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La radio de piedra, de Juan Herrera

viernes 8 de febrero de 2019
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“La radio de piedra”, de Juan Herrera

La radio de piedra
Juan Herrera
Novela
Alianza de Novelas
Madrid (España), 2017
ISBN: 9788491049043
216 páginas

“La radio nos regaló una infancia”.
Juan Herrera

Un nuevo ejemplar de temática radial pasó por mis retinas y, créanme, al menos para mí, fue todo un descubrimiento y unas cuantas horas de dulce lectura y entrañables viajes gracias a la capacidad de trasladarte a mundos felices a pesar de estar centrada en la España profunda y en la Incivil de nuestros abuelos, algún cronista diría de nuestros bisabuelos, pero realmente pocos quedarían si nos pusiéramos a buscar de aquel gravísimo encontronazo y del que parece que los necios y estólidos no quieren desprenderse y sacar, de una vez por todas, las correspondientes lecturas para evitar los enfrentamientos que tan alegremente buscan para justificar lo que nos roban.

Juan Herrera, tomando como punto de origen una radio de galena, crea, como muy bien dice en la carátula Luis Piedrahíta: “Este libro es mágico y capaz del único milagro que vale la pena: convertir la tristeza en belleza”. Y eso en los tiempos que corren es realmente prodigioso. Personalmente me devuelve a mi infancia feliz y, en determinados casos, incluso a cosas nimias pero que me sacan una gran sonrisa: por ejemplo, la mosca que cierra cada capítulo y que me retrotrae a mi infancia rural, cuando el humorista del diario Ideal firmaba como Miranda y cuya característica, en cada viñeta, era una mosca. ¡Cuántas sonrisas me sacaba en aquella época maravillosa de juegos y deportes de alto riesgo, aunque ninguno teníamos especial consideración de esta peculiar definición que la estólida sociedad urbanita ha ido acuñando para designar cosas tan normales como subir unos tajos o saltar por la Acequia Alta a aquellas aguas limpias y gélidas que nos parecía un poco del paraíso!

La radio de piedra nos transporta a nuestra infancia, cuando la radio era nuestra única ventana.

Uno quiere aventurarse por vericuetos que le hagan viajar, soñar, ser en suma algo feliz en este terrible siglo XXI donde estamos cosechando lo peor de todo cuanto hemos sembrado. Sin embargo, escucharemos majaderías mil para hacernos creer que el paraíso está por llegar, sobre todo en el otrora oasis catalán y para los que recomiendo, encarecidamente, las fabulosas páginas y reflexiones de Francesc Cambó y Josep Puig i Cadafach, por aquello de ser protagonistas y, al mismo tiempo, personajes clave en un nacionalismo excluyente que sigue cosechando seguidores. Vaya, como si, al día siguiente, ya tuvieras que dejar de trabajar (algo tampoco muy terrible, puesto que estadísticamente el 99% de los que llegamos a este mundo eso es lo que tendremos que hacer y otros cuantos intentarán vivir de la sopa boba prometiendo mundos imposibles).

Pero sí, La radio de piedra nos transporta a nuestra infancia, cuando la radio era nuestra única ventana, y poco después llegaría la televisión, que se enseñoreó de todas las casas, que rápidamente se aislaron y comenzaron a adorar al nuevo dios. Pero mientras ese mundo llegaba (en mi caso a principios de los sesenta si mal no recuerdo y el pueblo se apiñó en el bar de la Callejuela del Cine para ver esa cosa tan misteriosa), ella era la que nos acompañaba, inicialmente en receptores gigantescos; poco a poco llegó la miniaturización y finalmente esa palabra que hoy tenemos tan de moda, la portabilidad, que en mi caso fue con un receptor Mamaia conseguido a través de un concurso de Radio Bucarest a finales de los sesenta; en febrero de 2018, en un escarceo por una librería de viejo, voy y me tropiezo con una postal matasellada, precisamente en la población homónima del mar Negro y que conocí en los setenta en mi primer viaje a Rumania: Mamaia 07.9.64, una vista nocturna de esta zona de veraneo que ya entonces presentaba grandes bloques.

Si uno vivió aquellos años, si se maravilló o emocionó con Amarcord o Cinema Paradiso, no cabe duda de que La radio de piedra le sacará más de una sonrisa e incluso le transportará a ese mundo rural que también se lo llevó el globalizador orden mundial del XXI, y donde parece que no hay límites para barrer hasta los puntos más recónditos del planeta, y que la radio tan magistralmente nos traía noche tras noche por las diferentes bandas, pero sobre todo con la onda corta, la onda larga y las bandas tropicales.

Ya saben, lean, reconcíliense con el libro y no tengan miedo en pagar los dieciséis euros.

Hay capítulos realmente maravillosos y eso es (ya) todo un placer para el que quiere olvidar el mundo que nos ha tocado vivir y emocionarse con las ocurrencias del narrador que, en muchas cosas, son habituales entre los que nacimos a mediados del XX. Vaya que si te alejas del núcleo en el que él ubica la acción, puedes transportarte perfectamente a otros puntos de la geografía española, y eso es algo que el mismo lector puede comprobar a poco que la novela le enganche, sobre todo si es aficionado a la radio y en su día (también) trasteó con la radio de galena.

Eso es (realmente fabuloso) disfrutar con la lectura a pesar de la dureza de los momentos en que centra su fábula. Los chascarrillos, las capillitas, las beatas, el estólido correspondiente y el ciego. Todo un poema y una gran esperanza: la vida es lo más maravilloso incluso a pesar del desenfreno fornicador que en determinado momento puebla la zona de críos rubios y ojazos azules gracias al comando alemán que tiene como misión reparar cacharros de guerra en las eras situadas en las salidas del pueblo. Impagable el cachondeo que montan con la visita del general Franco. Vaya que más que una novela es toda una lección de vida, de esa vida que sin darnos cuenta muchos hemos mamado en nuestro entorno.

Ya saben, lean, reconcíliense con el libro y no tengan miedo en pagar los dieciséis euros, realmente merece la pena y nos habremos ahorrado la consulta del psiquiatra al margen de haber pasado un par de tardes maravillosas. Estos son los libros que nos ayudan a ir hacia adelante, los que te plantean la historia y tú la elaboras, no aquellos en los que la amargura del día a día se traslada al lector, que acaba siendo desbordado por su ingenuidad o por su falta de rigor a la hora de acometer la lectura que, dicho sea de paso, es relativamente fácil y con muy buenas mimbres. En mi caso incluso me encontré palabras que no había visto escritas desde hace más de medio siglo cuando me vería impelido a abandonar mi terruño natal, pero que siguen siendo tan vigentes como hasta ayer mismo. El capítulo dedicado a Abelito es de los que se hacen inolvidables porque ¿quién no ha vivido cosas similares en aquella sociedad que tan bien nos retrata Herrera?

Juan Franco Crespo
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