
Urbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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Yo también quise ser el niche que fue a la rumba y patacum, patacum, viva changó. Pero no lo llevaba en la sangre como mi pana el Guataco. Ese sí era el propio niche de piel un poco clara pero de una tumusa bestial. En este país, en el que también, el que no tiene de congo tiene de carabalí, a él le tocó de cafeconleche y a mí me tocó piel de zambo, indio con blanco, o una vaina así. Y para enroscarme el pelo me lavaba tolosdías con jabón las llaves y me daba vuelta con la ñema de los dedos y el resultado era que parecía un títere de plaza sésamo, el más moreno. Pero bueno, uno siempre no es lo que quiere ser sino el resultado matemático del tiempo. El Guataco sí era la propia rumba. Trabajábamos en una fábrica de popeyes, aunque esa vaina la llamaban en mi pueblo chupichupi, porque había que jalar duro con la boca para tragarse el edulcorado y cítrico jugo congelado y colorido de envoltura plastificada. Parecíamos unos bachacos cargando unos sacos de azúcar por unas escaleras angostas hasta el tope de los tanques para vaciar esa vaina. E igual los líquidos colorantes y el ácido cítrico, una vaina que da miedo imaginársela en las tripas. De lo flaco que era subía lento y de ahí me bautizó el Guataco: Rayo Veloz. Y esa mierda no me la pude quitar todo el tiempo que trabajé allí. Pero imagínate que con ese miserable trabajo al estilo victorhugueano me compré un lión padrino, aquel bolsúo pantalón rayado de dos pinzas a cada lado con el que uno parecía de la mafia italiana, me mandé a hacer a mano, en la avenida Urdaneta, un par de zapatos blanco y negro al estilo cubano, más duros que suecos de palo, pero esa mierda no importaba, lo importante era tirar la pinta. Ah, y una chaqueta tipo safari de color kaki, la guinda del coctel, ni más ni menos. El propio patiquín. Pero ni por eso levantaba una carajita, ni la más fea. Tal vez se espantaban de mis huesos. Pero el Guataco cambiaba la novia casi cada semana. La que más le duró tuvo dos meses y después le pregunté qué le pasó a la Yesenia. No joda Rayo Veloz, me gustaba que jode, pero dos meses y no veía a linda, así que una noche de latazos me volvió a decir que no y me hizo arrechar y le dije, no hombre jeva métase esa cuca por ese culo y yo me puse después a pensar, Rayo Veloz, cómo iba a hacer ella para meter un hueco dentro de otro hueco. Y nos cagamos de la risa como por media hora. Todo eso fue en una temporada en que viví en Artigas, con un tío, su mujer y los hijos de su mujer. Una temporada de fin de año en la que no hubo clases por peos políticos. Pero no por eso paraba la diversión, diciembre, patines de cuatro ruedas, esperar que los autobuses dieran la vuelta en la esquina, colgarnos de los parachoques traseros y subir la empinada cuesta hasta Barrio Unión, para luego lanzarnos como esquiadores de los Alpes, rodando y rodando hasta casi llegar hasta la avenida San Martín. Hasta que un día el negro Tapipa, vestido de overall de jean y sweter rayado, que hasta se parecía al Chuki, se encontró unas luces de navidad e intentaba desenredarlas y cuando llegó el autobús todos volvimos a colgarnos del parachoques, el negro no soltaba las luces porque quería llevárselas a su rancho y cuando íbamos a mitad de la cuesta, el Tapipa soltó los cables y allí rodamos unos cuantos, por supuesto que el más huesudo, que era yo, terminó en la emergencia de un nosocomio que más bien parecía un manicomio donde a cada momento entraban apuñaleados, heridos de balas o de accidentes de tránsito. Pero no hay mal que por bien no venga, así que patinando lentamente por los pasillos, entre la caja de resonancia de los bloques escuché por primera vez Periódico de ayer, de algún tresenuno, de cualquier apartamento comenzó a sonar aquella vaina que me hizo sentar de culo. La combinación de las trompetas, los violines, el eco en el estudio y la Voz, la propia voz con ese lamento melancólico, era algo que nunca antes había existido. Y para completar el sarao comunal cambió el longplay y puso Mi desengaño de Roena, con la primera batucada de samba mezclada con salsa que había escuchado en mi vida y el olor a hierba quemada se mezclaba con las notas del Caribe creando una atmósfera surreal. Y los realitos de los popeyes hasta alcanzaron para poner parte de una vaquita que me llevó a mi primastro y sus compinches hasta Los Caracas, en autobús. Como cuatro horas rodando, pero el encanto del azul del Caribe y el paisaje del litoral amansa cualquier desespero. Los hijitos e hijitas de papá se iban a surfear, con las tablas encima de los machitos. Mar, río y piscina, nada más. Bueno, jevitas en traje de baño, música en el club de la dimensión, del sexteto y hasta el barbarazo de Wilfrido sonaba por unas cornetas gigantescas, mota para los que les fascinaba la vaina, luego las risitas tontas, los ojos rojos y el olor a mapurite, curda para los que no. El ambiente olía a cuento de Pancho Massiani y yo con algo de cara de corcho. Al segundo día por poco se nos va el Julín. Estábamos vacilando en la playa y comenzó a subir la marea rápidamente. Ninguno de nosotros nadaba una mierda y a Julín se lo fue llevando el agua y las olas y lo único que sabía era flotar como un mojón y flotó y flotó como por diez angustiantes minutos en los que por poco se sale a mar abierto entre los dos espigones hasta que uno de los hijitos de papá se fue remando con los dos brazos sobre la tabla de surf y lo alcanzó. Qué alivio. Casi se nos queda en la conciencia para siempre, pero tuvimos que regresarnos a la urbe, porque el Julín desde que lo sacaron del agua andaba como zombi. Uno le hablaba y él andaba nebuloso, como en otro mundo. Necesitaba un locólogo o algo parecido. Así acabó el paseo, las vacaciones escolares y la urbe se me desvaneció por un buen tiempo. Con los años volví, ya en etapas de universitario a revisar la publicación de mi primer libro de poesía. Todo un intelectual pero todavía tan flaco como manguera de casa de pobre. Esperé a Chuchuíto en el gran café con el Nacional abierto de par en par, un cigarrillo encendido, café con leche humeante y dos libros que había comprado en un remate, uno de Roland Barthes, como para que veas la vaina. Llegó el Chuchín y le invité un café, qué café de mierda, ya vámonos a la tasca, una, dos, tres curdas cada uno para irnos a la imprenta de la universidad. En uno de los espacios de la facultad de economía un grupo de chamos y chamas escuchaban Queen y cantaban We Will Rock You, era lo único que se les entendía pero todos golpeaban los pies contra el piso al unísono. Por fin vi el libro, tan flaco como yo, pero a mí me parecía como si fuesen los poemas humanos de Vallejo. Con la emoción de ver los minúsculos poemas ya publicados volvimos a Sabana Grande, al callejón de la puñalada, más curdas, más cuentos y anécdotas, compré una rosa roja a un chamito que las vendía ambulantemente, se la regalé a una poeta ya entradita en edad y Chuchuíto se reía a carcajadas. Llegó otro pana y se unió a la mesa por unos minutos hasta que una discusión intelectual terminó en trompadas entre ellos dos. Yo tomé mis libros y me fui al hotel, porque ya bien tarde las cosas se ponían allí color de hormiga. Y vinieron muchas más y más historias y cuentos de cada vez que visitaba la urbe y a sus personajes. Ya autoexiliado las recuerdo con más aprecio. Un día, mirando noticias, veo un video de un simulacro antiimperialista, de algunos viejos, como yo, vestidos de kaki y bandana roja en el cuello, saltando torpemente sobre cauchos y con fusiles de palo pintados de negro. Me corto una bola si no era el Guataco uno de los que vi. Pero me lo imagino sentado por algún lugar cerca de la plaza Capuchinos, por donde vivía antes, esperando a que caiga el bono, para reclamarlo en el banco con el carné del partido, comprar una botella de cocuy y seguir dando vivas a la dolarizada revolución.
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