derechos Émile Zola y Víctor Hugo: el primero, dada su devoción por el naturalismo folletinesco; el segundo por la descarnada exposición de las miserias de la vida. ¿Quién es capaz de evocar a la desgraciada Fantine vendiendo —arrancándose— los dientes para alimentar a su hijita, sin estremecerse de horror y piedad, figurándose aquel rostro estragado por la desesperación?

Y retomando la idea de comunidad de naturaleza en la labor artística, es difícil obviar que los enanos y contrahechos de Goya, de Ribera, de Zurbarán, fueron concebidos tan españoles como sus deformidades. Eso no sé si se ve, pero se intuye.

 

Antes de pasar adelante se debe recomendar la lectura del admirable ensayo de Athena Alchazidu, “Las raíces del tremendismo español”, por inteligente y erudito. Pero también se ha de señalar alguna diferencia de concepto con él. Dice esta autora:

El movimiento tremendista está relacionado sobre todo con la década de los cuarenta y con los principios de los cincuenta, es decir con el establecimiento del régimen franquista. Los autores que se incorporan a este movimiento comparten el mismo supuesto ideológico, y su creación literaria representa una evidente ruptura con la anterior.

No se puede discordar en punto a su conclusión de que “el tremendismo surge a principios de la década de los cuarenta del siglo XX como prolongación de la tradición realista española”. Empero, dejar el asunto allí aparece como afectado de cierto “provincianismo”, en el sentido de ponerle límites, dejando de lado otras aristas más nuevas, más universales, incluso inesperadas.

Las Hurdes, el breve filme de Buñuel de menos de media hora, escandalizó a las autoridades republicanas, que consideraron injusta y agraviante la manipulación llevada a cabo por el cineasta.

Yo creo, en suma, que la cuna del tremendismo español, aun cuando sea corrientemente adscrito a la miserable posguerra y al miserable régimen que la administró con rencorosa crueldad, debe, por el contrario, buscarse en los tiempos más optimistas de la nación, es decir, los primeros tiempos de la II República: y también pienso que a las fuentes habitualmente citadas debe agregarse preponderando sobre todas ellas el documental Las Hurdes, filmado por Luis Buñuel en 1932 según fue conocido en castellano o, como se lo llamó en francés, cuya nacionalidad lleva, Terre sans pain, es decir, “Tierra sin pan”, que a veces fungió como subtítulo a la versión española.

Este breve filme de menos de media hora escandalizó a las autoridades republicanas, que consideraron injusta y agraviante la manipulación llevada a cabo por el cineasta, especialmente el funeral de un bebé, la muerte de una niña y el sacrificio de un asno y una cabra, sin tener en cuenta que tales amaños fueron necesarios para ilustrar un sólido estudio antropológico. El investigador francés Maurice Legendre trabajó por espacio de veinte años y lo tituló Las Jurdes: étude de geógraphie humaine. Es decir que si bien la presentación de los hechos eran falsos, lo eran en el filme, no en la realidad, y que eran indisputablemente verdaderos el hambre, el bocio, las taras hereditarias, el cretinismo y el incesto.

Los bien inspirados políticos pequeñoburgueses republicanos se espantaron del horror y del mal gusto que las imágenes escupían sin piedad, olvidando que en la comarca la vida transcurría tal cual aparecía en la pantalla; sin concesiones ni sentimentalismos, y los habitantes vivían el espanto con naturalidad, diríase sin apercibirse de la injusticia y el horror.

Transcurrida casi una década no sería Buñuel quien respondiera a las objeciones hechas a la película, sino Camilo José Cela en el prólogo a la primera edición de La colmena (1951) que hubo de editarse en Buenos Aires gambeteando la censura:

Mi novela La colmena, primer libro de la serie Caminos inciertos, no es otra cosa que un pálido reflejo, que una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad. Mienten quienes quieren disfrazar la vida con la máscara loca de la literatura. Ese mal que corroe las almas; ese mal que tiene tantos nombres como queramos darle, no puede ser combatido con los paños calientes del conformismo, con la cataplasma de la retórica y de la poética. Esta novela mía no aspira a ser más —ni menos, ciertamente— que un trozo de vida narrado paso a paso, sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre, exactamente como la vida discurre. Queramos o no queramos. La vida es lo que vive —en nosotros o de nosotros—; nosotros no somos más que su vehículo, su excipiente como dicen los boticarios. Pienso que hoy no se puede novelar más —mejor o peor— que como yo lo hago. Si pensase lo contrario, cambiaría de oficio.

Y es de señalar que uno de los grandes aciertos de Las Hurdes es la naturaleza del comentario que se le agregó, porque fue planeada como película muda: frío, distante, didáctico como cualquier película de promoción turística. Es decir, los artistas mirando las casas con cierto desapego, cierto distanciamiento, tal como esa pobre gente. (Esto resulta más notable en la versión francesa que en la española, a la que prestó su voz Paco Rabal.)

El arte, no debe olvidarse, es artificio y convención.

Y que los cineastas que forjaron teóricamente el documental (Ivens, Flaherty, Vertov) supieron desde siempre que no existe una mirada inocente o absolutamente objetiva del mundo. Estas generales de la ley son aplicables al hondamente poético dignamente tramposo filme de Luis Buñuel, al que yo reivindico como fuente del tremendismo literario español.

Jean Luc Godard, irónico y agudo como siempre, fue capaz de resumir en pocas palabras la punta del ovillo que lleva a caracterizar la actitud que cuadra al artista ante la realidad (hablando de cine, naturalmente): “No se debe hacer cine político, sino políticamente, porque, como todo el mundo sabe, un travelling es cuestión de moral”.

Mutatis mutandis

 

Post scriptum (1)

En 1956, Leopoldo Torre Nilsson adaptó para el cine argentino la novela de Carmen Laforet Nada (en España se había hecho tempranamente, en 1947, por Edgar Neville) y la tituló Graciela. Nadie, hasta donde yo sé, detectó en la película influencias de Buñuel; en cambio, sí se señaló la de los directores suecos Alf Sjöberg e Ingmar Bergman.

Pero, cuando en 1958 el mismo realizador filmó El secuestrador, sobre un tema propio, las referencias al maestro de Calanda se multiplicaron, lo mismo que los reproches a la crudeza de algunas secuencias tales como la violación en el cementerio y la muerte de un bebé devorado por una piara de cerdos.

La comunidad de miras y tratamiento de situaciones con algunos postulados del tremendismo del gran director argentino es aquí evidente. Como evidente resulta la intención de los novelistas españoles de posguerra de comportarse como cronistas “más que realistas” de su entorno.

No ya realistas, sino superrealistas; podría decirse surrealistas, como Luis Buñuel.

 

El acto de apreciar la inteligencia, aun de aquellos cuyo pensamiento político merece nuestro desprecio, nos hace menos soberbios.

Post scriptum (2)

Finalizado este artículo, di con un libro en inglés compuesto por Román Gubern y Paul Hammond, de 2012, que resultó ser traducción de Los años rojos de Luis Buñuel (2009), y que lleva por título fiel Luis Buñuel: The Red Years. En él se dice (traslado): “El a menudo perspicaz Ernesto Giménez Caballero describe a Buñuel como goyesco, quevedesco y solanesco introductor del tremendismo (realismo duro) de Cela”.

Lo dicho: nihil novum sub sole.

Sin embargo, quédese lo escrito aunque más no sea para sostener la visión de la cultura humana como un proceso de vasos comunicantes, el registro de los ecos de tremendismo en la obra de Leopoldo Torre Nilsson por vía de la novela y del cine y, last but not least, como reconocimiento cabal a la observación tempranamente aguda de Ernesto Giménez Caballero, fascista español de la primerísima hora que colaboró con Ramiro Ledesma Ramos en la publicación del semanario La Conquista del Estado y formó parte luego de Falange a través de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista de Onésimo Redondo.

El acto de apreciar la inteligencia, aun de aquellos cuyo pensamiento político merece nuestro desprecio, nos hace menos soberbios y nos deja un poco mejor aviados en la permanente lucha que libramos contra la propia estupidez.

Gustavo Rubén Giorgi
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