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Un año sin primavera

domingo 31 de mayo de 2020
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Un año sin primavera, por Vicente Adelantado Soriano
Tiraré la manta y me hartaré de dormir. Sin sueños, sin pesadillas.

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

¡Ay, amigo Cipión, si supieses cuán dura cosa es de sufrir el pasar de un estado felice a uno desdichado!
Miguel de Cervantes, El coloquio de los perros.

Durante aquellos días de encierro forzado, por el coronavirus, a mi abuela y a mí, me fui a vivir con ella, nos dio tiempo a hablar de todo, a oír buena música, a leer muchos libros y a tener, yo, una experiencia que jamás olvidaré. Julia, mi abuela, tenía una vecina de su misma edad, que también vivía sola. Julia la llamaba por teléfono con cierta regularidad. Se llevaban muy bien. Un día me pidió que, cuando saliera a comprar, le comprara también a ella, le llevara la compra a su casa, y le hiciera compañía durante unas horas. Guardando, por supuesto, todas las normas de higiene que se habían dado desde el gobierno para evitar contagios. Así lo hice. La vecina, la señora Joaquina, me recibió con todas las amabilidades del mundo. Era una mujer pequeñita, de tez arrugada, pero con una voz potente y sonora.

—Pasa, hijo, pasa —me dijo en cuanto me abrió la puerta—. Los mayores no hacemos más que dar guerra.

La vida es triste. Al menos para algunas personas.

—Ninguna. Todo lo contrario. Es un placer poder ayudarle. Y poder ser útil. Yo no sabía de su existencia. De haberlo sabido, hubiera venido a decirle que podía contar conmigo.

—¿Te estás quedando estos días en casa de Julia, verdad?

—Sí. Estoy en su casa.

—Julia siempre me ha parecido una persona afortunada, a pesar de todo. Te tiene a ti, y tiene a su hijo, aunque esté lejos… Pero siéntate, siéntate. ¿O tienes prisa?

—Ninguna.

—Yo estoy sola —me confesó mirándome directamente a los ojos, sin pestañear. Intuí que estaba barajando las posibilidades de seguir adelante con su conversación o de callarse. No supe qué cara poner, o qué hacer con mis ojos. Traté de que fueran lo más normales posibles ante aquel riguroso examen.

—Yo también estoy solo —dije un tanto embarazado.

—Sí, lo sé, lo sé. La vida es triste. Al menos para algunas personas. ¿Te apetece un café? No tengo cervezas ni cosas de esas.

—No, no quiero darle faena. Siéntese aquí conmigo un rato.

—Eso te lo ha dicho Julia, ¿verdad? Es una buena persona.

—Claro que me lo ha dicho ella. Yo no la conocía a usted de nada.

—Yo sí. Yo te he visto llegar a casa de tu abuela en más de una ocasión. Y hemos hablado de ti las dos. ¿Por qué no te vuelves a casar? ¿Qué hace un hombre solo?

—No lo sé. Hago lo mismo que haría estando con otra persona.

—Sí, pero no estarías solo. Y la compañía hasta Dios la quiso. Por eso creó al hombre.

—Y así le fue. A veces es mejor dejar las cosas como están.

—¿Aunque estén mal? Sí, ya, me vas a decir aquello de que todo lo que puede empeorar, empeora. Pero a veces no es así. A veces —dijo sonriendo— es todavía peor. Pero perdóname, me estoy metiendo donde no me importa. Es el problema de los viejos.

—No me molesta. No se preocupe.

—Es la cháchara que llevas oyendo desde hace tiempo, ¿verdad? Esto le molestará a mucha gente, ya lo sé. Pero esa es la ventaja que tenemos las mujeres: a mí nadie me dijo nada. Una mujer sola se arregla mejor que un hombre.

—Y a mí ya han dejado de decírmelo.

—Señal de que te estás haciendo mayor. Y de que te has resignado. Lo entiendo. No creas que no. Yo también me resigné, aunque a veces creo que sería mejor terminar con todo de una vez. Siempre lo he pensado. Pero…

—Es adelantar lo que, de una u otra forma, tiene que llegar.

—Pero a veces tarda mucho y hay que darle un empujoncito. Además nada de cuanto sucede tiene sentido. Sí, la vida no es como las tablas de multiplicar, que dos por dos son cuatro. Muy a menudo son más, o menos… Está claro que todo lo que nace muere. Pero qué rara vez pensamos en la muerte. Nos acordamos de santa Bárbara cuando truena. Se murió mi marido, y yo me quedé sola, muy sola. Con un hijo. Y lo pasé muy mal, hijo, muy mal. ¿De verdad no quieres un café?

—No, no se levante. Quédese aquí conmigo.

—No sé. Imagino que a todos nos ha pasado lo mismo. No soy tonta. Y los médicos tampoco me dieron ninguna esperanza. En aquella época la cirugía no estaba tan avanzada como ahora. Y murió. Sí, murió. Te estoy hablando de mi marido. Apenas llevábamos diez años casados. Y me quedé sola con un niño que no entendía nada.

—Sí, la vida es dura —no se me ocurrió nada más brillante que decir. La salvación del tópico.

—Así es, así es. Pero cuesta aceptarlo. Ante lo más evidente nos cuesta aceptar la dura realidad. Lo vi de cuerpo presente, lo vi metido en su ataúd, vi cómo le daban tierra, quiso ser enterrado en el pueblo… Y aun así una buena parte de mí se negó a reconocer todo aquello… Durante una temporada muy larga no hacía sino soñar con él, ¿te ha pasado a ti lo mismo? Yo creo que es una experiencia común… Sí, soñaba con él. No sé por qué siempre sospeché que tenía alguna historia por ahí. Sin fundamento, pero lo sospeché. Y cuando murió, por las noches, en mi solitaria cama, soñaba, una y otra vez, que se había ido con otra. Y yo salía en su búsqueda, con el niño en brazos, y le preguntaba, ansiosamente, por qué se había ido, por qué me había abandonado… Nunca oí su respuesta, pues siempre me despertaba, empapada en llanto, en cuanto él abría la boca. Y así durante años y años y años. Era un tormento.

—Me imagino que tuvo que ser desesperante.

—Lo fue. Creí que iba a volverme loca. Pues el sueño se fue haciendo cada vez más real, más fuerte. Hubo un momento en el que llegué a asustarme.

—¿Y no fue al médico?

Cuando murió me volví loca registrando sus ropas, sus cosas, toda la casa en busca no de una posible traición sino de algo que reafirmara que también él me había querido…

—¿Al psiquiatra quieres decir? No tengas miedo a llamar a las cosas por su nombre. A estas alturas eso ya no debe importarnos. Sí, ya sé: eres mirado y educado. Está muy bien que seas así. No, no fui al psiquiatra, ni siquiera le conté a nadie lo que me sucedía por las noches. Me lo callé. Me lo guardé para mí. ¿Qué iban a hacer si hablaba? Eres la primera persona a la que se lo cuento. ¿Para qué hablar? Cada uno de nosotros vamos a lo nuestro. Además, nadie me podía ayudar.

—Sí, eso es lo terrible de la vida: por más que hagamos, poco nos podemos ayudar los unos a los otros. Al menos en los momentos más duros de la vida.

—Así es. Y además si quieres hablar de caballos, tienes que hacerlo con un entendido en los mismos. No vale cualquier confidente. No entienden nada, ni tienen interés por entender. Creo que sabes a lo que me refiero.

—Sí, creo que sí.

—Sí, hasta aquí todo el mundo me sigue. Al menos todas las mujeres que han pasado por lo mismo. Pero a partir de aquí, viene el abismo… Pese a todo, quise a mi marido, ¿te extraña?

—No. Todos tenemos nuestras pequeñas suspicacias.

—No sé. No lo sé. Pero no creo que tuviera ningún lío con nadie. Lo quise. Y cuando murió me volví loca registrando sus ropas, sus cosas, toda la casa en busca no de una posible traición sino de algo que reafirmara que también él me había querido… Y un día entré en la habitación de mi hijo, el niño estaba durmiendo plácidamente, y contemplándolo tuve la revelación: él era la evidente prueba de su cariño. Aquellos fueron unos momentos gozosos. Breves e intensos. Y por ellos valió la pena vivir. Y sí, me dediqué a mi hijo en cuerpo y alma. Era su viva estampa. A veces las madres nos portamos como verdaderos vampiros, ¿verdad? —me dijo sonriendo con tristeza.

—Supongo que es normal. No sé qué tipo de vida ha llevado usted. Pero comprendo lo que dice si recuerdo la historia de mi madre, muy parecida a la suya, por cierto: ella fue educada, y así lo asumió, para tener una familia y hacerse cargo de ella. Y cuando ésta, por la muerte de mi padre, y por mi matrimonio, se deshizo, se quedó sola, inerme, sin nada que hacer. No tuvo ni un nieto en el que poder descargar su enterrada afectividad.

—Yo sí que lo tuve. Pero en mi vida todo, absolutamente todo, ha sido una terrible burla… Me estoy desahogando contigo. Es el final. Estoy abusando de tu paciencia.

—En absoluto.

—Hay gente muy buena. En serio. La hay. Desde que empezó esto de este virus, o bicho, me han llamado varias personas brindándose a hacerme compañía, a quedarse conmigo, a traerme la compra… No he querido que viniera nadie. Es tarde… Estas cosas no se le pueden contar a cualquiera.

—¿Ni siquiera a Julia?

—Siempre me ha dado un poco de reparo tu abuela. La veo tan inteligente, tan sabia… No me hagas caso. Manías mías. No sé. En ti he visto algo diferente. O quien ha cambiado soy yo… Sí, seguramente es eso. Ya está todo hecho.

No supe qué decir. Hubiera dado algo por que Julia estuviera allí en esos momentos. No sabía qué hacer.

—Yo soy de esas personas —continuó enjugándose las lágrimas— en las que la desgracia se ha cebado. Mi hijo se casó muy joven. Me quedé sola. Pero el hombre se desvivió por mí. Día sí y día no venía a verme. Y tuvo un hijo. Aquel nietecito fue una bendición. Pero ya sabes que la alegría en casa del pobre dura muy poco. Mi hijo tuvo un accidente y falleció. Creí morir de dolor y de angustia. No hacía más que pensar en morirme yo también. ¿Qué pintaba aquí? ¿Qué hacía yo? ¿Me quedaba algo más por vivir para ser más desgraciada? Sí, la posible muerte de mi nieto. No lo iba a soportar. Pero sí, lo soporté. Los humanos soportamos lo que nos tiren. Somos duros como la madera de cornejo.

—¿También falleció su nieto? —pregunté entre asombrado y asustado.

—No. No falleció. Mi querida nuera, no sé por qué, nunca me ha querido. Y cuando murió mi hijo, se fue a vivir a Madrid. Ni me dejó ninguna dirección, ni me dio ningún teléfono… No he vuelto a saber de ellos en mi vida… No he vuelto a ver a mi nieto, lo único que me queda de mi hijo. Y sí, varias veces fui a Madrid, busqué en el listín telefónico, en listados de colegios, pregunté, pregunté… Creo que hasta le cambió el apellido para que no diera con él. Nunca he vuelto a ver a mi nieto, nunca. Igual se fueron a vivir a otro sitio… No lo sé, no lo sé —dijo estallando ya en sollozos. He esperado durante años por si él venía a verme… No. No ha venido… ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué he hecho mal?

Fue un café silencioso y triste. Me marché de casa de Joaquina con el corazón encogido.

No le dije nada. Hice lo típico de esos momentos: abrir un paquete de pañuelos de papel y darle uno. Lo cogió y siguió hablando con voz entrecortada:

—Sí, más de una vez pensé en morirme. Supongo que siempre me ha faltado valor. Podré ser muy dura, y soportar lo que me tiren. Pero también soy muy cobarde.

Empecé a echarme a temblar.

—Por eso mismo, creo, y te voy a decir una animalada, que todas las cosas tienen su lado bueno: ahora, con esta pandemia, con este bicho, es suficiente con salir a la calle, sin violencias, sin sangre, sin hacer nada; basta con bajar a pasear. Y dada mi edad… Nadie me va a decir nada: necesito comer, necesito ropa. Y no quiero, le diré al policía, si me detienen, que nadie entre en mi casa, me haré pasar por una vieja loca y maniática. Y me dejarán en paz, y yo, como dice el cantar, tiraré la manta y me hartaré de dormir. Sin sueños, sin pesadillas. Guárdame el secreto, por favor. Y si te apetece algo —dijo abarcando toda la casa con un amplio ademán.

—Sí —le dije—, me tomaría un café.

—Te acompañaré.

 

Fue un café silencioso y triste. Me marché de casa de Joaquina con el corazón encogido. No le dije nada a Julia. No le conté la conversación con ella. Me inventé cosas sobre la marcha. Y seguimos haciendo vida de enclaustrados. Esa misma tarde, sin embargo, y por última vez, vi a Joaquina, desde la ventana, caminando por la calle. No había nadie. Se adentró por la amplia avenida. Llevaba un pequeño bolso. Imagino que con toda su documentación en regla.

Vicente Adelantado Soriano
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