Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.
Un perro llamado Fidel
“De la fantasía con la que sueñas hemos venido con las carnes abiertas,
las cicatrices en el rostro y el dolor latente por los que allá quedaron”.
Anónimo
Cuando Carlitos cumplió sus seis años y pasó a primer grado desde el kínder su padre Genaro se alegró porque lo único que había pedido de regalo era un perro. A esa edad los hijos de sus amigos y vecinos pedían costosos juegos electrónicos, celulares, reproductores MP3 y cualquier otra porquería que la tecnología había inventado o renovado para la fecha. Aunque a Genaro nunca le había gustado la idea de tener una mascota en casa, lo del perro le venía como anillo al dedo porque la perra que le cuidaba el taller al compadre Lucho había tenido recientemente siete cachorros y quería salir de ellos aunque fuese regalándolos dado que, para negociarlos, el animal no tenia pedigrí ni en lo más lejano de sus generaciones. Una caja de cervezas resolvería el asunto el sábado siguiente y en la tarde, aparte de la pea, Genaro traía cargado como a un bebé al cachorro.
—Se llama Fidel —le dijo a Carlitos, que entre la emoción y la sorpresa de haber recibido el regalo sin mayores negativas comenzó a llamarlo Fido.
—¡Fido no, carajo! Fidel, Fidel se llama el perro. ¡Tiene que ser bravo y guerrero!
En lugar de bravo y fiero, Fidel más bien salió zalamero y hasta chantajista.
Aunque Carlitos se asustó ese día, lo siguió llamando Fido cuando su padre no estaba en casa, bien por su trabajo de taxista o porque mataba el tiempo libre en el taller de Lucho conversando y jugando dominó con el mismo grupo que sagradamente viernes y sábado se reunía con ese propósito y el de comentar cualquier tema que iba desde el baseball hasta la ponchada economía del país que desde hacía bastante tiempo no veía una bola.
En lugar de bravo y fiero, Fidel más bien salió zalamero y hasta chantajista. Detrás de Julia se la pasaba todo el tiempo en el que Carlitos estaba en la escuela, lamiéndole las piernas y con unos quejidos bajos, tan sólo para que le pasaran la mano por la cabeza o por la espalda. Cuando llegaba Carlitos hacía la fiesta con ladridos y correteos por la casa y cuando llegaba Genaro bajaba la cabeza y las orejas y se iba detrás de él para echarse a su lado cuando se sentaba a ver la tele. A la hora de acostarse todo el mundo, ladraba desde la ventana hacia la escalera del barrio, para que se asomaran y luego lo callaran con algo de comida.
Genaro dejaba su carro estacionado al frente del taller de Lucho por las noches debido a que su rancho se encontraba unos cien metros más arriba de una de las escalinatas del cerro de San Agustín. Nunca le había sucedido nada ya que en el barrio todos se conocían. Pero cuando comenzó la escasez de alimentos, medicinas y repuestos y los ladrones comenzaron a reproducirse en enjambres armados y salvajes, lo primero que le volaron al carro fue la batería.
Genaro tuvo que sacar del ya mermado presupuesto familiar el dinero para hacer la larga fila y comprar una batería nueva, pagarle algo al empleado de la venta de repuestos para que el negocio se resolviera en un solo día y perder las horas de trabajo que tanto necesitaba. Cuando llegó al taller para arreglar su auto, el viejo Malibú de los ochenta estaba montado en bloques de concreto pues ya le habían robado las cuatro bien rodadas llantas y de paso le habían reventado los vidrios. Por poco no pierde los dedos de los pies cuando soltó la batería, que cayó sobre el asfalto, y se agarró la cabeza con las dos manos.
Lucho le ofreció a Genaro un trabajito en el taller mientras pudiese resolver para arreglar o comprar otro carro.
—No va a ser mucho pero en algo ayuda —le dijo Lucho.
Al llegar a su casa Genaro le dijo a Julia:
—Te tengo una buena y una mala. ¿Cuál quieres que te cuente primero?
—¡La mala y luego la buena! —respondió.
—Desmantelaron el carro, y la buena es que el compadre Lucho me dio trabajo.
La buena no pareció gustarle mucho a Julia, porque desde el taller siempre venía con unos tragos en la cabeza. Pero no había otra opción.
Con el tiempo la situación no fue mejorando para nada. Con el bajo salario y la escasez las discusiones familiares se hicieron cada vez más frecuentes. Fido acompañaba a Julia y a Carlitos a hacer las filas para comprar el pan y los alimentos en abasto de los chinos. Las porciones se reducían en la mesa y para Fidel las cosas no pintaban mejor. Era bien cuesta arriba conseguir comida para perros y si se conseguía era bastante costosa. Todos habían rebajado ya alguna talla en la ropa, pero lo de Carlitos era más preocupante dado que recibieron una nota de la maestra, ya del quinto grado, por el peso que había perdido el alumno. Un día se percató Julia de que Carlitos se guardaba parte de la porción de su comida para dársela a Fidel, que también empezaba a mostrar por sus flancos las curvas de las costillas.
Esa noche la decisión de Genaro fue tajante y le dijo a Julia:
—Tenemos que salir del perro.
No serian los primeros ni los últimos en tirar las mascotas a la calle por no poder mantenerlas.
Al día siguiente Genaro le preguntó a su compadre si podía hacerle otro favor. Y Lucho entendió perfectamente el problema. Se llevaron a Fidel en uno de los carros que tenían en el taller unos treinta kilómetros fuera de Caracas, donde la ciudad iba mermando en caseríos cada vez más ralos. En uno de los desvíos, en una vía no asfaltada, bajaron, le pusieron algo de comida y agua y Fidel, con los ojos alargados de tristeza o del ayuno, los vio alejarse hasta perderse en el polvo levantado.
Cuando Carlitos llegó de la escuela Julia le dijo que el perro se había escapado. Que había pasado una perra callejera maluca y se había ido junto a otros perros detrás de ella. Carlitos lloró como nunca lo había hecho. No salía ni del asombro ni de la tristeza y en los días siguientes el tiempo libre se la pasaba sentado entre las rejas de hierro de la ventana viendo por las escaleras para ver regresar a Fido.
Diez días le costó a Fidel llegar hasta la escalinata por donde antes acompañaba a Julia y a Carlitos a las compras.
Desde el mismo momento en que fue abandonado Fidel, luego de haber comido y bebido lo que le habían dejado, comenzó a caminar y a desandar los giros y senderos a velocidad variable que lo habían alejado de Carlitos. Por las noches lo sorprendía un frio que no conocía. Se cobijaba por las alcantarillas o en los montones de basura que conseguía a los lados de las carreteras. Cuando lo sorprendía la oscuridad se guiaba por las tímidas estrellas que veía detrás del manto de luz de la ciudad y como cuadrúpedo navegante seguía hasta que las temperaturas lo obligaban a buscar improvisados refugios. Se alimentó de carroñas y tuvo que pelear varias veces con gatos y otros de su misma especie para sobrevivir. Cuando llegó a las orillas de la ciudad vio los topes de unos rascacielos que se miraban desde la ventana de su otrora hogar. Y siguió andando. Desde los basureros de la urbe lo espantaba una nueva especie que hurgaba para conseguir alimento. Gente en mayor número que animales destrozaba las bolsas en las calles y revisaban por cualquier objeto comestible o mendigaban por las esquinas.
Diez días le costó a Fidel llegar hasta la escalinata por donde antes acompañaba a Julia y a Carlitos a las compras. Al llegar a la esquina miró a la ventana de la casa, pero ya era irreconocible. Extremamente delgado, con llagas de sarna por todo el cuerpo y cubierto de polvo y hollín de smog. Sus patas temblaban y sus ojos eran como dos cuencas vacías donde apenas dos puntos de luz parpadeaban.
Carlitos miró desde la ventana a aquel pobre animal, como tantos otros que había visto últimamente circular por el barrio. Con la mano le hizo un ademán de saludo o despedida al igual que lo había hecho a otros. Pareció haberlo visto mover la cola antes de verlo caer primero con sus patas delanteras y luego las traseras hasta postrarse en una posición de cansancio demasiado rígida.
Genaro miraba en la TV el partido entre el Caracas y el Magallanes, empatados a uno en el octavo. Los Leones con dos hombres en las almohadillas y venía a batear el cuarto bate, cuando lo interrumpió la cadena presidencial. En lugar de salir bailando salsa con Cilia, como gorila que mata cucarachas dentro de su jaula, como siempre lo hacía para hacer el circo, aun el día en que sus sobrinos habían sido encontrados culpables de narcotráfico por el jurado en un juzgado de Nueva York, Maduro se apuraba por engullirse una arepa con chuleta de cerdo y queso, y jipiando, y todavía masticando dijo que el país estaba de luto y que tendrían, para variar, cinco días sin trabajo, por la heroica muerte del bravo y aguerrido Fidel.
El puerco mocho
La Revolución entró con sus oscuros engranajes rechinando una música mecánica de óxidos y smog a aquel país y por donde pasaba dejaba sólo una estela de edificios a punto de caer, de harapientos pobladores y de mafiosos que manejaban a su antojo el volante de un vehículo sin frenos y fuera de la vía. Había que destruir el pasado y construir el paraíso bajo la figura del líder monumental, eterno y de reelección infinita. Pero el paraíso nunca llegaba, lo más aproximado era la gente ya casi desnuda, famélicos adanes y evas en sucios cueros que despanzurraban bolsas de basura en las calles a la búsqueda de cualquier cosa digerible.
Así pasó la maquinaria por la finca de don Manolo, antigua productora y abastecedora de mercados y bodegas, ahora ex propiedad de un magnate, burgués, contrarrevolucionario, traidor a la patria que se fue del país a criar sus puercos en otras tierras. La finca fue dividida, las fértiles tierras y la casa para los militares, bajo la égida de militar contento, gobierno, de cualquier color, erecto y dispuesto a satisfacer sus inapagables deseos.
Los animales fueron divididos entre los miembros del partido único y ninguno fue salvado para la procreación y la multiplicación de la especie, sino que todo fue devorado con desaforada gula y avaricia. Todos, salvo el inmenso semental porcino, al que la propaganda revolucionaria mantenía a fuerza de comida barata y dosis diaria de esteroides, para la foto con el líder de similar corpulencia y para pregonar a todo el mundo la capacidad productiva y reproductora de felicidad de La Revolución.
Pero un día, otro animal símbolo de la patria, la gallina de los huevos de oro, propiedad exclusiva del mandatario, dejo de expulsar sus ovaladas y doradas posturas con la misma frecuencia, e inversamente proporcional a los dilatados intervalos de tiempo se reducía el volumen de sus descargas. Tanto así, que ya a la gallina se le forzaba al aborto y ya sus óvulos estaban comprometidos por deudas a rusos y chinos. Una enclenque y desplumada gallina caminaba dando tumbos en su corral y ya no había mucho con que importar la comida de pésima calidad con la que alimentaban a los súbditos, entregándoles bolsas y cajitas a cuenta de sumisión y pleitesía.
Ya el animal parecía un peludo chorizo con cabeza porcina que apenas abría los ojos y los cerraba cuando lo alimentaban por sonda.
A uno de los amados asesores españoles, a quienes el mandatario pagaba con los restantes pedazos de los huevos dorados para pensar por él, le sugirió la idea de sacrificar al puerco. El inmenso jerarca entró en cólera al escuchar la sugerencia y el asesor lo calmó explicándole el procedimiento que se extendía hacia su próxima reelección. En diciembre de ese año, se le cortaría una pierna al descomunal animal. La carne más blanda y suave sería repartida equitativamente entre militares y el politburó, la carne más dura sería entregada a las nuevas mafias comerciantes para publicitar que el comercio y la economía funcionaban a la perfección, y el resto, pellejos, grasa y huesos, serían vendidos al pueblo a precios muy accesibles para la sobrevivencia. El mandatario bailó con alegría con su pareja después de escuchar aquella idea y le entregó más conchas al genio del asesor. Y allí no se quedaba la idea, el asesor le dijo que tenía que construir un equipo para inventar una prótesis que ayudara a caminar nuevamente al animal. Más baile y más conchas. Y así se hizo aquel fatídico diciembre para el pueblo. Las filas de famélicos para comprar los innobles tejidos porcinos eran inmensas y eran edulcoradas con canciones de Silvio en altisonantes parlantes que les hablaban de mariposas multicolores, córneos equinos, estrellitas y flores que brotaban de los fusiles y de las camas de amor clandestino. Y si el desespero se apoderaba de ellos recibían sus dosis de golpes y hasta una pobre embarazada fue acribillada por reclamar la parte suya y la del bebé que venía a dar sus pasos sobre el espinado camino. Los internacionalistas, en sus opíparas degustaciones alimenticias y etílicos festines, en otros países, aplaudían y escribían con exacerbado orgullo los logros de una revolución que había que ser exportada y seguida hasta por los imperios.
En diciembre del segundo año, le fue separada la segunda pierna y se inventó la silla de rueda para puercos, como artefacto filantrópico y ecológico de suma importancia para la humanidad. El tercer año, una suerte de patineta-cama en la que el puerco podía moverse por el movimiento y la fricción de sus pezuñas en el piso de la porqueriza.
El cuarto año fue el más crítico y ya el animal parecía un peludo chorizo con cabeza porcina que apenas abría los ojos y los cerraba cuando lo alimentaban por sonda.
El quinto año, el asesor sugirió sacrificarlo totalmente y hacer nuevamente propaganda de la filantropía y del espíritu del líder para detener el dolor de aquel animal maltratado debido a los bloqueos internacionales y al ataque despiadado de sus adversarios políticos que querían defenestrarlo, precisamente en aquel año, en el que las predecibles elecciones debían conllevarlo nuevamente a continuar luchando para que su revolución fuese un modelo para el planeta y para todo aquel que se encontrara, en estos tiempos, mirándolo desde alguna otra galaxia.
El viaje en primera clase desde el materialismo histórico a la santería militante del diputado Marcano
Desde su adolescencia, casi toda su vida la había pasado tratando de entrarle a los conceptos elementales del materialismo histórico que se encontraban en las páginas de los libros de Marx, Engels y Lenin, publicados por la extinta Unión Soviética y conservados como tesoros bibliográficos entre alguno que otro tomo de literatura. Luchaba en cada línea contra el aburrimiento, contra las ideas planteadas con palabras que pesaban como el plomo y el acero, para forjarse un espíritu, o mejor corregimos esta palabra que no formaba parte de su argot, una voluntad férrea como un tren siberiano que avanza entre los paisajes y climas inhóspitos, abriendo las páginas de la historia. Había hecho esfuerzos sobrehumanos para intentar levantar aquel pesado mamut que resultó ser El capital y apenas pudo darle alguno que otro pellizco memorizándose algunas frases de tanto sacarse debajo del brazo el primer tomo ya perfumado por los efluentes de la axila derecha, para abrirlo e intentar mantener una lectura mientras se tomaba un café y se fumaba un cigarrillo en la universidad.
Pero hoy estaba allí, y se preguntaba varias veces el porqué, con el gusanillo de la duda carcomiéndole el pensamiento, vestido de blanco con la sangre del gallo, que aún se sacudía los coletazos de la muerte, corriéndole desde la cabeza hacia el pecho y hacia la espalda. Mientras el babalao entonaba una canción yoruba y lo cubría con el humo de un tabaco. A sus pies, círculos de frutas y de pólvora que incendiaba uno a uno, mandalas de pétalos de flores y esencias de olores fuertes como belladona y cuerno e’ ciervo, tambores de doble vibrafonía sacudían el aire con sonoridades africanas mientras las iniciadas bailaban y cantaban a los lados y una cabra esperaba, con estoica mirada, la hora de su sacrificio.
El diputado había comprendido que la política, sin importar que fuese de derecha o de izquierda, era un juego de ajedrez, pero donde cada pieza podía esconder un puñal bajo la manga con el cual podían acuchillarle si se descuidaba. Hasta los colaboradores más cercanos podían traicionarle. Había visto piezas pactar en las sombras con las del otro color, reinas que traicionaban con alfiles y hasta con caballos; él mismo había tenido que hundirle, metafóricamente y sin anestesia, la daga a alguno que otro compañero de la universidad que alguna vez lograron llamarse amigos. O eran ellos o era él el que subía. No había otra opción, tener piel de cocodrilo y estar preparado para el enroque y para los jaques. Ya desconfiaba hasta de su guardaespaldas. Así que la protección venida de otro mundo no estaría de más, y desde que el jefe había tenido sus primeras visitas a la isla se corría el rumor entre sus más allegados de que había consultado a los más viejos babalaos y sacerdotes del culto, aquellos que conocían los secretos más codiciados de la longevidad y de la sobrevivencia. Y no era de dudarlo, porque su consejero era prácticamente piel y huesos que aún parlamentaban con una cordura inusual para los años que había vivido. Hasta él mismo pareció haberle visto el mazo de collares asomarse por debajo del cuello de la camisa blindada. Así que la santería se hizo materia obligada para todo militante que pudiese costearse el capricho espiritual. Pero lejos de ser el culto sincrético popular, cargado de fe y sentimientos, con el que alegremente en coloridas, pintorescas y musicales ceremonias, vanagloriaban en las calles y playas de Salvador de Bahía, a Yemanyá en el mar y a Ochum en el río, era más bien un juego de ceremonias secretas pagadas a buen precio gracias a las bondades caritativas de contratistas y empresarios que generosamente colaboraban en efectivo con el diezmo para mantener la fe de los funcionarios en el régimen. Una suerte de cofradía de contados y seleccionados miembros. No era un culto para los plebeyos que tenían que conformarse con una Biblia desgastada, la cruz de Cristo y los anquilosados discursos de los curas católicos.
Poseía una nueva sensación de levitabilidad y claridad de pensamiento. Se sentía protegido e invencible.
En cuanto el sacerdote vio a Marcano, en la primera consulta, con el rostro acechado por las dudas, le apuntó directamente al ego con su voz antillana. En un lenguaje de caracoles, conchas de coco y cartas, iluminó en su pasada vida sus dotes de guerrero. Aunque no estaba claro si había sido a Atila o a Aníbal a quien había acompañado fielmente en las conquistas, lo veía nítidamente en las batallas masacrando a sus enemigos. Y disfrutaba de la sonrisa de Marcano, que se había acostumbrado con facilidad a la lisonja y a la galantería, cuando escuchaba sus palabras. Le hablaba de los harenes de hermosas mujeres que había poseído y, por qué no, pese a su antigalanesca figura, volvería a tener distribuidos de distinta forma gracias a la protección divina.
Salió del local vestido con nuevas ropas blancas, aún perfumado por las hierbas del agua con la que fue despojado y limpiado de la cabeza a los pies. Poseía una nueva sensación de levitabilidad y claridad de pensamiento. Se sentía protegido e invencible. El chofer le abrió la puerta trasera de la blindada Hummer negra en donde se arrellanó como un gato sobre el mullido asiento de cuero. Recordó la ingenua práctica inicial de meter los papelitos con los nombres de sus enemigos y competidores en el congelador de la nevera o dentro de los zapatos para tenerlos pisados y se rio de sí mismo. Por ahora, aquella ceremonia y su sacerdote le brindaban protección, si fallaban aún tenía los más oscuros recursos de aquellos que trabajaban con tierras de cementerio, huesos de muertos, figuras de vudú y animales de más baja ralea, pero nadie lo detendría, ahora que le había agarrado el gustico al poder nadie le impediría continuar por aquel camino de sombras hasta llegar donde sólo su mente lo había previsto como destino.
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